Un estadounidense negro comete una infracción menor. Aparece la policía municipal. Uno de sus agentes, con un amplio historial de agresiones racistas a sus espaldas, comienza a estrangularle. El hombre alza una mano al cielo mientras repite tres palabras: “no puedo respirar”. Al final muere asfixiado, pero un testigo graba la escena con su móvil. Esa muerte y esas tres palabras incendian el país y detonan un movimiento de protesta.
No es mayo de 2020 en Minneapolis, sino julio de 2014 en Nueva York. No muere George Floyd, sino Eric Garner. El inquilino de la Casa Blanca es Barack Obama, no un pirómano que vierte queroseno sobre las llamas. Ante una sucesión de muertes por brutalidad policial –tras Garner vendrán Michael Brown (18 años), Tamir Rice (12) y Philando Castile (como Floyd, en el Estado de Minnesota)–, el primer presidente negro de Estados Unidos recurre a discursos sentidos. Reconoce el dolor causado y exhorta a la calma, pero nada cambia.
De aquellos polvos vienen estos estos lodos. La explosión que EEUU presencia hoy comenzó a gestarse hace seis años. Pero tampoco aquella fue la primera vez que la minoría afroamericana (12% de la población estadounidense, 33% de sus reclusos) se alzó contra un racismo institucional que tiene otras manifestaciones –discriminación económica, menosprecio cultural–, pero cuyo perpetuador más claro es la policía. Como explica la profesora de Princeton Keeanga-Yamahtta Taylor en un ensayo excelente, las revueltas actuales encuentran múltiples precedentes a lo largo del siglo XX.
En casi todas ellas, la dimensión socio-económica del problema se ningunea de manera deliberada. Cuando la Comisión McCone analizó las causas tras las revueltas en un barrio de Los Ángeles –1965, 34 muertos, 3.500 arrestos–, señaló cuestiones muy concretas: discriminación en el mercado de vivienda, poca infraestructura educativa y de transporte, nulas oportunidades laborales. Un polvorín en el que los abusos policiales prendieron la mecha. ¿La solución del informe, debidamente ignorada? Programas de alfabetización y educación infantil, alquileres e hipotecas accesibles, inversión en servicios sanitarios, mejor transporte público y políticas activas de empleo. Otro detalle, señala Taylor, es que las protestas han estado cada vez menos circunscritas a las comunidades negras. De nuevo Los Ángeles: en las revueltas de 1992, el 51% de los arrestados fueron hispanos.
No siempre ha sido así. La historia de EEUU encuentra etapas en las que parece capaz de trascender su herencia. Es el caso de la llamada Reconstrucción (1865-1877) que sobrevino a la guerra civil y fue aplastada cuando los supremacistas blancos retomaron el control del sur. También la década de los 60, en la que el gobierno federal buscó aplacar al movimiento por los derechos civiles mediante programas económicos contra la pobreza negra, comenzó a esbozar lo que podría ser un país dispuesto a rectificar los crímenes del pasado. En esas ocasiones brilla la idea de redención que se asume como mito fundacional de un país donde, en palabras de Martin Luther King, “el arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia”. ¿Qué ha cambiado desde entonces?
Dos soberanías
Para responder a esta pregunta es útil volver a un ensayo clásico del historiador, filólogo y mentor de Michel Foucault, Georges Dumézil (1898-1986). En la representación de dos deidades hinduistas, Dumézil encontró la forma de expresar dos rostros de la soberanía estatal. Las deidades eran Mitra y Varuna, que corresponden –respectivamente y a trazos gruesos– con un orden protector y una fuerza que se impone. Se trata de arquetipos comunes a diferentes culturas, también presentes en la mitología grecolatina. En la génesis de Roma, por ejemplo, la figura de Rómulo es un Varuna autocrático y violento frente al Mitra de Numa Pompilio, legislador sabio y contenido.
Las turbulencias económicas y políticas que sacudieron a EEUU en los años 70 transformaron la relación del poder público con su sociedad. Un nuevo paradigma sustituyó al consenso forjado en la posguerra, de modo que el pleno empleo y la protección social dieron paso a la autoridad del mercado autorregulado. Siguiendo a Dumézil, podemos decir que a Mitra lo reemplazó Varuna. Suele presentarse como responsable de este giro al republicano Ronald Reagan, pero lo cierto es que dos demócratas –Jimmy Carter y Bill Clinton– anticiparon y profundizaron su viraje hacia el libre mercado. En cuanto al uso del racismo para consolidar al electorado blanco en el Partido Republicano, el artífice fue Richard Nixon y su estrategia sureña.
El problema es que amplios sectores de la población no quieren ver la protección social desmantelada. Por eso un proyecto así se convierte en una utopía austera, que en democracia requiere persuasión y coerción a partes iguales. La persuasión consistió en recurrir a los mercados financieros: ahogar el descontento económico con créditos e hipotecas. La coerción recayó sobre comunidades fáciles de estigmatizar: especialmente negros (por vagos) e hispanos (por indocumentados), pero también sobre blancos pobres (por retrógrados).
En retrospectiva, llama la atención cómo cada paso en el proceso de desregulación económica vino acompañado de refuerzos a la coerción estatal, casi siempre frente a comunidades negras e hispanas. A las rebajas de impuestos de Reagan le siguió una intensificación de la “guerra contra las drogas”. El intento de Clinton por “terminar con el Estado del bienestar tal y como lo conocemos” coincidió con una reforma draconiana del código penal. Con George W. Bush, otra tanda de rebajas fiscales se realizó en paralelo a la securitización impuesta tras el 11 de septiembre, con cuerpos policiales que emplean el material bélico excedente de Afganistán e Irak. En el medio siglo que separa 1970 de 2020, Varuna desterró a Mitra.
US government spending on police, prison & law courts
vs. spending on cash (and quasi-cash) welfare, 1970-2018 pic.twitter.com/fBUaTKB31i— Gabriel Zucman (@gabriel_zucman) June 1, 2020
Desde el desplome financiero en 2008, no obstante, esta agenda se ha vuelto difícil de sostener. El comodín del crédito para apuntalar a la clase media ha resultado ser insostenible. La recuperación sobre la que presidió Obama apenas enmascaró que la desigualdad económica desgarra a EEUU. A finales de su presidencia, Anne Price y Angus Deaton (Premio Nobel de Economía en 2015) mostraban un aumento alarmante de la mortalidad en la América blanca y rural. Atribuían ese ascenso al abuso de opiáceos y lo comparaban con el impacto que en su día tuvo el sida.
La presidencia de Donald Trump y el impacto del Covid-19 –especialmente pronunciado en comunidades negras– están terminando de desguazar este modelo socio-económico. No se trata solo de la ineptitud del presidente, sino de que la propia economía estadounidense, desprovista de la función estabilizadora que proveen los Estados del bienestar modernos, se ha revelado incapaz de aguantar dos meses de confinamiento. Que estos disturbios no son simplemente otra revuelta de la comunidad negra lo muestran sus sorprendentes índices de apoyo, incluso tras producirse saqueos. Trump no puede jugar la carta de Obama –inacción y buenas palabras–, pero tal vez tampoco la de Nixon.
Una mayoría de estadounidenses apoya las protestas recientes, según la mayoría de sondeos. Fuente: Morning Consult.
A medida que la policía deja de emplear métodos brutales y el Pentágono rechaza reprimirlas, las manifestaciones se han vuelto más pacíficas. Pero también más concurridas. La propuesta de retirar la financiación a los departamentos de policía municipal –entre los pocos servicios públicos cuyos presupuestos no se han visto recortados por la pandemia, y cuyos sindicatos ejercen una presión inaceptable sobre sus propios alcaldes– gana fuerza. La ciudad de Minneapolis ha optado por aceptar estas demandas, si bien la Casa Blanca no muestra interés por ellas. Tampoco los dirigentes del Partido Demócrata, quienes, a diferencia de Trump, dependen del apoyo afroamericano para ganar las elecciones presidenciales de noviembre.
Llegados a este punto, condenar la violencia en las calles es un gesto hueco, como insultar a un volcán el día que por fin erupciona. La cuestión a medio plazo es si estas protestas serán capaces de evitar tanto el maximalismo como la cooptación a la que fue sometido el movimiento Black Lives Matter. Si de esta experiencia saldrá un movimiento organizado, capaz de superar el espontaneísmo y obtener victorias institucionales donde otros intentos de transformar el país han fracasado. De ello depende que EEUU abandone una senda que pesa como una losa y asfixia a gran parte de su población.
La Temática Varuna… no me dice nada es muy sui generis por decir algo, no orienta, sino malinterpreta los códigos de la realidad histórica de la población negra en los Estados Unidos. Y para ello hay que transcender en el ideal, luchas y conquistas -por cierto muy pírricas- de la etnia negra norteamericana en concreto y tal vez fuera de sus fronteras allende el océano. Y en relación, con los gobernantes de turno en la Casa Blanca de Estados Unidos, y durante toda su Historia Nacional, les ha sido imposible encontrar el santo grial de la solución y más bien buscan es la «solución final» como en las noches nefastas del nazismo. No miremos que capacidad de empoderamiento tienen las marchas, sino el ¿Qué Hacer? ante la política miope de un gobierno incapaz de enderezar el rumbo de la Vida, Derechos Humanos y Dignidad de la Nación Negra de los Estados Unidos que fue salvajemente llevada en barcos negreros desde el África hasta América.