La popularidad de un tema, incluso su cercanía con el tópico, no garantiza su conocimiento. Quienes califican una situación como kafkiana o dantesca no suelen haber leído ni El Proceso ni la Divina Comedia. Algo similar ocurre con la guerra de Vietnam, popularizada sobre todo por el cine y la música, pero cuyo desarrollo, más allá de las Walkirias de Apocalypse Now o los prisioneros atrapados en la jungla de El Cazador, es ignorado por una inmensa mayoría. Muchos desconocen que Vietnam fue colonia de Francia y que la división del país, punto de inicio de la guerra, se realizó bajo su mandato. Y, por supuesto, se olvida que no fue una guerra entre Estados Unidos y Vietnam, sino una guerra civil entre el Vietnam del Norte comunista y el Vietnam del Sur, aliado de Estados Unidos, convertida en una de esas proxy wars tan frecuentes en la guerra fría. Tras la crisis de los misiles, la Unión Soviética y EEUU decidieron dirimir su lucha por la hegemonía en contiendas paralelas, evitando una guerra directa que ocasionaría la destrucción mutua.
De desenredar tal madeja, donde los nudos se solapan unos a otros, se encargan Ken Burns y Lynn Novick, expertos documentalistas, en una obra descomunal, The Vietnam War, de duración total de 1.035 minutos, producida por la televisión pública estadounidense (PBS) en 2017. Entre la multiplicidad de tramas y enfoques, sobresale con claridad el homenaje a los muertos de ambos bandos, a los hombres que, pertenecientes a las clases más humildes, lucharon en una guerra absurda cuyo desenlace se conocía desde su inicio.
Burns y Novick optan por una narración lineal. Empieza con el final de la colonización francesa, cuya vinculación con la guerra fría provocaría la división del país, y termina más allá de la toma de Saigón por el ejército comunista, incluyendo las penurias que sufrió el país tras la guerra y el actual renacer, vinculado con la globalización. El valor máximo de la serie documental es la claridad, el profundo el conocimiento de los hechos y la comprensión de sus conexiones, más allá del lucimiento visual de los creadores. Para conseguirlo, se realiza un doble recorrido: por un lado, mira hacia la narración pura de la contienda, apoyada en el montaje de imágenes de archivo; y por otro, expone testimonios actuales de quienes vivieron, y sufrieron, aquellos años. Es decir, escoge imágenes del pasado y palabras del presente.
Analiza las distintas presidencias estadounidenses y sus gobiernos (destacan las polémicas figuras de Robert McNamara y Henry Kissinger), cuyas decisiones y sus consecuencias generaron una creciente polarización en la sociedad. No se centra solo en quienes protestaron, también en la llamada “mayoría silenciosa”, que apoyaba la guerra incluso en sus momentos más críticos (más por miedo al comunismo que por la propia contienda) y eligió dos veces al tan inteligente como tramposo Richard M. Nixon. Los directores también miran hacia la toma de decisiones políticas del propio Vietnam, incluyendo al gobierno del Norte, del Sur o al Vietcong (cuyas diferencias ideológicas y de criterio con el Norte quedan por fin aclaradas). Pese a tal combinación de enfoques, derivados de la pretensión de crear una obra definitiva, Burns y Novick consiguen que el espectador no se pierda. Gran parte de la responsabilidad del éxito recae en el guión del historiador Geoffrey Ward, que aborda los hechos históricos con herramientas narrativas, evitando la confusión y fortaleciendo el interés.
Siempre habla el mismo narrador, un maduro e impasible Peter Coyote, de quien solo se escucha su voz. Es la única presencia, junto con los entrevistados, que pertenece a nuestros tiempos. El resto son imágenes de archivo. La libertad de prensa fue total y los reporteros podían acercarse hasta el mismísimo fuego, lo que regaló miles de horas de sangre y disparos entre la jungla. El espectador recibe una sobredosis de escaramuzas, de muertos, de protestas y de políticos. La brutalidad de las imágenes fue facilitada por la estrategia de los vietnamitas, que buscaban el combate cuerpo a cuerpo para huir de la superioridad aérea del enemigo.
La saturación de violencia sirve para evidenciar una actitud poshumana. Los vietnamitas, siguiendo con rigor las concepciones comunistas, acumulaban muerto sobre muerto. El individuo no significaba apenas nada para ellos. Los hombres, desde su perspectiva, solo eran herramientas de un fin superior, que implicaba a toda la humanidad. Los estadounidenses, desbordados desde el inicio por la resistencia, mataban sin descanso, apoyándose en una doctrina demente que afirmaba que se conseguirá la victoria cuando el número de muertos vietnamitas fuera tal que no pudieran ser sustituidos. Era inevitable que la contienda se convirtiera en un sinsentido, dominado por el terror e impulsado por un nihilismo atroz. La acumulación de muertos provoca que el espectador dude sobre la vida y la muerte. Sobre si los cadáveres que contempla son o no humanos. Es una técnica de sobreexposición similar a la utilizada por Roberto Bolaño en 2666 cuando aborda los feminicidios, uno tras otro, sin descanso, sin otra progresión narrativa que su reiteración, ocurridos en Ciudad Juárez.
Los testimonios son de periodistas, de activistas antiguerra y, sobre todo, de soldados. Los creadores han querido obviar a celebridades como Jane Fonda o Henry Kissinger, evitando así la desfocalización. Son, salvo el escritor Tim O’Brien, cuya obra posee un papel esencial en el cierre, ilustres desconocidos. Las preguntas previas quedan fuera de campo, solo confrontamos sus palabras, que muestran distintas caras del estrés postraumático y de la confrontación con el horror. Utiliza argumentaciones de una lucidez pasmosa, cuyas repercusiones sobrepasan el ámbito del conflicto y se adentran en el terreno de la filosofía y la psicología. Estas reflexiones de fondo resultan mucho más importantes que las circunstancias, por muy espectaculares que estas sean. Porque las peripecias individuales, sean de la guerra o del movimiento pacifista, son ya conocidas, sobre todo por ficciones destinadas a la pantalla.
Por supuesto no incluye fragmentos de películas, aunque las imágenes de los omnipresentes helicópteros o de las prisiones en la jungla remitan irremediablemente a las joyas de Coppola y Cimino. Huye de la mitificación, pretende el duro descenso a tierra. Nada se deja en el aire, no hay rastro de conspiranoia (ni siquiera en los momentos más propicios, como el incidente del Golfo de Tonkin), juicios morales o análisis psicológicos, que se dejan al criterio del espectador.
Los ganadores no son los pueblos, ni las ideologías. Es la vanidad de individuos que se consideran elegidos del destino. No ven a los muertos que causan y, si lo hicieran, no sentirían la menor empatía porque se les considera un mal menor, incluso necesario. Entre tanta locura brilla el sacrificio de los monjes budistas, piras ardientes que reclamaban la libertad y la democracia de la que disfrutaban los países occidentales que supuestamente les defendían. Son uno de los pocos atisbos de lucidez junto con, por ejemplo, los manifestantes cuáqueros estadounidenses. Ambos grupos reivindicaban la vida contra la masacre, más allá de adscripciones políticas.
Burns y Novick no caen en el habitual complejo frente a los vencedores y muestran el obvio paralelismo entre el supuesto igualitarismo vietnamita y el capitalismo estadounidense en el método de reclutamiento. Las élites de ambos países se libraban gracias a certificados médicos, exenciones universitarias o viajes al extranjero. De hecho, los hijos del líder máximo, Le Duan, partieron a estudiar a la Unión Soviética. La auténtica víctima de la guerra entre las élites fue, como siempre, el más desfavorecido: el campesino vietnamita –carne de cañón, sin derecho alguno– y las minorías raciales norteamericanas.
La lógica de la globalización, ha traído la prosperidad a Vietnam, cuyo PIB crece al ritmo más rápido del mundo. Si vivieran Le Duan y sus salvajes generales, que insistían una y otra vez en ofensivas suicidas, deberían preguntarse si su descomunal desprecio por la vida humana tuvo algún rédito más allá del triunfo de su ego. Los estadounidenses, aunque no disminuya su culpa, lo supieron desde el principio, pero su miedo al comunismo era tan insuperable como sus ansias por liberar stock armamentístico. ¿Era un temor real o ficticio? Nadie puede afirmarlo con certeza. Lo que sí puede constatarse a tenor de las evidencias, grabadas y escritas, es que los americanos nunca creyeron en la guerra, continuaron con la esperanza –mediocre esperanza– de no ser el presidente, el secretario de Estado o el general que la perdiera.
El protagonista de la última escena es el escritor Tim O’Brien, autor del maravilloso libro de relatos Las cosas que llevaban los hombres que lucharon. Sus palabras sobrevuelan los rostros de quienes han brindado testimonio, culminando en un homenaje obvio a los soldados americanos que dieron su vida. Burns cierra con emoción una obra ciclópea, una pieza de arte poco preocupada por la diversión del espectador, una máquina asfixiante, perturbadora, que modifica la conciencia del espectador, no solo respecto de Vietnam, sino de cualquier guerra, incluso sobre la vida misma, su valor y sus prioridades. Todo ello ocurre porque no aparecen apenas juicios morales explícitos. Utiliza el montaje como arma política, tal y como enseñó la vanguardia rusa, permitiendo que el espectador utilice su inteligencia, y sus propios referentes, para llegar a las conclusiones buscadas.