¿Cuántos shocks más puede recibir la Unión Europea sin desmoronarse? Es la pregunta que circula como la pólvora en las cancillerías, think tanks y centros de poder en Bruselas y, esta semana, en Estrasburgo y Bratislava. No es una pregunta nueva, pero cobra cada vez mayor fuerza. Quizá el desmoronamiento comenzó el 23 de junio, día en que los británicos dieron un portazo a la Unión al decidir abandonar el barco mediante un referéndum. O quizá años antes, cuando los griegos, empujados, pusieron un pie fuera del euro que ahora no terminan de poner a cubierto. O más recientemente, con la crisis de refugiados, como la gran derrota moral que ha situado a Europa ante el divorcio de lo que dice ser y lo que puede hacer. Quizá el final ya haya comenzado: a fin de cuentas, si Europa cae no lo hará de golpe, como tampoco se construyó de la noche a la mañana. En todo caso, los líderes europeos tratan esta semana entre Estrasburgo y Bratislava de enderezar el gran barco.
Nunca antes la UE se ha enfrentado al divorcio de uno de sus miembros. Brexit no es brexit, al menos no todavía, mientras los británicos debaten cómo afrontar la salida y no se deciden a poner en marcha el mecanismo de negociación –el famoso artículo 50–. Pero el Brexit, sin tomar todavía forma, ha desplegado algunos efectos. En clave británica, ha desatado una ola xenófoba, con el aumento de los crímenes de odio y el asesinato de un ciudadano polaco en manos de una turba adolescente en un pueblo de Essex. Esta deriva no está teniendo la repercusión que cabría esperar en los medios de comunicación, pero el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Junker, se ha referido a ello en el discurso del estado de la UE: “Los europeos no podemos aceptar que los trabajadores polacos sean acosados, golpeados o incluso asesinados en las calles de Harlow”.
En clave europea, la futura ausencia británica produce ansiedad, por el precedente que genera y las amenazas de algunos líderes de seguir el mismo camino –Marine Le Pen ha vuelto a insistir en Estrasburgo en que organizará un referéndum en Francia si llega a la presidencia–, pero sobre todo por las dudas sobre cómo tomar impulso para reconducir Europa. En el pasado, Reino Unido ha sido señalado con frecuencia como el freno que ha impedido una Europa más integrada, sin embargo no se vislumbran grandes cambios ahora que precisamente los británicos no están con nosotros para impedirlos. O no estarán pronto, para ser precisos.
“Respetamos, aunque lamentamos, que los británicos se vayan, pero Brexit no amenaza la UE”, ha dicho Juncker ante los eurodiputados, tras haber reconocido también un poco antes que la Unión se encuentra, parcialmente, en una crisis existencial. Más optimista, el portavoz del Grupo Liberal, Guy Verhofstadt, ha asegurado que el proceso de salida británico no es una debilidad sino que debe ser tomado como una oportunidad. Solo falta saber cómo armar las piezas de este puzle en crisis.
La propuesta franco-alemana de relanzar la Europa de la defensa encaja con la salida británica, que siempre ha sido reacia a crear estructuras que pudieran erosionar el valor de la OTAN, a pesar de que fue precisamente Tony Blair, junto con Jacques Chirac, quien trató de impulsar un ejército común en Saint Maló en diciembre de 1999. Juncker ha anunciado la creación de un Fondo Europeo de la Defensa. Los esfuerzos por crear una estructura europea de defensa son rentables económicamente (“La falta de cooperación militar genera un sobrecoste de entre 25.000 y 100.000 millones de euros al año”, ha dicho Juncker) y tienen un gran sentido estratégico – más si cabe con unos Estados Unidos amenazados de comenzar “la era Trump”–. Pero la Defensa no es el banderín de enganche con el que la UE puede conquistar los corazones de los ciudadanos desencantados.
Desde 2004 ha habido más de 30 ataques terroristas en Europa, de los que 14 se produjeron en 2015. Tras los atentados de París en 2015 y Bruselas este año, la seguridad es para los conservadores europeos la prioridad que debe centrar los esfuerzos de los líderes en Bratislava este fin de semana. En una carta publicada por Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, el líder conservador anticipa cuál será una de las prioridades: “Es crucial restaurar el equilibrio adecuado entre la libertad y seguridad, entre la necesidad de apertura y protección (…). El control efectivo de las fronteras externas es una prioridad y representa algo efectivo y simbólico”.
Juncker ha aprovechado el debate del estado de la UE para anunciar que se duplicarán los recursos disponibles del fondo de inversión ideado para fomentar el crecimiento en el continente, más conocido como Plan Juncker. El fondo podrá generar hasta 630.000 millones de euros en 2022. Un crecimiento sólido que pueda mejorar las tasas de desempleo –en especial de los jóvenes del sur de Europa– es fundamental para que los ya denominados “perdedores de la unión” recuperen fe en el proyecto europeo y dejen de apoyar a los partidos populistas. Pero, una vez más, el presidente de la Comisión Europea ha decepcionado a quienes esperan medidas concretas para potenciar una Europa social, como un seguro europeo de desempleo o una renta mínima europea.
A los críticos con esta Comisión Juncker les gusta repetir que tiene buenas ideas que luego no terminan poniéndose en marcha. Quizá ello revela que no son tan buenas o que, al menos, la estrategia es equivocada. Justo hace un año Juncker anunció en el discurso del estado de la UE que la Comisión iba a ampliar su programa de reubicación de refugiados (a los 40.000 iniciales, otros 120.000), lo que generó cierta esperanza de que Europa al fin podría tratar dignamente a los miles de ciudadanos que llaman a sus puertas huyendo de la guerra. Juncker quiso imponer su plan a varios países del Este que se negaban a participar. A día de hoy, menos de 5.000 refugiados han sido reubicados de acuerdo con dicho plan. En en el debate en Estrasburgo, Juncker ha parecido enmendar la forma de aproximar este sensible asunto: “La solidaridad no puede ser algo impuesto, debe salir del corazón”.
Los 27 jefes de Estado y de gobierno que se reúnen en la cumbre informal de Bratislava de este fin de semana –será la primera vez que lo hagan sin el representante británico– se enfrentarán una vez más a su peor enemigo: el calendario electoral europeo, convertido desde la crisis del euro en freno para tomar decisiones urgentes. Con las elecciones generales en Francia y Alemania en 2017 las cosas se complican más. Tanto François Hollande como Angela Merkel sufren un notable proceso de debilitamiento en sus países. El primero con la popularidad por los suelos y con dudas sobre si tratar de repetir como candidato, y la amenaza real de que Le Pen pueda hacerse con la presidencia de Francia. Merkel parece que volverá a presentarse, pero unas recientes elecciones regionales han visto por primera vez a la CDU perder frente a otra fuerza conservadora: Alternativa por Alemania, cuyo techo electoral es un enigma pero hasta ahora explota con inteligencia las ansiedades de la sociedad alemana respecto a la integración de los refugiados.
El paisaje en el liderazgo europeo, más bien un páramo, lo completan un Mateo Renzi prisionero de un referéndum en Italia sobre la reforma del Senado que se celebrará en octubre, y un Mariano Rajoy en funciones, con España desaparecida de la primera división europea. Para calentar el ambiente, el ministro de Asuntos Exteriores luxemburgués afirmó hace unos días que Hungría debería salir de la UE porque trata a los refugiados como animales. En la sesión plenaria del 14 de septiembre, el Parlamento Europeo ha celebrado un debate y aprobado una resolución sobre la deriva autoritaria en Polonia y la situación de los derechos humanos en el país. ¡Ánimo a los Veintisiete para este fin de semana!
¡Excelente narración! Muy correctos y oportunos los términos utilizados por el autor. Sin embargo, sería interesante tener en cuenta mejor otros aspectos que hacen a medidas tomadas por los partidos y gobiernos que apoyan la continuidad dentro de la UE; al exponer los puntos flacidos se hace lo que todos los medios se pasan haciendo.