La Unión Europea es más grande que la suma de sus partes, pero posiblemente no más que la suma de sus personalidades. La rocosa relación entre la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, está exacerbando las tensiones entre Bruselas y las capitales nacionales, lo que hace más difícil que se obtenga resultado alguno en la toma de decisiones. Aunque el sistema de la Unión conlleva de por sí cierta tensión necesaria, no tiene por qué complicarse de más.
El trabajo de la Comisión Europea –tanto proponer legislación como llevar a cabo su administración– está diseñado para equilibrar la falta de supervisión de los Estados miembros. Las cumbres entre los jefes de Estado y de gobierno de la UE ofrecen a los gobiernos nacionales la oportunidad de opinar sobre las prioridades y proporcionar una supervisión democrática. Se supone que la coordinación en Bruselas ayuda a los Estados miembros a encontrar un consenso y decidir colectivamente cómo avanzar.
Cuando funciona correctamente, los resultados son históricos. Los líderes de la UE se unieron a las instituciones para salvar el euro, desarrollar y distribuir una vacuna contra el COVID–19 y proteger la economía del colapso pandémico. En estos momentos, sin embargo, la falta de compenetración significa que los logros que están por venir están cada vez más lejos de nuestro alcance.
Planes contrapuestos
Consideremos los esfuerzos colectivos europeos por responder a la Ley de Reducción de la Inflación de EEUU (IRA, por sus siglas en inglés), que incluye 369.000 millones de dólares en subvenciones a las tecnologías limpias y una serie de disposiciones destinadas a reforzar la fabricación estadounidense mediante créditos fiscales proteccionistas. La UE no solo no quiere lanzar una nueva ronda de empréstitos conjuntos, sino que ni siquiera puede ponerse de acuerdo sobre la gestión de la política industrial existente.
En un intento de demostrar que Bruselas está tomando medidas, von der Leyen y Michel ofrecieron versiones contrapuestas de un “fondo de solidaridad” diseñado para ayudar a los países más pequeños a gastar tan libremente como les pareciera a sus vecinos más grandes. Ninguna de las dos propuestas tenía recorrido. Ambas demostraron que la complacencia política estaba desplazando a la resolución de problemas.
La Comisión de Von der Leyen se recuperó primero, impulsando normas más laxas sobre ayudas estatales y conversaciones comerciales con Washington que restaurarían el acceso del mercado de la UE a la cadena de suministro de vehículos eléctricos. Pero la burocracia bajo su mandato también alborotó las aguas con una propuesta para fijar objetivos industriales mediante una regulación agresiva, en una apuesta sin financiación por la planificación económica con un enfoque de arriba-abajo. Es probable que el hecho de que Von der Leyen se centrara en su propia agenda dificultara la coordinación de lo que ocurría dentro de la Comisión.
Dado que tiene derecho a proponer legislación, no solo a emitir mandatos políticos, la Comisión es un centro de poder natural para Bruselas. Por supuesto, nada puede suceder sin el consenso de los líderes nacionales, y el Parlamento Europeo se ha convertido en una voz poderosa a la hora de negociar las futuras normas. Pero la amplitud y la profundidad tecnocrática de la Comisión la sitúan en una posición privilegiada para fijar la agenda política, sobre todo si los Estados miembros no se han decidido.
La voluntad política, por tanto, es el indicador más fuerte de si los líderes pedirán cuentas a Bruselas o, por el contrario, se encontrarán sometidos a sus condiciones. Las grandes crisis normalmente llevan a los principales actores a trabajar juntos. Las crisis medianas, en cambio, presentan la tentación constante de anteponer los intereses nacionales y conducir a alternativas para “salir del paso”.
Un encaje incómodo
Michel no domina el arte de alcanzar acuerdos consensuados mediante reuniones. El ex primer ministro belga parece preferir rodearse de su propio equipo, en lugar de conciliar posiciones enfrentadas. Su enfoque muestra las limitaciones del cargo de presidente del Consejo, creado en 2009 como parte de las reformas del Tratado de Lisboa. Se supone que su titular –hasta ahora ha habido tres– debe ser un antiguo primer ministro con el que los líderes actuales puedan relacionarse como pares. Pero en el fondo el trabajo consiste en encontrar el consenso, no en situarse a la cabeza del pelotón.
Esto lo convierte en una posición incómoda para alguien como Michel, que a sus 47 años aún tiene décadas de carrera por delante. Su predecesor inmediato, Donald Tusk, era un experimentado político polaco que buscaba aglutinar a la UE en torno a las preocupaciones de seguridad, y por tanto no presionaba para dejar su impronta personal en las cuestiones económicas que son el pan de cada día del bloque. Michel, por el contrario, está acostumbrado tanto a estar en inferioridad numérica como a ser el primero de la clase. Presidió el único partido francófono que formó parte de dos gobiernos de coalición entre 2014 y 2019, que le cedieron el puesto de primer ministro porque era más fácil que elegir una facción líder entre los contingentes flamencos que conformaban la mayoría.
El otro belga que ocupó el puesto en el Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, lo hizo al final de una larga carrera dedicada a construir consensos en condiciones poco favorables. Van Rompuy fue primer ministro belga entre diciembre de 2008 y noviembre de 2009, al frente de una coalición de cinco partidos improvisada en medio de importantes tensiones internas. Cuando se convirtió en el primero en ocupar el puesto del Consejo Europeo, aportó ingenio negociador, así como un compromiso con el federalismo europeo. Durante la crisis de la deuda soberana del euro, la capacidad de Van Rompuy para organizar cumbres de varios días y noches y organizar reuniones reducidas con los principales responsables políticos ayudó a la UE a encontrar las agallas que necesitaba para salir adelante.
Jugar con las multitudes
Ese tipo de trabajo en equipo brilla ahora por su ausencia. En lugar de prolongar las reuniones para disponer de más tiempo para encontrar soluciones, ahora los líderes de la Unión tienden más a irse a casa antes de tiempo porque no ven ninguna utilidad en quedarse, y las conclusiones de las cumbres son cada vez más vagas y tediosas. Mientras Michel busca un gancho político en el que colgar su propio sombrero, von der Leyen está actuando de cara a las multitudes, y no necesariamente con los compañeros a los que necesita para seguir adelante con sus tareas. Su gestión del programa de préstamos conjuntos de la UE durante la pandemia le valió el aplauso de los mercados financieros y de los líderes mundiales, pero no de los miembros conservadores de su propio grupo político. Como resultado, no está claro si su país le dará el respaldo que necesita para un segundo mandato al frente de la Comisión. Para Alemania, renunciar al puesto más importante de la UE en estas circunstancias sería un gran fracaso político.
Von der Leyen necesita por tanto contrarrestar la percepción de que fue instalada por el presidente francés Emmanuel Macron a pesar de las objeciones de sus aliados naturales. De hecho, la ex ministra de Defensa alemana se aseguró el apoyo de la ex canciller Angela Merkel cuando lo necesitaba para ganar el puesto en la Comisión. Si el sucesor de Merkel, el socialdemócrata Olaf Scholz, cede a las presiones de los conservadores para apartar a von der Leyen porque está demasiado alineada con los socialistas europeos, eso pondría el inicio a un bucle extraño de política de personalidades por delante de los intereses nacionales y europeos.
La UE no puede permitirse fragmentarse ahora. El cambio climático, la incertidumbre económica y el malestar financiero mundial exigen que los países actúen juntos o corren el riesgo de verse desbordados por la escalada de los precios de la energía y la incertidumbre en las cadenas de suministro globales. Los 27 Estados miembros del bloque tienen que gestionar la actual guerra de Rusia contra Ucrania, proseguir las conversaciones comerciales con Estados Unidos sobre inversiones en tecnología verde y salvaguardar el papel del euro como segunda moneda de reserva del mundo. Aunque pueda resultar tentador replegarse más allá de las fronteras nacionales, esas tareas son demasiado grandes para que un solo país europeo las asuma por sí solo, especialmente con Estados Unidos y China intensificando sus propias agendas globales.
Necesidad de adhesión
Las personalidades enfrentadas ponen así en peligro los objetivos más amplios de la UE. Los papeles definidos por las instituciones no funcionan sin personas que las ocupen, pero tampoco pueden funcionar cuando esas personas no logran unirse en torno a algo más grande que ellos mismos. Los decidores políticos de Bruselas no pueden limitarse a tener sus propias ideas, sino que necesitan conseguir la adhesión de los Estados miembros a los que deben apoyar. Por el contrario, cuando los países pongan distancia entre ellos y la maquinaria de Bruselas, socavarán la cadena de legitimidad democrática que da fuerza a la UE. Todas las buenas ideas e intenciones del mundo no funcionarán a menos que los ciudadanos las respalden.
Aunque a veces esto parezca difuminarse en las mentes de los europeos, los votantes nacionales son la columna vertebral del proyecto europeo. Su energía política se destina en primer lugar a elegir un líder y una legislatura en casa. Esos políticos dictan el mensaje que va a Bruselas y la agenda de los enviados que los acompañan. Aunque está bien que el Parlamento Europeo ofrezca una vía para el compromiso cívico directo, la asamblea de la UE actúa para apoyar el sistema, más que para liderarlo. La mayoría de los votantes no tienen una relación personal con sus representantes electos de la UE, que a menudo son elegidos a partir de listas de partido y se sientan al margen de los gobiernos nacionales. Pero cada votante sabe quién es su presidente o primer ministro. Y es ese líder quien lleva la voz cantante de un Estado miembro a nivel europeo.
Esto hace imperativo que altos cargos como Michel y von der Leyen cooperen de acuerdo con sus electores, no que trabajen a su alrededor. El objetivo de una «unión cada vez más estrecha» exige que sus miembros trabajen juntos en todo momento, a pesar de las diferencias políticas. La unión bancaria, el desarrollo de vacunas y el Acuerdo Verde Europeo muestran un progreso real en ese frente. Pero si los líderes que están detrás de esos programas no quieren atender a las llamadas de los demás, toda la cercanía del mundo no podrá abordar las brechas que quedan por cerrarse.
Artículo publicado originalmente en inglés en la web de Internationale Politik Quarterly.
Adoro Ursula,aunque si no condivido muchas cosas de lo que hace, pero demuestra ser la mejor y con algo más de coherencia. Credo que Michel,como muchos otros, deberian meterse de parte.Un tiempo,creia que los burócratas de la UE eran verdaderamente gente de alto nivel, pero cuando se los ve en el ‘campo de batalla’ te dan ganas de llorar.
Es tiempo de Powershift en el planeta y sobre todo en la UE.