A finales de 2013, Beijing desplegará el Chang’e, la primera sonda china diseñada para explorar la superficie de la Luna. La iniciativa, precedida por el envío de satélites lunares en 2007 y 2010, es el siguiente paso en una misión que finalizará con el alunizaje de un equipo de taikonautas –astronautas chinos– en 2020. Unido al desarrollo del Tiangong-1 –“palacio celestial”: una estación espacial que entrará en funcionamiento en 2023–, es síntoma de que el “ascenso pacífico” de China ha elevado el país a cotas estratosféricas, precisamente en un momento en que el liderazgo americano en la exploración del espacio amenaza con flaquear.
El Tiangong-1 no alcanzará las dimensiones de la Estación Espacial Internacional (EEI), y su estado de construcción no está tan avanzado como sugiere Gravity, el reciente éxito de taquilla dirigido por Alfonso Cuarón. Con todo, no deja de ser un motivo de prestigio para Beijing: más aún cuando el porvenir incierto de la EEI podría convertir el Tiangong-1 en la única estación espacial del futuro, y la abundante financiación de la Agencia Nacional Espacial China (CNSA por sus siglas en inglés) contrasta con la de la NASA, que acaba de sufrir duros recortes presupuestarios.
Paradójicamente, es una NASA de capa caída la que está permitiendo a Estados Unidos desarrollar un nuevo modelo de exploración espacial. Y es que con cada vez más frecuencia el mercado americano está desempeñando las funciones que anteriormente correspondían a la agencia nacional. De la mano no sólo de gigantes como Boeing y Lockheed Martin, sino de recién llegados como Space X, Orbital, o XCOR Aerospace, el sector privado se ha convertido en el principal responsable del desarrollo de naves y equipos espaciales, con la NASA limitándose a supervisar y coordinar su funcionamiento. El abandono en 2011 de los emblemáticos space shuttles ejemplifica esta tendencia, y a la vez consagra el Falcon Heavy de Space X como el nuevo vehículo de carga espacial de referencia. Por su parte Elon Musk, director ejecutivo de Space X y co-fundador de PayPal y Tela Motors, se presenta como el Tony Stark de la industria aeroespacial. Sus últimas propuestas incluyen una misión a Marte y el Hyperloop, sistema de transporte público capaz de atravesar Estados Unidos de costa a cosa en una hora, en clara emulación del AVE Madrid-Albacete.
La industria aeroespacial también se ha diversificado, descubriendo en el turismo una nueva fuente de ingresos. XCOR Aerospace y Virgin Galactic ofrecen vuelos espaciales de entre una y dos horas de duración a un coste de 100.000 y 200.000 dólares, respectivamente. En relación precio-tiempo-utilidad, por tanto, estas iniciativas también parecen inspiradas en el AVE Madrid-Albacete.
Si bien la privatización y diversificación de la industria aeroespacial son síntomas de que el sector ya no está dominado por la carrera espacial que caracterizó la guerra fría, las tensiones entre EE UU y China también se harán sentir fuera del planeta. El contraste entre ambos no deja de ser llamativo. La CNSA pertenece al Estado chino, y sus actuales proyectos están orientados a ensalzar el prestigio del país. Tal vez por esos su gama principal de cohetes tiene un nombre tan sugerente como “Larga Marcha”. Pero la construcción del Tiangong-1 también es consecuencia del veto de Washington a la participación de científicos y astronautas chinos en la EEI, que está forzando a Beijing a desarrollar su propia estación.
Dada la falta de fondos de la NASA y ante el deterioro de la EEI, la pujanza china puede colocar al país a la cabeza de la exploración espacial. A pesar de lo cual, la tentación de militarizar el espacio continúa siendo exclusivamente americana, constituyendo un punto de fricción no sólo con China sino con el total de la comunidad internacional. Y en este aspecto es de esperar que Washington se aferre a su liderazgo.