Diferentes colegas de indudable veteranía y prestigio que trabajan sobre América Latina han respondido en las últimas semanas a la invitación formulada por la inquietud intelectual de Luis Pásara bajo la pregunta que encabeza estas líneas. La iniciativa de Pásara, acogida de inmediato por FLACSO-España, se trasladó a los colegas cuya reflexión ha sido ya publicada y a otro pequeño grupo que no pudo atender la petición por tener agendas complicadas.
Ha sido un ejercicio notable por abordar un asunto que atañe a la gran mayoría de los países de la región, donde solo Cuba sigue siendo la gran ausente, pero que, a la vez, coincide con problemas de diferente calado que se registran en otras latitudes. Se dan cita cuestiones vinculadas al viejo binomio weberiano de la legitimidad y de la eficacia que pareciera estar aún vigente. De los títulos que habilitan para ejercer el poder, así como de la propia regulación del mismo a través de las instituciones que configuran el Estado de Derecho. Y de la capacidad de ese poder para responder –y solucionar– a las demandas de los ciudadanos.
Sin embargo, el ciclo político universal que muta en 1989 ha venido acompañado de nuevos elementos que han transformado la arena política de tal forma que el presente tiene poco que ver con el escenario que se estaba dibujando tras las transiciones a la democracia de las décadas de 1970 y de 1980. Cierto que el señuelo de la globalización en sus expresiones variadas, por el prodigioso desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC), ya se avizoraba, pero la velocidad de su despliegue sorprendió al más avezado observador del momento.
El “fin de la historia”, con su capacidad de establecer un campo sin muros donde la lógica del mercado se imponía de manera irrestricta, contribuyó a dinamizar el proceso. Los flujos ingentes de capital procedentes de la acumulación en los países del bienestar occidental, primero, y luego la entrada en el mercado mundial de la economía china tuvieron un efecto lubricante. Por otra parte, el salto decidido en pro de la desregulación, del progreso de los tratados de libre comercio y el imperio de una visión donde no se percibía a la sociedad sino a un conjunto de individuos aislados, constituyeron los ejes de la nueva agenda.
En ese marco, se impuso la recuperación de la democracia representativa moldeada según los viejos patrones de la representación, es decir: procesos electorales en los que intervenían partidos políticos e instituciones constituidas al amparo de la soberanía popular con cierto nivel de pesos y contrapesos. Esta recuperación, como queda de manifiesto en los artículos publicados en Latinoamérica Análisis bajo el título «¿Qué democracia es esta?», ha sido exitosa durante una prolongada etapa sin parangón en la historia y generalizada a todos los países. Pero de inmediato se constató que las condiciones de la representación eran profundamente disímiles, ya que el demos resultaba ser muy distinto al que existía hace tres décadas. El empoderamiento individualizado de las personas gracias a un notable avance en las economías, sobre todo a partir del comienzo del siglo XXI, pero también de los derivados de las TIC afectaron sensiblemente los procesos de intermediación y de agregación de preferencias.
El desempeño de la democracia representativa que se extendió de manera bastante homogénea por todos los países tuvo, además, efectos diferentes en función del sustrato heterogéneo constituido por los propios procesos políticos vividos en cada caso nacional. Si, tomando a los países latinoamericanos, comparten elementos comunes como son el presidencialismo, cierta tendencia centralista (a pesar de ser federales Brasil, México y Argentina), el alejamiento militar de los centros de poder y la polarizadora actitud para con los Estados Unidos, no deja de ser menos cierto que hay notables peculiaridades de cada país que les hace ser muy diferentes. Se trata de distintas evoluciones histórico-políticas en los dos últimos siglos. De sociedades igualmente disparejas en las que se entremezclan los pueblos originarios, con los descendientes de la población esclava africana, con el legado conquistador hispano-portugués y con los flujos migratorios variopintos que se extienden durante un siglo a partir de 1860. En fin, de economías que si bien tuvieron un desarrollo con patrones similares, produjeron resultados diferentes.
Este escenario del peso del pasado en el presente, que a veces los analistas no tienen en cuenta cuando hacen estudios comparados, es el sustrato del calidoscopio al que se refiere Laurence Whitehead en esta serie de ensayos. Pero siendo relevante, lo que me parece que debe llamar más la atención es la dificultad de usar categorías de un tiempo periclitado para analizar el momento presente. Ciertamente existen escenarios de oclusión política como el que vive en la actualidad Venezuela que recuerdan a otros casos similares del pasado, con una aguda polarización, el deterioro de la convivencia y la hegemonía de un grupo. También que la pulsión reeleccionista que se da en Bolivia, Ecuador y Nicaragua ha cobrado tanto ímpetu que pareciera que se vuelve a la época de Porfirio Díaz. Asimismo, que el populismo pervive reproduciendo su etapa dorada de la década de 1940. Pero el individualismo rampante, la extendida alienación del consumo, que hacen que el propio concepto de ciudadanía quede subsumido en el de consumidores, genera un tipo de relaciones políticas nuevo adocenado por tecnologías hasta hace apenas tres lustros desconocidas.
Los procesos electorales que se mantienen de manera incuestionable para seleccionar a los dirigentes tienden cada vez más a ser espacios de competición entre candidatos, diluyéndose la figura de los partidos políticos sustituidos por los medios de comunicación y las nuevas formas de articulación de las redes sociales. Los poderes legislativos, que se mueven bajo el imperio de una lógica procedimental y organizativa decimonónica, son ámbitos autistas e inoperantes en el proceso político. El fenómeno de la crisis de la representación que empieza a aparecer en los Andes en la década de 1990 se extiende paulatinamente a toda la región. En Uruguay, uno de los países con mayores índices de institucionalización, un outsider (Edgardo Novick) ha irrumpido en la carrera por la alcaldía de Montevideo obteniendo un resultado notable, mientras que en el Estado de Nuevo León en México, por primera vez en el último siglo, un candidato independiente ha sido elegido gobernador. Son dos muestras de un Estado de la democracia hoy ante el que la pregunta requiere de nuevos instrumentos de análisis.