El “relato” es, según moda vigente en el vocabulario actual, una fabricación construida a partir de ciertos hechos reales y algunas medias verdades, con el propósito de favorecer determinados intereses a los que resulta útil contar con tal versión de los hechos. Lo ocurrido en relación con el intento de vacar al presidente de Perú, Martín Vizcarra, ilustra, de manera inmejorable, la competencia entre relatos.
El 10 de septiembre, el congresista Édgar Alarcón –que tiene seis procesos abiertos en el ministerio Público, uno de ellos por peculado y otro por enriquecimiento ilícito durante su gestión en la Contraloría General de la República– presentó ante el Congreso varios audios en los que Vizcarra discute con sus colaboradores sobre el caso de Richard Cisneros, sujeto que según la Contraloría fue contratado de modo irregular en varias ocasiones por el ministerio de Cultura. De los audios pueden deducirse dos puntos. El primero es que el presidente mintió públicamente cuando aseguró en torno a Cisneros: “A él lo conozco de la campaña y ¿qué relación tengo con él? ¡Ninguna! No he recomendado a él ni a ninguna persona a cargo público”. El segundo es que, producido el escándalo, Vizcarra trató de que su personal de confianza diera a la fiscalía una versión en la que se disminuyera el número de visitas de Cisneros al palacio presidencial y se difuminara el hecho de que tales visitas se dirigían a entrevistarse con el presidente.
Torneo de relatos
En torno a esos hechos surge el primer relato. Vizcarra ha mentido, mantiene una relación oscura con Cisneros y ha tratado de obstaculizar una investigación del ministerio Público en torno a las contrataciones irregulares que beneficiaron al personaje. En consecuencia, deducían quienes promovieron esta versión, Vizcarra ha incurrido en una causal de vacancia prevista en el art. 113.2 de la Constitución, que sanciona la “permanente incapacidad moral […] declarada por el Congreso”. Presentada la moción de vacancia el 11 de septiembre, el Congreso la admitió por 65 votos a favor, 36 en contra y 24 abstenciones. En paralelo, el relato era alimentado por las declaraciones del ridículo personaje que es Cisneros, venía a ser sazonado por la revelación de nuevos audios y resultaba potenciado por audaces comentarios insinuantes, incluso de índole sexual, en la prensa contraria al gobierno.
En torno a los mismos hechos aparece entonces un segundo relato. Estaríamos ante una gran conspiración para desplazar a Vizcarra de la presidencia, debido a que es un abanderado de la lucha anticorrupción. Se sugiere que los audios se han editado, que el interés del denunciante Alarcón es librarse de los procesos judiciales a los que se enfrenta y, finalmente, que la persona utilizada para grabar los audios, la asistente Karen Roca, actúa por despecho o por rencillas de oficina. Esta versión resultó tonificada cuando apareció la revelación de que el presidente del Congreso, Manuel Merino –a quien correspondería sustituir a Vizcarra en la presidencia si este fuera vacado–, se había dirigido telefónicamente a los comandantes de las fuerzas armadas. El dato aparece con un título connotativo –“Tocando la puerta de los cuarteles”–, que en el léxico nacional significa buscar apoyo militar para dar un golpe de Estado. No obstante, en la información –que evidentemente proviene de fuente oficial– los hechos son distintos. Una llamada de Merino al jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas que este nunca atendió –y, en consecuencia, cuyo propósito no podemos conocer– y una llamada al comandante general de la Marina que en la nota periodística se reseña así: “Merino no tardó en ir al grano. Indicó a Cerdán [comandante de la Marina] que, ‘en el marco de la Constitución’, se iba a llevar a cabo un proceso que podría terminar con la vacancia del presidente de la República y su reemplazo por el propio Merino. Esperaba que el proceso pudiera llevarse a cabo con normalidad”.
Según la nota, allí concluyó la conversación. Era todo lo que se necesitaba para que el segundo relato pasara a hablar de golpe de Estado, se caracterizara como golpista al presidente del Congreso e incluso se planteara, sin asidero jurídico, que se trataba de un delito de sedición. Evidentemente, Merino –que acaso buscaba, no sin sentido, que las fuerzas armadas no intervinieran en el desarrollo del proceso de vacancia que el Congreso seguiría– había cometido un error mayúsculo: dar pie a que este relato le adjudicara la condición de golpista. El efecto buscado fue inmediato: algunos de quienes apoyaron admitir la moción de vacancia y de quienes se habían abstenido marcaron distancia respecto a vacar a Vizcarra.
Derrota de la vacancia, sin ganadores
El Tribunal Constitucional aportó algo de cordura al rechazar, el 17 de septiembre, la medida cautelar solicitada por el gobierno con el objeto de paralizar el procedimiento en el Congreso. El resto de la historia se escenificó al día siguiente. La prensa cercana al presidente hizo creer que él no asistiría al Congreso –lo que hubiera sido un gesto arrogante y despreciativo–, a fin de que los partidarios de la vacancia prepararan argumentos sobre esa ausencia, pero el presidente compareció, estuvo comedido y fue breve. Logró contundencia cuando presentó dos cartas notariales de la exasistente que grabó los audios en las que se retracta de lo que dijo en ellos, y se retiró de la sesión del pleno. Su abogado completó la faena con una intervención en la que pretendió que los hechos investigados, de ser delitos, eran competencia del ministerio Público y no del Congreso, sosteniendo que la moción de vacancia les reconocía la calidad de delitos, lo que no es cierto. Asimismo, reclamó que se objetivara la “incapacidad moral permanente”, como si esa causa de vacancia no fuera un concepto jurídico relativamente indeterminado cuya aplicación queda a cargo del juicio que el Congreso determine sobre consideraciones eminentemente políticas. En fin, el abogado defensor prodigó fuegos de artificio jurídicos para desconcertar a una audiencia poco enterada.
Fuera o no debido a la fuerza que adquirió el segundo relato, afortunadamente la vacancia no prosperó y el país no tendrá que verse –en medio de la crítica situación creada por la pandemia del Covid-19– con un cambio de gobierno que solo hubiera beneficiado a personajes guiados por la ambición. Al fin y al cabo prevaleció algo de sensatez y Vizcarra será juzgado por sus actos al concluir su periodo, el 28 de julio de 2021. Seguramente, pasará entonces a incrementar la lista de expresidentes en manos de la justicia, en la que están Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, y en la que estuvo Alan García.
De momento, el país es el gran perdedor luego de lo ocurrido. Las instituciones han dado un espectáculo penoso. El presidente, que estuvo dispuesto a lo que fuera para ocultar no se sabe bien qué acerca de su relación con un personaje insignificante. El Congreso, que estuvo dispuesto a vacar al presidente no en vista de una causal de envergadura sino en razón de apetitos personales cifrados en una posible postergación de las elecciones y, en consecuencia, una prórroga de mandatos parlamentarios. Los medios de comunicación, que fueron convertidos en vehículos de relatos tramposos a favor de intereses de grupo. Y los ciudadanos que expresan opinión, alineados a favor o en contra sin escuchar argumentos, dispuestos a aniquilar al adversario, como si de una guerra se tratase. Y en las guerras, ya se sabe, la verdad es la primera víctima.
Quien crea que alguien ganó de este episodio se equivoca. Todos los peruanos hemos perdido.