La fiscalía del distrito sur de Nueva York tiene el sobrenombre de “distrito soberano”, por su independencia y el elevado perfil de algunos de los asuntos que tramita. Su jurisdicción sobre el centro financiero más importante del mundo entraña una enorme capacidad de influencia. Lo llamativo es la dimensión exterior de esa influencia, la acepción inesperada de esa “soberanía”. Puede decirse que el fiscal de Manhattan Sur tiene más poder internacional que muchos gobiernos. Y no ha dudado en utilizarlo.
El origen de ese poder reside en las leyes estadounidenses que incorporan, en ocasiones con llamativa crudeza, la voluntad hegemónica. Un ejemplo paradigmático fue la sanción impuesta en 2015 a la Banque Nationale de Paris (BNP), obligada a pagar 8.900 millones de dólares por haber violado las leyes de Poderes Económicos Internacionales Urgentes y Comerciando con el Enemigo. Según el fiscal, la banca francesa habría realizado operaciones financieras con Cuba, Irán y Sudán, en violación de estas leyes, aunque dichas transacciones no tuvieron lugar bajo jurisdicción de Estados Unidos, y solo parte de ellas tuvieron lugar en dólares.
Llama la atención el monto astronómico de la sanción –más de la mitad de las empresas del Ibex 35 no alcanza ese valor en bolsa–. Es llamativo también que pasara bastante desapercibido en Europa, salvo en Francia, a pesar de la relevancia del banco afectado. La BNP está entre los 10 mayores bancos del mundo por capitalización bursátil, el único europeo en esa liga de privilegio. Es una entidad financiera sistémica en la zona euro. El escaso eco en los medios de comunicación tuvo quizá que ver, en la resaca de la crisis financiera, con la muy escasa simpatía que suscitan los bancos en la opinión pública. Pero no deja de sorprender la indiferencia ante un hecho de ese calado.
El punto fundamental de toda esta historia es que la BNP no violó ninguna ley francesa, ni europea, ni de ningún otro ordenamiento jurídico. La juez que la condenó, Lorna Schofield, se basó en el carácter extraterritorial de las leyes estadounidenses. En muchos casos, esta legislación ha tenido su origen en senadores o miembros de la Cámara de Representantes que traducen preferencias, fobias y filias de sus electores o de los grupos que financian sus campañas. Las administraciones sucesivas de EEUU, demócratas y republicanas, no solían poner obstáculos, dando preferencia a una buena relación con los legisladores que al posible coste de sancionar a socios y aliados. En último extremo, este coste era muy reducido, ya que las propias empresas, y la BNP es buen ejemplo, trataban de evitar que su caso se convirtiera en arma arrojadiza entre su gobierno y la Casa Blanca. Pagaban sin rechistar, trataban de hacer el menor ruido posible, e imputaban las pérdidas al azar geopolítico. Cualquier cosa antes que ser excluidos de la operativa en dólares.
Con la administración de Donald Trump, las cosas están cambiando. Por una parte, hay un aumento exponencial de la legislación sancionadora impulsada desde la administración, si bien, como en el caso de Rusia, sigue habiendo actividad de senadores individuales. Así, en vista de las elecciones de noviembre próximo, y ante los precedentes de injerencias rusas en los procesos electorales, senadores demócratas y republicanos están presentando propuestas para sancionar, de forma más dura, a personas físicas y jurídicas relacionadas con Rusia en la estela de la Countering Americas’s Adversaries Through Sanctions Act (CAATSA) adoptada en 2007. En paralelo, se ha afianzado la extraterritorialidad, adoptando medidas sin negociación previa, ni siquiera consulta, con los aliados y otros países afines.
El objetivo de las sanciones
Llegados a este punto, parece conveniente recordar cuál es el objetivo de una política de sanciones. En esencia, intenta cambiar comportamientos. No se trata de castigar, sino de cambiar una política determinada, generalmente la exterior y, en ocasiones, como las ligadas a derechos humanos, el objetivo es influir en cómo un gobierno trata a su población. La oportunidad política es la que dicta si es mejor aplicar sanciones individuales o medidas que afecten a la actividad económica general, o ambas a la vez. Las individuales, prohibiciones de entrada en los países que sancionan y congelación de patrimonios privados, suelen ser preferibles dado que identifican a los responsables y evitan efectos sobre la población que suele ser completamente ajena, cuando no la primera víctima, de las decisiones de su gobierno. Pero, salvo que consigan que las personas sancionadas influyan sobre quien toma las decisiones, su eficacia es testimonial. Por ello, se suelen complementar con medidas que afecten a la capacidad de financiación, interna y externa, del gobierno sancionado.
Las medidas restrictivas, por sí mismas, rara vez cambian una política. Necesitan complementarse con otras acciones. Pero, aún consideradas aisladamente, necesitan cumplir una serie de condiciones para garantizar (el verbo es excesivo, que diría Borges) un mínimo impacto. La primera es la universalidad. Las sanciones más eficaces han sido las que adopta el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Le siguen las que adoptan conjuntamente EEUU y la Unión Europea, a los que se suelen unir el resto de los Estados occidentales. Salvo el nuevo, y algo imprevisible en esta materia, factor chino, la financiación y la tecnología son occidentales, y la exclusión de un país o de una empresa de ese mercado equivale a una exclusión global.
La segunda condición para que las medidas restrictivas puedan tener efecto es estar ligadas a un objetivo político concreto, bien definido y fácil de evaluar en términos de éxito o fracaso. El abandono de un programa nuclear con fines no pacíficos o facilitar el fin de un conflicto en un marco político predeterminado, son ejemplos típicos. No parecen entrar en esta categoría los cambios de régimen.
La tercera condición es la consistencia, que lleva implícita otra, la gradación. Una política de sanciones tiene que desplegarse en el medio o en el largo plazo. Se trata de medidas que, por su naturaleza, tardan en tener efectos. Esta visión de largo plazo entraña ausencia de precipitación, de golpes de timón, de aprobación apresurada de paquetes de medidas que no complementan bien las que se están imponiendo. En otras palabras, es necesario graduar qué se hace, cómo se hace, y a la luz de los resultados que se van obteniendo.
Una cuarta condición sería limitar, en la medida de lo posible, los efectos negativos sobre los actores económicos propios, lo que no siempre es totalmente factible, y sobre otros países. La aquiescencia, o al menos la indiferencia, de la mayor parte de la comunidad internacional es un buen activo.
Las sanciones adoptadas por EEUU en los últimos meses se alejan cada vez más de este patrón. Como hemos visto, la centralidad estadounidense en el sistema financiero internacional otorga a sus medidas una enorme fuerza. Pero esto no es suficiente si son cada vez más unilaterales, más aleatorias, menos ligadas a objetivos políticos concretos o más descarnadamente punitivas. Contra lo que parecen creer algunos, las sanciones no consisten en crear incertidumbre en los actores políticos y económicos. Muy al contrario, consisten en garantizarles que sus expectativas disminuirán drásticamente si la política de su gobierno no cambia.
Pero es la combinación de unilateralidad y extraterritorialidad lo que empieza a crear preocupación, no ya entre los socios y aliados directamente perjudicados, sino en medios financieros de EEUU. La hegemonía norteamericana ha conseguido lo que ningún poder imperial había obtenido antes: la adhesión de una parte considerable de la comunidad internacional y la aceptación, más o menos voluntaria, del resto, al orden global establecido. El dólar, como divisa de referencia, es una de las claves de ese orden. Ha concedido durante décadas a EEUU lo que Valéry Giscard d’Estaing llamó el “privilegio exorbitante”. Pagar tus compras en la moneda que fabricas, o que el resto del mundo financie tu déficit en tu propia moneda es, en efecto, un enorme privilegio. Ha sido aceptado porque Washington, salvo en muy contadas ocasiones, ha hecho uso de él con mesura, responsabilidad, y en muchos casos para beneficio general.
No puede entenderse el crecimiento económico de las últimas décadas sin la apertura extrema del mercado estadounidense al comercio global. Pero cuando ese privilegio perjudica los intereses económicos de socios y aliados o, incluso, su seguridad nacional, algunos empiezan a preguntarse si no habría que cambiar ese estado de cosas –el último en hacerlo, el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Heiko Maas, en Handelsblatt hace unos días–. Pero más relevante y transformador será cuando muchos estadounidenses empiecen a preguntarse si el interés nacional no reside más en mantener esa situación de privilegio que en sacar adelante objetivos de política exterior parciales, no siempre bien definidos, y que sirven intereses particulares, cuando no ajenos.