Pocas horas antes de Waterloo, Napoleón Bonaparte había vencido al sur, en la frontera septentrional de Francia, batalla de Ligny. Para ser más exactos, entre 50 y 60 horas antes. Después, el emperador francés subió, acercándose peligrosamente a Bruselas. Su final en Waterloo cambió la historia del mundo occidental. Antes de embarcar hacia Santa Helena, islilla cuidadosamente preparada por los ingleses, Bonaparte hubo de reconstruir no pocos de sus pasos previos: como se ha recordado hasta la saciedad en estos días, desde el Código Civil redactado y vuelto a redactar poco antes, hasta el reglamento de la Comedia Francesa, firmado al entrar en Moscú.
Decir que Napoleón es una gigantesca figura es probablemente el lugar común más repetido en Europa, Asia y América. Le separan 18 o 19 siglos de Julio César. Para situarle en el calendario, basta recordar: que César nace en Roma, hacía 100 a.C., Bonaparte nace en 1769 para morir en Santa Elena, 1821, unos 1869 años. Claro que desde el año 1000 destacarían Bernardo, Aquino, Carlos V, Newton, Luis XIV, Voltaire, Victoria de Inglaterra y tantos más… Pero es un hecho, después de Alejandro, nacido en 356 a.C., Julio César y Napoleón Bonaparte dominan el escenario. De ahí el peso de la fecha, 18 de junio 1815. Waterloo no será desde luego la mayor de sus derrotas. Aunque sus enemigos, concentrados entorno a la pequeña ciudad flamenca –Bélgica no nacería hasta 1830–, no se instalaran al norte de Francia hasta la ruptura con Holanda, tras el desmoronamiento del imperio francés.
Muy joven Bonaparte, por orden del Directorio, se pondría a la cabeza de la invasión de Egipto en 1798: sobre todo por razones internas, pero una fundamental de orden exterior, la necesidad de cortar la ruta británica hacia la India. En medio de los desórdenes de la campaña, el asalto a Jaffa es particularmente brutal. Allí, 10.000 soldados franceses pasarían a cuchillo a 5.000 otomanos que insistían en rendirse. Así llegamos al 18 de Brumario de 1799 en que Bonaparte se hace con el poder (un político avisado como Sieyès preguntaría a Ducos cómo se articularía el poder tripartito mientras Bonaparte respondería con tranquilidad: es sencillo, por orden alfabético). Nadie conseguirá expulsarle hasta 1815. Luis XIV reinaría casi seis décadas. Pero ni remotamente se acercarían las consecuencias de su reinado –la progresiva unidad de Europa por ejemplo– a lo alcanzado por Napoleón en 16 años.
Por eso es necesario recordar el 18 de junio 1815. Pomposamente Víctor Hugo escribiría a propósito de la fecha: “Waterloo no fue una batalla, sino un cambio de dirección del universo”. Sí, escribió esa palabra, universo, mientras maldecía los cielos por la derrota, escribe Hugo, por la terrible lluvia de la noche anterior, que dificultaría las maniobras de la artillería francesa. Algunos historiadores insistirían en ese punto, un aura de victoria rodeó la derrota: Von Blücher, el casi olvidado mariscal prusiano, se diría desaparecido del relato mientras el duque de Wellington se mantiene en él no sin dificultad. Un abogado francés de renombre, Frank Samson, cabalgaba la semana pasada a través de los campos de trigo de la futura Bélgica mientras insistía en su tesis: Napoleón permanece en el recuerdo de los europeos por encima de Wellington, no ya en términos de gloria sino como creador de la Europa moderna. El gobierno francés ha preferido no estar en las celebraciones, pero se ha mantenido muy atento.
Foto de Dmitry Kostyukov para The New York Times.
Los ideales de la revolución de diez años antes, 1789, se impusieron inequívocamente, desde Moscú hasta Cádiz (aunque no en las islas británicas). Pero se impusieron efectivamente durante aquellos años por impulso de Napoleón. Waterloo cerró una fase decisiva de la historia europea: acabó con el predominio de Francia en el continente central del mundo, dominó un siglo en el que el que británicos, alemanes y rusos se abrirían paso, invadió desde el norte de África hasta el arranque de Asia, desde el actual Israel al imperio otomano… En términos militares, salió de Waterloo la frase de Cambronne –“Merde”, contestó al general británico que le llamaba a rendirse– mientras surgían otras muchas respuestas. Próxima su muerte en Santa Elena, Atlántico sur, entre Angola y Brasil, el emperador insistiría: Wellington ganaría la batalla pero yo gané la guerra.