La tumba de Sadam Husein en Tikrit se convirtió en un campo de batalla a principios de marzo, cuando el ejército iraquí, milicias chiíes, tribales suníes y Guardias Revolucionarios iraníes lanzaron una ofensiva contra el Estado Islámico (EI) en la ciudad natal del dictador. Tras dos semanas de enfrentamientos, del mausoleo solo queda un montón de escombros. Lo mismo podrá decirse de Irak tras la batalla. Incluso si las fuerzas del gobierno logran expulsar al EI, cosecharán una victoria tardía, escuálida y pírrica.
El objetivo de la ofensiva en Tikrit era contrarrestar el avance del EI, infligiendo a los islamistas una derrota comparable a la que sufrió el ejército iraquí en Mosul hace nueve meses. Una victoria fulminante hubiese permitido a las fuerzas del gobierno recuperar el norte de Irak. Hace una semana la victoria del ejército, si bien menos abrumadora que su anterior derrota, parecía inevitable.
El 16 de marzo, sin embargo, la ofensiva se detuvo. El gobierno anunció una pausa para facilitar la evacuación de civiles, pero Tikrit a estas alturas es una ciudad fantasma. Al mismo tiempo, el ministerio de Defensa exigió a la coalición liderada por Estados Unidos que proporcionase apoyo aéreo, bombardeando posiciones del EI en el centro de la localidad.
Incluso si retoman Tikrit, las fuerzas del gobierno se hallarán ante una trampa mortal. El EI ha sembrado sus posiciones con miles de artefactos explosivos improvisados (IED). Los cálculos más conservadores hablan de 10.000 IED en la ciudad, aunque la cifra podría llegar a 180.000.
Más allá de las consideraciones militares, es difícil no ver en Tikrit un símbolo de las tensiones sectarias que desgarran Irak. El EI, a pesar de su brutalidad, ofrece algo parecido a un modelo de ciudadanía para muchos suníes, radicalizados tras la caída de Husein y la sucesión de gobiernos chiíes que con frecuencia han resultado igual de represivos. El Estado iraquí, por su parte, se ve deslegitimado por su sesgo sectario. El ejército está cada vez más integrado con las milicias chiíes, que acumulan un largo historial de abusos de derechos humanos. El 11 de marzo, la universidad de al-Azhar, principal referencia intelectual del mundo suní, emitió una fatwa contra las milicias chiíes.
Esta dinámica refuerza la influencia de Irán en Irak. Desde el verano de 2014, la Guardia Revolucionaria mantiene fuerzas en Irak bajo las órdenes del influyente Qasem Soleimani. Según una fuente anónima del gobierno iraquí, Teherán ha vendido a Bagdad armamento por valor de 10.000 millones de dólares. Incluso el avance de los peshmergas kurdos, que han logrado una serie de victorias contra el EI en el norte de Irak, presenta problemas considerables a largo plazo. Cuanto más contribuyan a la lucha contra el EI, más difícil le será al gobierno negar la independencia de Kurdistán tan pronto como acabe la crisis actual.
Bagdad ha magullado al EI, pero no ha obtenido la victoria aplastante que necesitaba para demostrar que puede reafirmar su control sobre el país. Es difícil imaginar al gobierno derrotando militarmente al EI sin inflamar la violencia sectaria en Irak hasta un punto de no retorno, impidiendo la reunificación del país. Tikrit no será la tumba del fanatismo, pero tal vez sea la del Estado iraquí.