Con las relaciones entre la Unión Europea y América Latina y el Caribe, ocurre como con esas ecuaciones algebraicas que ofrecen una solución redonda y clara porque, separadas por el signo igual, expresan dos realidades integradas por diferentes valores, con elementos conocidos y desconocidos (incógnitas). Lo que, en términos geopolíticos, se conoce como win-win, en la que todos ganan. Puestos a describir las razones que originan esas relaciones y los beneficios que producen a unos y a otros, somos tan rotundos como reiterativos.
Sin necesidad de alejarse en la historia, lo que a su vez abre controversias inconvenientes, nuestra realidad social es concluyente, Más de seis millones de europeos viven en ALyC y más de siete millones de latinoamericanos viven actualmente en Europa (podrían ser diez en pocos años), Los espacios culturales, educativos y culturales asociados a dos idiomas comunes son cada vez más prolíficos, y las oportunidades que se abren cada día en esos sectores son más notables. Basta ver nuestras universidades y nuestros cursos postgrados, las editoriales, la industria audiovisual, etc… aunque todas esas manifestaciones tengan, más bien, una clara impronta iberoamericana.
Aludimos también al enorme stock de capital invertido en América Latina y el Caribe y en consecuencia a los intereses, legítimos, en su protección y desarrollo. Inversiones que han sido importantísimas en la modernización económica de la mayoría de los países latinoamericanos. Infraestructuras de comunicaciones, telefonía, energía, conectividad telemática, bancarización, digitalización y otros muchos sectores económicos, imprescindibles para competir en el siglo XXI, se modernizaron en la primera década de este siglo a través de la enorme inversión económica de muchísimas empresas europeas, muchas de ellas españolas. Hoy, esa realidad inversora es también de doble vuelta, porque muchas empresas transnacionales de América, llamadas multilatinas, están invirtiendo en Europa, un mercado muy atractivo por su unidad y alta capacidad de compra, principalmente a través de España.
En términos más retóricos, repetimos que América Latina y Europa compartimos grandes causas comunes de la organización internacional, de la institucionalidad supranacional de paz y de desarrollo y de la gobernanza económica de un mundo globalizado en producción, comercio y finanzas. Este es un argumento clásico, porque siempre hemos situado a América Latina y el Caribe en el hemisferio occidental en el que las libertades, la democracia, los derechos humanos y la dignidad laboral se enmarcan en economías de mercado, configurando así lo que llamamos el Estado Social y de Derecho.
Pero lo cierto es que este último argumento de la ecuación lleva ya algunos años dando muestras de su debilidad y expresando demasiadas contradicciones. Ya no se trata solo de la excepción cubana y de su tradicional influencia en la política exterior latinoamericana. Ahora hay que añadir dos países que avanzan en su totalitarismo de izquierdas, Venezuela y Nicaragua, configurando un marco de absoluta dependencia geopolítica del otro polo antioccidental.
Brasil nunca ha mostrado demasiado apego por la integración latinoamericana y se ubica en un espacio difuso respecto a los bloques multipolares. Lula está comprometido con los países que integran los BRICS y quiere jugar un papel internacional propio, sin dependencias regionales que limiten su libertad de movimientos en política internacional. Bolivia es un país en una grave crisis interior, pero en términos internacionales está en tierra de nadie, porque sus principios fundacionales son deudores de un indigenismo y una concepción etno-democrática bien singular. El Salvador ha roto con principios democráticos y con el garantismo procesal penal en base a su eficiencia represiva, pero su ciudadanía parece conforme con esas vulneraciones tan básicas de los Derechos Humanos. Por último, Argentina, de cuya democracia no se puede dudar pero que pretende convertirse en la representación de Trump en América Latina, en todas sus teorías negacionistas y antidemocráticas.
La pregunta que surge es evidente: ¿es posible que Europa construya posiciones comunes con esta heterogénea y en muchos casos antagónica realidad? Es más, ¿cabe decir, antes de pretender acordar nada, que América Latina y el Caribe tienen posiciones comunes en la mayoría de los temas que el tablero internacional nos plantea cada día?
De hecho, la invasión rusa y la guerra en Ucrania ya provocaron varias resoluciones en Naciones Unidas en las que Europa comprobó su incapacidad para obtener el apoyo latinoamericano. En otras mesas y cuestiones internacionales la situación es parecida.
En la cumbre UE-CELAC de julio de 2023, se acordó establecer un órgano de diálogo permanente para examinar asuntos de ámbito internacional en los que fuera posible un consenso, con el objetivo de aproximar los respectivos puntos de vista en las instituciones internacionales. ¿Resultado? Ninguno. CELAC no tiene ni capacidad ni legitimidad para aglutinar las respectivas posiciones nacionales de sus miembros y aunque las tuviera, le resultaría dificilísimo hacerlo, por no decir imposible.
De manera que, aquella asociación estratégica que nació en 1999 en Río, en la primera cumbre UE- América Latina y Caribe y que ha producido notables beneficios, sobre todo en la primera década de este siglo para ambas partes, hoy se mueve en un terreno mucho más farragoso y complejo en el plano político.
En el espacio económico y comercial, tenemos acuerdos de asociación y comercio con Centroamérica, con la Comunidad Andina y con Chile, afortunadamente recién actualizado, pero estamos pendientes de acordar la modernización del acuerdo en México y de la ratificación por el Consejo y el Parlamento europeos del acuerdo UE-MERCOSUR firmado en Montevideo en los primeros días de diciembre. Y, desgraciadamente, todos sabemos las dificultades con las que nos encontraremos en esa tarea. Sin estos dos acuerdos, Europa está seriamente disminuida en sus capacidades de inversión y de exportación a las dos grandes economías de América Latina.
A su vez, China se ha hecho presente en América Latina con una fuerza enorme y una estrategia muy bien diseñada. En los últimos diez años, sus inversiones no han dejado de crecer, así como su comercio import-export con la mayoría de los países latinoamericanos. Su iniciativa del cinturón y la ruta de la seda (Belt and Silk Road Initiave-BRI) pretende dominar la mayoría de las rutas comerciales y asegurarse el control de los puntos logísticos de las comunicaciones. Sus inversiones en sectores estratégicos de las economías del siglo XXI (infraestructuras físicas y tecnológicas, energía, conectividad digital, minería, etc.) facilitan la instalación y la expansión de otras actividades económicas. Todo ello, unido a la financiación de sus ofertas de inversión y de las deudas públicas de muchos países, le proporciona una enorme influencia política y económica en la región.
El comercio de América Latina con China creció a una tasa media anual del 31% en los primeros años de este siglo, hasta alcanzar un volumen cercano a los quinientos mil millones de dólares, convirtiendo así a la República Popular China en el primer socio comercial de América del Sur. También las cifras de inversiones y créditos de China en América Latina fueron extraordinarias en la segunda década de este siglo, a una media de catorce mil millones de dólares por año.
Su ventaja competitiva en los grandes concursos públicos es la financiación con la que acompañan sus ofertas, la tecnología de la que disponen y la unicidad de sus ofertas porque es una única empresa china la que normalmente participa en los concursos. El caso del puerto de Chancay , en Perú, recientemente inaugurado por el presidente chino Xi Jinping y la presidenta peruana Boluarte, es un buen ejemplo.
Estados Unidos también quiere recuperar terreno en América Latina, preocupados por las enormes dependencias que está creando China en su vecindad, pero su programa de inversiones, denominado ”Alianza para la prosperidad económica de las Américas”(APEP), no es tan potente, no sabemos si la nueva administración Trump lo mantendrá, su política en América Latina es inexistente o contradictoria y sufren un problema de reputación corporativa negativa como país.
En ese contexto competitivo, la Unión Europea anunció a bombo y platillo en julio de 2023 una agenda de proyectos Global Gateway para América Latina. La señora Von der Leyen, presidenta de la Comisión, Lula, el presidente de Brasil, y Sánchez, el presidente español y presidente entonces del Consejo, anunciaron un soporte financiero de 45.000 millones de euros a esa agenda.
Pero, ¿qué ocurre con esta magnífica iniciativa? Primero, que no existe todavía una arquitectura financiera para apoyar a las empresas europeas en sus deseos de inversión o en sus ofertas para los concursos públicos en América Latina. Muchas empresas europeas nos están pidiendo conocer esas ayudas para poder diseñar sus proyectos o para, simplemente, interesarse por ellos, y, desgraciadamente, no hay respuestas. Segundo, el nivel de conocimiento de los 130 proyectos de inversión entre las empresas europeas es muy bajo. Tercero, las embajadas de la Unión Europea en América Latina no están todavía comprometidas en ese apoyo a esos proyectos y en la negociación con los gobiernos locales de su posible provisión y ejecución por empresas europeas, mediante alianzas público privadas (APPs) o fórmulas similares. Y, finalmente, en Europa, en general, hay varias empresas capaces de realizar esos proyectos que compiten entre sí, en vez de construir consorcios o uniones temporales. Demasiados “campeones nacionales” y pocos “campeones europeos”.
Todo lo anterior, no hace más que poner en evidencia que España y la Unión Europea deberían de hacer un enorme esfuerzo por recuperar a América Latina en el marco de su política internacional y por reforzar su influencia económica en la región. Al principio de su mandato, el Alto Comisionado para la política exterior europea, Josep Borrell, manifestó que América Latina no estaba en el radar de la política exterior europea. La cumbre UE-CELAC de julio de 2023 fue un salto importantísimo y hay que felicitarse por ello. Pero, realmente, no fue más que un puerto de salida de una ruta que está todavía por realizar. Algunos consejos me parecen oportunos a este propósito.
Primero: La Comisión Europea debería tomar la iniciativa Global Gateway como un gran proyecto estratégico y geopolítico de la Unión. Para ello necesita una autoridad horizontal que coordine las acciones europeas de diversos departamentos al servicio de objetivos comunes (seguridad estratégica, energía, materiales críticos, alianza digital, etcétera) y de esa manera aumentar su influencia exterior y su presencia económica. Para ello, debería desarrollar ofertas europeas en materias cruciales para nuestra seguridad estratégica, de manera que resulten atractivas para los países latinoamericanos. Por ejemplo, la producción de hidrógeno verde en un determinado país, la extracción de litio, con la producción consecuente de baterías, o la producción de energía sostenible en campos marinos. El valor de nuestras ofertas es que contribuimos a “desprimarizar” los recursos naturales mediante nuestro compromiso tecnológico para añadir valor a esos recursos, al tiempo que aseguramos suministros necesarios para nuestra seguridad económica.
Mario Draghi, en su informe, destaca la necesidad de que la Unión desarrolle una auténtica política económica exterior y coordine mejor los acuerdos comerciales preferenciales y las inversiones directas con los países ricos en recursos, la constitución de reservas en determinados ámbitos críticos y la creación de asociaciones industriales para garantizar la cadena de suministro de recursos clave.
Es la misma queja que ha expresado Josep Borrell en sus últimas reflexiones al finalizar su mandato como Alto Representante de la política exterior europea: “la política comercial de la Unión por un lado y su política exterior y de seguridad por otro, es algo totalmente inadecuado para el contexto geopolítico en el que nos encontramos hoy”.
Segundo: Es imprescindible que la agenda Global Gateway se impulse en coordinación con los principales Estados de la Unión y con sus agencias relacionadas para la inversión exterior y para la cooperación. La arquitectura financiera de apoyo a estos proyectos debería contar con ayudas nacionales, tanto de su servicio exterior como de las agencias públicas y de la banca privada, y su formalización reclamará alianzas público-privadas (APPs) con el país en el que se realizan.
Ello supondría un alto grado de coordinación con las autoridades locales y regionales y con las empresas adjudicatarias, en el marco de un compromiso amplio por conseguir que esas inversiones sean generadoras de tecnología y de valor añadido para el país, superando así la vieja y odiosa concepción extractivista de algunas inversiones en épocas anteriores. En definitiva, se trata de que las empresas europeas asuman compromisos con el desarrollo de los países en los que operan y trasladen así las mejores condiciones sociolaborales y medioambientales para los trabajadores y para el país. Esta es la “etiqueta social” que distinguirá a Europa de otros competidores internacionales y que muchos gobiernos y sociedades latinoamericanas reclaman.
Tercero: Otra de las recomendaciones para seguir desarrollando nuestra ecuación es plantearnos una relación más bilateral que Continental, La mayoría de los países latinoamericanos tienen entidad y especificidad suficiente como para que nuestros proyectos de inversión (la agenda Global Gateway) y nuestro marco político interno e internacional, sean tratados país por país. Es más, sólo pueden desarrollarse de esa manera, superando así, esa errónea y a veces despectiva estrategia, de considerar América y Latina y el Caribe como un todo uniforme y común. La fractura política de la región no tiene perspectivas de atenuarse y las dificultades organizativas de su integración están sobradamente experimentadas. La política bilateral es, por todo ello, imprescindible, aunque eso no excluye la consideración regional de algunos proyectos, cuando abarquen varios países o cuando la existencia de entidades regionales (Comunidad Andina, Centroamérica, MERCOSUR) así lo aconseje.
Cuarto: Aunque la Cumbre Iberoamericana de Cuenca no ha contado con la presencia de los jefes de Estado y de Gobierno de los países latinoamericanos, los planos operativos de la SEGIB siguen activos y no conviene poner en cuestión este organismo, que responde a múltiples elementos que identifican la comunidad iberoamericana. Son necesarias, sin embargo, algunas reflexiones sobre su papel y funciones y algunos cambios sobre la metodología y el formato de las cumbres.
No obstante, la ausencia de otros organismos que integren a los países de América Latina aconseja no despreciar su existencia, y lo cierto es que 29 cumbres celebradas, el hecho de que las contribuciones económicas de todos sus miembros se mantienen rigurosamente, la importancia del trabajo en común en los temas mandatados por las cumbres y la previsión de una gran cumbre en 2026 en España hacen más que aconsejable para el Gobierno de España poner todo de su parte para el fortalecimiento de esta organización.
Quinto: España debe recuperar su papel como país mediador de los intereses latinoamericanos en Europa. Muchos intereses nacionales y regionales de América Latina y el Caribe pueden ser atendidos por los organismos europeos en función de la influencia y de la acción política española. Desde problemas en la homologación de títulos universitarios a la eliminación de los visados para algunos países concretos. Desde los problemas comerciales a múltiples cuestiones migratorias. América Latina debe tener a España como su mejor embajador ante los organismos europeos y debe recuperar su confianza en su mediación.
En esa misma línea, la orientación política de la estrategia europea ante los acontecimientos latinoamericanos está influida principalmente por las sugerencias y propuestas españolas. Este papel de “socio influyente” en temas de América Latina es capital para revalidar nuestra capacidad mediadora en la región.
Sexto: Europa es el primer país en cooperación en América Latina, En los últimos años, esta cooperación se ha hecho más cualificada, más selectiva y mejor estructurada a través de fórmulas triangulares Sur-Sur. El marco de esta cooperación y su volumen cualifican a Europa en América Latina y expresan nuestro grado de compromiso y de fraternidad con ese continente. Las empresas europeas deberían tener una mayor implicación en las grandes plataformas de la cooperación europea. Está ecuación no está lograda y deberíamos ser capaces de superar los múltiples prejuicios que existen entre estos dos agentes.
En el mismo plano cabe citar los marcos de colaboración y de intercambio de buenas prácticas entre Europa y América Latina en muchos ámbitos en los que hay un expertise transferible. Europa tiene grandes y exitosas experiencias en el desarrollo económico común de zonas fronterizas, en la política regional y en las políticas de cohesión social, todas ellas de especial importancia para América Latina. Lo mismo ocurre en el ámbito de la Función Pública, de la Administración de Justicia, la Seguridad Social y la gobernanza democrática, experiencia y buenas prácticas que deben ser transferidas a los países latinoamericanos con situaciones semejantes y demandas concretas en esas áreas. Fortalecer las diversas instituciones que relacionan a Europa y América Latina en estos campos (educación , gobernanza, transparencia, seguridad social, etcétera) es importante.
Por último, la Unión Europea debería plantearse seriamente una política de inmigración con América Latina. Este es hoy uno de los problemas humanitarios más graves de la región. Millones de jóvenes de Cuba, Centroamérica, Venezuela y de otros países atraviesan mares, selvas y fronteras con graves riesgos para sus vidas, generando problemas sociales en países fronterizos, Abrir nuestros consulados para atraer a Europa de manera segura y regular a muchos de estos emigrantes, sería una extraordinaria iniciativa para la inmigración que Europa necesita y una manera de colaborar también con el problema migratorio que tiene México con los Estados Unidos.