Cuando lo impensable ocurre, se convierte en lo que da que pensar.
Reyes Mate
A punto de celebrarse la segunda vuelta de las elecciones en Perú, podríamos analizar el contexto literario peruano como un perfecto trasunto del panorama político. Tras una campaña electoral en la que el fujimorismo como “escuela política” ha sido un motivo central de debate y, al mismo tiempo, la reivindicación de la memoria se esgrime, por fin, como espacio legítimo, merece la pena analizar tres textos literarios recientes (dos libros de memorias y una novela) que suponen la salida del mutismo o la autocensura que marcaron las últimas décadas.
Si las palabras y el silencio han sido siempre herramientas eminentemente políticas, asistimos por fin a la resemantización de algunos conceptos centrales en el espacio ideológico peruano. Así, presentamos aquí tres visiones desde el margen, tres visiones posthegemónicas: la de la mujer, la del indígena, la del niño. Complejas y ambiciosas, las tres evitan el ocultamiento y alzan su voz sobre la oficialidad política y el miedo social. Las tres enuncian aquello que antes “no tenía nombre”. Porque la impunidad mata dos veces y la recuperación del lenguaje, o al menos el debate en igualdad de condiciones sobre ese lenguaje, parecen las únicas maneras de construir un futuro de reparación a las víctimas. Como señala el politólogo Manuel Alcántara, “quien gana construye el relato predominante”. El trabajo de descolonización de ese lenguaje es muy complejo y muy lento. Estos tres libros tratan de llevarlo a cabo, en un contexto en el que la literatura puede ser ya un territorio de resistencia, de recuperación. Es la dicotomía que señala Gustavo Gorriti entre “la amnesia consciente y la lucidez con consecuencias”.
El libro de Lurgio Gavilán, Memorias de un soldado desconocido, cuenta la historia del autor, un joven indígena ayacuchano que pierde a su madre y se une a Sendero Luminoso, con 12 años, para seguir a su hermano mayor. A los 14 es apresado por el ejército en una emboscada en la que todo su destacamento muere. El teniente de la patrulla lo salva milagrosamente y lo manda a la escuela. Se une al ejército en el que permanece siete años hasta que lo abandona para hacerse franciscano, tras descubrir su vocación religiosa y de servicio. Más tarde cuelga los hábitos para estudiar la carrera de Antropología (donde ha sido discípulo de Carlos Iván Degregori). Acaba de terminar su tesis doctoral en México, donde vive desde hace cinco años gracias a una beca de la Fundación Ford.
El libro ha causado gran revuelo en Perú porque es la primera vez que se narra la violencia desde dentro y desde los dos bandos en liza, de manera descarnada pero, a la vez, con un punto de vista que trata de no juzgar y de no ser maniqueo. Sin embargo, es también un libro muy crítico con el poder, con la estirpe de políticos peruanos oligárquicos y ventajistas: “Nuestros gobernantes inventaron las constituciones para legitimar poderes fácticos –invirtiendo tras las normas y el aparato jurídico el lenguaje que nos nuestra cada vez más otra realidad– entonces tales constituciones políticas no fueron cartas de derechos sino modelos para estructurar el Estado”.
A la solidez del planteamiento ideológico se une un lenguaje poético que entronca con la cosmovisión de los pueblos originarios y que destaca el afán de supervivencia de su protagonista a través de un vínculo profundo con la tierra y con los valores esenciales del ser humano. Hay permanentes inclusiones del quechua y fusiones gramaticales en tono y estructura, con oraciones híbridas como: “Antes, en la comunidad de Guindas habíamos pasado la vida” y fragmentos de emocionante calado poético: “Todo era silencio. Era una noche clara. La vela pegada en la pared alumbraba el rostro de los guerrilleros; mientras la luz tenue de la luna aparecía por la puerta dando al cuarto una extraña iluminación”. El libro impresiona por su valentía y por su simplicidad. No deja de ser irónico, y muy posmoderno, que vaya a ser llevado al cine con guión de Mario Vargas Llosa.
La visión de José Carlos Agüero, historiador y poeta, en Los rendidos. Sobre el don de perdonar es igualmente esclarecedora y valiente, quizá también más compleja. Narra su peripecia vital como hijo de senderistas asesinados extrajudicialmente. Formó parte de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (punto de inflexión en la asunción de la memoria como herramienta para construir el futuro), con la que se fue a Ayacucho para entrevistar a las víctimas de la violencia y pudo reconciliarse con el dolor causado por sus padres y la dureza de su infancia: “Los hijos no pueden heredar la culpa de los padres. No es justo. Pero sí la heredan. La culpa es compleja, tiene formas y se adapta porque las comunidades necesitan culpables”; “Los hijos de terroristas no tienen derecho a grandes manifestaciones de duelo. Todo, incluso la muerte, es parte de un secreto transparente y vulgar”. Es un libro imprescindible para entender la complejidad de las múltiples derivadas emocionales que deja un conflicto como el peruano. Con lucidez y mucha honestidad, sin rasgo alguno de ingenuidad, Agüero se adentra en los dilemas morales del posconflicto, en las preguntas incómodas, en su propio papel de testigo y de heredero. Se interroga sobre su grado de complicidad, su extrañamiento y analiza las decisiones políticas que deberían ser tomadas en el debate de “lo que es justo” y “lo que debe ser recordado”. Se pregunta, por ejemplo, si “¿Sentir alivio por la muerte de mi madre y luego culpa por sentir ese alivio es un asunto solo personal, mío, intimo, psicológico? ¿Es un tema que no tiene relación alguna con las cosas públicas? El protagonista se pregunta también si “¿Haber pecado vuelve asqueroso al pecador, lo aparta del mundo de los humanos? ¿De qué elite de humanos puros?”.
Agüero pone sobre la mesa la tensión central que estructura el país entero entre la memoria y la amnesia. Hay episodios sobrecogedores en este libro que cuestionan las “verdades oficiales” y las categorías morales preestablecidas y que han silenciado a una buena parte de los damnificados. El autor hace una profunda reflexión sobre la resemantización de las palabras, por ejemplo, el adjetivo “terruco/a”, de plena vigencia por su utilización como mantra por la derecha para deslegitimar cualquier movimiento ideológico que hable de memoria, de activismo o de medio ambiente (así, por ejemplo, Verónica Mendoza y Máxima Acuña son “terrucas”). En esta permanente reflexión sobre el lenguaje, afirma: “Palabras. Van y vienen. Finalmente, dejarán de significar algo. Y se olvidarán. Eso hace que me disculpe a mí mismo. Me dije entonces. No volveré a pedir perdón. Ahora estoy rompiendo esa promesa. Pero este perdón es un derecho. No una humillación”.
La sangre de la aurora, la aclamada novela de Claudia Salazar, narra la violencia desde la mirada de tres mujeres: la senderista, la indígena, la limeña de clase alta. Ya el comienzo de la novela es brillante, con una cita “feminista” de Marx, hallazgo que anuncia el tono cuestionador que recorre la obra. La tesis central pasa por igualar a las tres mujeres en su sufrimiento, de tal manera que hay una escena fundamental: la de la violación que padecen las tres de manera muy similar. La crudeza de la escena es patente: “Pero esta vez no logaras sacar al pequeño Abel fuera de la casa. Te faltó tiempo. Tu hijo ahí en el cuarto, Modesta. Abelito se esconde debajo de su cama, rápido como un cuy. A ellos les importa un carajo tu súplica. Échate nomás que ya sabes. Tranquilita nomás. Encima ya de ti están Modesta. Rezas en los ojos de tu hijo, Modesta. Los ojos de tu hijo. Dos ojos, cinco soldados”. No hay pintoresquismo ni falsa horizontalidad: cada voz está magníficamente individualizada y es coherente y creíble. Hay también mucha ironía sobre las escrituras anteriores del conflicto y sobre los retratos femeninos estandarizados.
La novela profundiza en aspectos que habían sido siempre esquilmados: en el conflicto las mujeres fueron cosificadas permanentemente por todos los poderes. Si para la mujer senderista la militancia aparecía como posibilidad de empoderamiento (eran el 40% de sus militantes y el 50% de los miembros del comité central), acaba, en la mayoría de los casos, como víctima de la violencia sexual y asiste, además, el boicoteo que Sendero Luminoso hace a los movimientos feministas y al trabajo de las mujeres populares (el asesinato de María Elena Moyano es un ejemplo significativo). Las mujeres fueron, tanto para Fujimori como para Abimael Guzmán, parte de un juego de ajedrez. Así reproduce la novela un diálogo entre el líder de Sendero Luminoso y una de sus dirigentes más cercanas: “El fermento femenino será la clave en esta lucha, me dijeron el líder y Fernanda. A más explotación, más fuerza para tomar el fusil. Ahora me tocaba instruirme, que mi cuerpo se discipline y se transforme en un arma revolucionaria. Más fuerza, más belicosidad, nada de maridos, ni cocina, ni hijos”. Así, la reivindicación feminista de Claudia Salazar es valiente en un espacio, el peruano, en el que hay más dimensiones conflictivas: raza, pobreza, idioma, religión, espacio mítico. Sin duda, el discurso feminista en Perú es más difícil de articular que en otros lugares.
Cualquiera de los tres textos asume una mirada que no “folcloriza”, no victimiza y no juzga. Una mirada políticamente incorrecta en un campo ideológico en el que siempre se había propuesto el olvido como solución. Y aclara conceptos fundamentales para entender el Perú contemporáneo: la identidad chola, las formas de violencia simbólica, el racismo omnipresente, la distancia entre costa-sierra-selva, los prejuicios hacia la homosexualidad.
A veces, la ficción explica la realidad mejor que la historia, la ficción es un buen camino para restaurar la memoria y para dar voz a los que no la tuvieron. A veces, un muerto explica miles de muertos. Así, estos tres libros son magníficos ejemplos de cómo lo impensable puede ser contado.