En las primarias demócratas y las elecciones presidenciales de 2020, que se celebrarán en noviembre, no solo está en juego el futuro de Estados Unidos, sino también el impacto de su siguiente presidencia en el resto del mundo. Desde Política Exterior cubriremos el proceso con una serie especial, coordinada por Jorge Tamames.
“La respuesta de [Donald] Trump al coronavirus es peor que un crimen”, escribe Edward Luce, corresponsal del Financial Times en Estados Unidos. “Es un error”. Se trata de una valoración precisa pero conservadora. Los dirigentes estadounidenses –no solo el presidente– acumulan una serie de errores, bandazos y giros de 180 grados que están demoliendo el prestigio que les quedaba a ellos y a su país. Tras un marzo repleto de vueltas de campana, la política estadounidense se ha vuelto tan impredecible como potencialmente desastrosa.
Marzo termina con una batería de datos esclarecedores para EEUU. El 30 se contaron 164.000 casos de coronavirus, exactamente el doble que en China. El 31, el número de muertos estadounidenses adelantó al de ese país y Trump anunció que la cifra final podría sumar entre 100.000 y 240.000. “Vienen dos semanas muy dolorosas”, advirtió el presidente en la misma rueda de prensa. Probablemente confunda semanas con meses. El epicentro de la pandemia se ha trasladado del sur de Europa a Norteamérica, con especial énfasis en Seattle, Nueva Orleans, Nueva Jersey y Nueva York, donde el virus acumula más de 75.000 casos y 1.000 muertes.
Estas cifras son fruto de tres nudos que atenazan la respuesta de EEUU a la crisis: la confusión de sus autoridades, el transcurso del ciclo electoral y la respuesta económica ante la pandemia. En teoría, el último de estos tres problemas está mejor encauzado que el resto. La Reserva Federal anunció a mediados de mes líneas de crédito de hasta 1,5 billones de dólares para garantizar la liquidez del sector financiero estadounidense y el sistema monetario internacional. Confirma así una ampliación del papel activista que el banco central estadounidense adoptó para hacer frente a la crisis de 2008.
En el frente fiscal, el Congreso aprobó el 26 un plan de estímulo de 2,2 billones de dólares, que incluye transferencias directas de hasta 1.200 dólares por persona para garantizar la solvencia durante el confinamiento. Sobre el papel, el volumen de esta respuesta sorprende –especialmente en comparación con el plan de estímulos que aprobó Barack Obama en 2009, cuyo importe ascendía a 800.000 millones de dólares. En la práctica, no obstante, parece insuficiente para detener la devastación económica que causará la crisis. Como señalan los economistas Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, gran parte de los fondos se destinarán a cubrir y aumentar prestaciones por desempleo en vez de cubrir puestos de trabajo existentes, como han hecho la mayor parte de los países europeos. Por eso se ha generado ya una oleada de despidos sin precedentes en la historia económica del país. Según la Fed, el desempleo podría ascender al 32% de la fuerza laboral: siete puntos más que el punto álgido durante la Gran Depresión.
Personas que declaran que han perdido el trabajo en Estados Unidos en los últimos cincuenta años (gráfico del @FT) pic.twitter.com/4kTQsAUedk
— Ramón González Férriz (@gonzalezferriz) March 26, 2020
Esta crisis laboral agrava la emergencia sanitaria. Para más de la mitad de la población, la cobertura sanitaria está vinculada al empleo, de modo que la crisis deja a millones de estadounidenses a la intemperie. Salvo excepciones como Medicare (cobertura sanitaria pública para ancianos), Medicaid (asistencia básica para niños y personas de bajos ingresos) y Veteran Affairs (veteranos de guerra), el sistema sanitario estadounidense depende principalmente de aseguradoras privadas. Según Saez y Zucman, el precio de un seguro privado estando en paro oscila entre los 12.000 y 20.000 dólares anuales. Para quienes no cuentan con seguro médico –unos 27 millones de personas–, la hospitalización y tratamiento del coronavirus pueden costar decenas de miles de dólares. La Fed señala que el 40% de los estadounidenses no son capaces de reunir 400 dólares para hacer frente a un gasto inesperado.
Ante la magnitud del problema, el plan de choque se queda en un parche. Además, algunas de las medidas que contempla –como los 500.000 millones de dólares para rescatar a compañías en apuros– abren la puerta a un uso nepotista por parte del presidente. La actual crisis ya se ha revelado como una oportunidad para que gobiernos de derecha radical, como el húngaro, consoliden su poder a expensas de la democracia. Pero Trump no es Viktor Orbán: queda por ver si su característica indisciplina le permite explotar una coyuntura así.
Esta disposición confusa y deslavazada tampoco ayuda a entender qué es lo que persigue Trump. Dedicó la primera mitad de marzo a denostar el coronavirus como un bulo. Reaccionó tarde y mal, tomando medidas preventivas que pretendía suspender lo antes posible –del 11 de abril en adelante, para no ralentizar el crecimiento económico. El 31 de marzo, rectificó y asumió la gravedad de la pandemia, prolongando el distanciamiento social hasta el 30 de abril. Según The New York Times, este cambio de opinión vino motivado tanto por el impacto potencial del coronavirus como por la noción de que combatirlo activamente proporciona réditos frente a la opinión pública. De momento, no obstante, la única figura del ejecutivo respetada por el conjunto del país es el inmunólogo Anthony Fauci, que desde 1984 dirige el Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas.
Incomparecencia política en temporada electoral
El resto de la clase política estadounidense tampoco está saliendo indemne. En el Congreso, la mayoría demócrata, dirigida por Nancy Pelosi, estuvo cerca de permitir que los republicanos les adelantasen proponiendo medidas para atajar a la crisis. El centroizquierda se encontraba ante un dilema: diseñar respuestas ambiciosas beneficiaría a Trump de cara a las elecciones presidenciales de noviembre. Los gobiernos estatales, responsables del día a día en la respuesta a la crisis, están actuando de manera dispar: Texas y Florida –con gobernadores republicanos– apenas han reaccionado; Estados demócratas y más afectados por la crisis, como California y Nueva York, han tomado medidas de confinamiento, si bien son más laxas que las del este de Asia o el sur de Europa.
El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, se ha convertido en el rostro público del combate contra el virus. Su gestión actual se ve ensombrecida por un estilo ortodoxo (en enero, continuaban insistiendo en recortar el gasto público en sanidad para cuadrar las cuentas). Pero las comparecencias televisadas diarias y un perfil activista han disparado la valoración del político de Queens, distrito neoyorquino del que provienen tanto Trump como el padre de Cuomo, Mario, que gobernó el Estado entre 1983 y 1994. Todo ello ha desatado la especulación en torno a una candidatura presidencial de Cuomo.
Esta idea también es consecuencia del tercer nudo: el proceso de primarias del Partido Demócrata, ahora inconcluso, en las que se tenía que elegir un candidato para disputar la Casa Blanca en noviembre. Aunque los comicios restantes se han pospuesto a junio –la última ronda se celebró el 17 de marzo–, Joe Biden parece consolidado como claro favorito. Biden es un candidato débil, como muestra su avanzada edad e incapacidad para expresarse con claridad (que, junto al virus, lo mantienen recluido en su casa de Delaware, transformada en un estudio televisivo). Tras mentir recurrentemente sobre su apoyo a la guerra de Irak y la desregulación financiera, lastrado por un nuevo caso de acoso y agresión sexual, el ex vicepresidente de Obama parece una versión descafeinada de Trump: algo menos mentiroso y misógino. ¿Es esto lo mejor que puede ofrecer un partido que acumula cuatro años de condenas altisonantes al carácter moral del actual presidente? Paradójicamente, el principal derrotado en las primarias, Bernie Sanders, es un socialdemócrata cuyas propuestas se han vuelto indispensables en el momento actual.
Es pronto para determinar qué sucederá a finales de 2020. De aquí a noviembre queda espacio para más vueltas de campana. Una cosa parece clara: cuando termine este intervalo excepcional, la realidad presentará un aterrizaje difícil para EEUU. El fracaso conteniendo el virus no es monopolio de Trump. Es un reflejo de las limitaciones de un modelo social, económico y político al que el Covid-19 ha desguazado sin consideración.