América Latina enfrenta viejos dilemas y nuevos retos ciertamente duros al tiempo que atraviesa una larga desaceleración económica. Esta situación pone en riesgo a las clases medias que han conseguido establecerse recientemente en la región y aumenta el descontento popular y la polarización política. Los gobiernos de centro-izquierda que dominaron el panorama político regional han perdido el apoyo social que mantuvieron desde 2002, y se ha registrado un giro hacia posiciones de centro-derecha. Sin embargo, la debilidad de los gobiernos elegidos en 2015 y 2016 en Argentina y Perú, respectivamente, el atrincheramiento del militarizado régimen chavista en Venezuela, y la impugnación de la expresidenta brasileña Dilma Rousseff, impulsado desde las élites nacionales, apuntan a unos traspasos de poder poco pacíficos y democráticos.
Venezuela es la crisis más urgente de América Latina, que combina hiperinflación, empobrecimiento, escasez de bienes básicos y estancamiento político; factores que sumados desafían cualquier posibilidad de resolución. Las divisiones en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), la suspensión de Venezuela en Mercosur, y el continuado apoyo al presidente, Nicolás Maduro, por parte de sus aliados tradicionales (Cuba, Bolivia, Nicaragua y varios Estados caribeños) han fragmentado y minado la cohesión regional en un momento en el que el riesgo de emergencia humanitaria en el país se está disparando.
En contraposición, el apoyo al proceso de paz de Colombia por parte de los vecinos regionales y otros países extrarregionales ha sido unánime. Pero la paz en las vastas regiones colombianas se ve amenazada por múltiples grupos armados saboteadores, entre ellos diversas organizaciones criminales que quieren hacerse con el control de los valiosos cultivos de coca, cuya explotación está en auge. En Bogotá, es de esperar que la oposición a las ambiciosas reformas incluidas en el acuerdo de paz, en un contexto de recortes económicos, ensombrezca las elecciones programadas para 2018.
El miedo a que una multitud de bandas criminales sustituyan a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) está muy arraigado en la experiencia histórica de la Centroamérica postconflicto. En el Triángulo Norte de Centroamérica, sobre todo Honduras y El Salvador, aunque también en México, el narcotráfico y la extorsión representan las principales fuentes de ingresos de las bandas y cárteles que, sumidos en procesos de diversificación, se hacen con el control de microterritorios en esos países. La violencia crónica es la responsable de una creciente migración hacia el Norte desde Centroamérica; en el Estado mexicano de Veracruz, el número de personas desaparecidas tiene visos de superar sobradamente la estimación oficial, de 2.750 personas. Las posibilidades de un acercamiento institucional basado en el desarrollo y con objetivos a largo plazo para reducir los niveles de violencia y desplazamientos forzosos se han desvanecido con la nueva administración de Estados Unidos, presumiblemente decidida a forzar una política exterior defensiva, proteccionismo económico y deportaciones en masa. En la cumbre entre la Unión Europea y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), prevista para el 26 y 27 de octubre de este año, se debería considerar el cumplimiento de los compromisos acordados en el plan de acción anterior en materia de derechos de los migrantes.
El crimen y la violencia siguen siendo las preocupaciones principales en la mayor parte de la región, requiriendo respuestas que eviten la militarización excesiva y se centren, como en el caso de Guatemala, en fortalecer el enjuiciamiento y la investigación policial. La corrupción de alto nivel, con un alcance trasnacional demostrado por los escándalos del caso Petrobas, los Papeles de Panamá o el caso Odebrecht, necesita figurar en la lista de prioridades. Debido en parte a la ausencia tanto de organizaciones regionales fuertes como de un apoyo y colaboración estadounidense, el riesgo de una propagación nacionalista y populista por México y América Latina es alto.
Venezuela: una solución regional ante la parálisis política
El desmantelamiento de la democracia venezolana, junto a las acuciadas crisis social, económica y humanitaria del país, representa el mayor reto de 2017 no solo en Sudamérica, sino en la comunidad internacional en general. El fracaso, hasta la fecha, en la obtención de una solución pacífica y democrática al conflicto político que asola el país amenaza con graves niveles de descontento civil y posibles divisiones en el seno de las fuerzas armadas, con consecuencias inciertas. Los vecinos de Venezuela –en especial Colombia, apenas emergiendo tras décadas de guerra de guerrillas– tienen buenas razones para temer posibles efectos de contagio, como emigración masiva, la proliferación de grupos armados no estatales en sus fronteras, o epidemias sin control conforme los servicios de salud venezolanos se vengan abajo.
Paralización política
La presidencia de Nicolás Maduro, un civil elegido en unas elecciones pero con un gabinete formado por oficiales militares, ha entrado en sus dos últimos años envuelto en una creciente impopularidad. Tras bloquear el referéndum revocatorio presidencial de 2016 a través de su control sobre las autoridades judiciales y sobre el Consejo Nacional Electoral (CNE), la administración se aseguró de impedir cualquier vía constitucional para su revocación hasta las elecciones presidenciales de diciembre de 2018. A golpe de decreto, Maduro ha arrebatado los poderes de la Asamblea Nacional, liderada por la oposición, y amenazado con su cierre. El Parlamento ha respondido con declaraciones sobre el “abandono” de facto de la presidencia por parte de Maduro en términos constitucionales, al fallar en el cumplimiento de sus cometidos.
El nombramiento a principios de enero del gobernador del Estado de Aragua (y anterior ministro del Interior), Tareck el Aissami, como vicepresidente es quizá la prueba más clara de que los extremistas llevan la voz cantante en el gobierno. Encomendado por Maduro con la dirección del llamado “Comando Antigolpe”, Aissami se apresuró a utilizar el Servicio Nacional de Inteligencia (Sebin) para perseguir y arrestar a políticos de la oposición, deteniendo a seis de ellos solo en la primera semana. Ha insinuado también la prohibición de los partidos opositores. En resumen, el interés del nuevo vicepresidente de una transición negociada parece escaso.
Las negociaciones iniciadas a finales de octubre de2016 entre el gobierno y la alianza opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD), arbitrada por el Vaticano y un equipo de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), se vino abajo muy pronto, y no hay visos de que revivan en un futuro próximo. Para la MUD las negociaciones resultaron costosas en términos de apoyo popular, y exacerbaron las divisiones internas de la alianza sobre el camino a seguir: una facción predominante favorece la acción directa en masa, mientras que otra aboga por el diálogo y la vía electoral.
Habiendo perdido su base electoral (la popularidad de Maduro ha caído al 10%, y la del Partido Socialista Unido de Venezuela, PSUV, al 25%), el gobierno no muestra interés es atraer a los votantes, quizá considera que pueda evitar el escenario electoral a corto plazo. Las elecciones regionales, en principio previstas para diciembre de 2016, se aplazaron bajo la promesa de celebrarlas a mediados de 2017, pero el CNE aún no ha marcado una fecha. Los partidos políticos tienen la orden de renovar sus registros, a través de un complejo proceso que puede ser usado como pretexto para retrasar o incluso proscribir algunos partidos.
El colapso económico y humanitario
En 2016, el PIB venezolano cayó de forma considerable –algunas estimaciones consideran que hasta en un 18%–, los niveles anuales de inflación están en niveles de tres dígitos y los salarios reales descienden rápidamente. Las importaciones han colapsado, desde 60.000 millones de dólares de 2012 a 18.000 millones en 2016. Estos datos, combinados con la caída en la producción nacional, han dado lugar a la escasez de alimentos, medicinas y otros bienes de primera necesidad. Aproximadamente una quinta parte de la población come solo una vez al día. La malnutrición y otras enfermedades prevenibles han escalado de forma alarmante y los servicios de salud están desbordados.
Desde mediados de 2016, la escasez, sobre todo de alimentos, ha conducido a periódicas revueltas y saqueos en numerosas ciudades. El gobierno respondió reemplazando una gran parte de la red de distribución minorista de alimentación con los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), empleando a organizaciones militares y políticas afiliadas al PSUV. El sector privado tiene ahora la obligación de vender el 50% de su producción al gobierno a cambio de la distribución a través de esta red. Este sistema ha convertido la comida en una herramienta política del gobierno, favoreciendo a los simpatizantes y a las personas “dóciles” en asuntos políticos.
Elementos de la estabilidad duradera
Los contornos esquemáticos de una solución duradera requerirá una negociación entre el gobierno y la oposición, facilitada por actores externos, y que probablemente involucre una fase de transición con cierto reparto de poder y reformas económicas, conducente a unas elecciones presidenciales libres y justas bajo observación internacional. La seguridad física y financiera de los civiles de alto nivel y líderes militares, incluyendo probablemente al presidente, deberá estar garantizada con medios creíbles en caso de que pierdan esas elecciones, entre otras medidas facilitando seguramente el exilio. Un arreglo de estas características ofrecería las mejores esperanzas de restaurar la democracia y la estabilidad. Para evitar un diálogo infructuoso, las negociaciones necesitarán establecer con premura un calendario con vías de avance acordadas.
A este fin, la UE debería trabajar con los gobiernos regionales para impulsar la implementación de la Carta Democrática Interamericana, especialmente de sus procedimientos para entablar diálogos sobre “iniciativas diplomáticas, incluyendo buenos oficios, para alentar la restauración democrática” cuando esta haya sido desintegrada. Deberían reservar, como último recurso, sanciones como la suspensión de la membresía venezolana de la OEA.
Con el objetivo de forjar cooperaciones regional e internacionalmente, se debería prestar especial atención a la securitización del apoyo hacia los países caribeños que reciben a día de hoy energía venezolana subvencionada. Estos países necesitan garantías de que tendrán una ayuda financiera internacional para compensar cualquier pérdida de acceso a petróleo barato que pudiera resultar de la transición en Venezuela. El caso de Cuba, en particular, como principal aliado de Caracas, juega un papel importante a la hora de apuntalar el gobierno de Maduro a través de la provisión de inteligencia y otros servicios de asesoramiento. La Habana puede contribuir potencialmente a la solución. La economía de Cuba descansa en unos menguantes envíos de petróleo venezolano barato, así que desde La Habana no se va a apoyar una transición política en Caracas a no ser que sus intereses estén protegidos. Mirando al norte, por otro lado, resulta un misterio si EEUU continuará la política de Obama, defensor de un abordaje multilateral del asunto venezolano.
El proceso de transición será prolongado, y los donantes necesitan ideas creativas para paliar los padecimientos de la sociedad venezolana, tanto en términos de alimentación como de falta de provisiones e instalaciones médicas. Los Estados miembros de la UE están entre los mayores contribuidores a las agencias humanitarias y organismos especializados de las Naciones Unidas, y deberían alentar una mejora de su respuesta a la crisis, acorde a la severidad de la misma, y explorar con otros actores vías para superar la resistencia por parte del gobierno a recibir ayuda externa.
Las elecciones presidenciales previstas para diciembre de 2018 serán cruciales, y es fundamental aplicar una presión temprana y sostenida sobre el gobierno de Caracas para que relaje su prohibición actual sobre las misiones internacionales de observación. Si la UE no es capaz de obtener permiso de entrada y ejercicio para sus propios observadores, debería buscar vías para trabajar con aquellos pertenecientes a organizaciones regionales creíbles, en particular de la OEA.
Política Exterior publica en español la serie «Watch List 2017» («Zonas Calientes 2017») elaborada por Crisis Group para alertar de las amenazas actuales a la paz y estabilidad internacionales. Se analizan los conflictos en la cuenca del Lago Chad, Libia, Myanmar, Nagorno Karabaj, Sahel, Somalia, Siria, Turquía, Venezuela y Yemen.