Hoy, 7 de enero, el Congreso de Estados Unidos ha confirmado los votos de las elecciones del 3 de noviembre de 2020. La victoria de Joseph R. Biden queda así oficialmente reconocida. La fecha que pasará a la historia, sin embargo, es el 6 de enero de 2021: día que una multitud de radicales, azuzados por el presidente saliente Donald Trump, asaltó el Capitolio. La turba interrumpió con violencia la sesión conjunta del Senado y la Cámara de Representantes, que debía sellar el procedimiento constitucional de certificación. Los senadores y congresistas tuvieron que ponerse a resguardo y retomaron la sesión por la noche. La compostura institucional resistió, pero el emperador ha quedado permanentemente desnudo. EEUU no puede liderar el mundo.
Hay análisis que solo pueden comenzar por una descripción de los hechos. Ciertos episodios históricos sirven para clarificar los términos y empujarnos a reflexionar con urgencia. Ayer se produjo uno de ellos. El intento fallido de asaltar el Capitolio nos ofrece una imagen diáfana de lo que el trumpismo ha representado, tanto dentro de EEUU como para el resto del mundo.
El 6 de enero quedó demostrado, negro sobre blanco, cómo los instintos autoritarios de Trump –que incitó directamente a los asaltantes, declarando que “nunca recuperaremos este país mostrando debilidad”– conviven con una capacidad de planificación nula. Una vez vandalizada la sede de la soberanía nacional, el país fue rehén de la doble cobardía de su presidente: inseguro ante la idea de apoyar explícitamente el tumulto, en lo que hubiese constituido un golpe de Estado; pero falto de coraje para admitir a sus seguidores que ha perdido las elecciones y lleva dos meses alimentándolos con bulos. Es posible que Trump, como tantos estafadores consumados, se crea sus propias mentiras. Por eso continuará emitiéndolas pasado el 20 de enero, cuando Biden por fin sea nombrado presidente. Todo ello supone un lastre inmenso para el país y el futuro del Partido Republicano, cuyas bases veneran a Trump.
Otra convicción arraigada durante los últimos años ha sido la del trumpismo como un fenómeno de masas. Una tiranía democrática de mayorías enfadadas y obtusas. Que Trump –en 2016 y también en 2020– perdiese el voto popular frente a sus rivales demócratas ya señalaba que su base de apoyo es una franja muy vociferante y agresiva, pero minoritaria, de la población estadounidense. El tumulto confirmó este hecho. Es sintomático que entre los asaltantes del Capitolio abundasen los llamados three percenters: un grupo paramilitar de extrema derecha, cuyo nombre hace referencia a la noción de que durante la Revolución Americana bastó con la resistencia del 3% de la población americana para expulsar a los británicos.
Los republicanos se han convertido en aquello que critican en sus rivales. Son el partido de una minoría resentida y victimista, incapaz de encajar la realidad. El intento de última hora de sus legisladores por desmarcarse de Trump –tras constatar cómo la polarización febril que llevan alimentando una década les puede afectar a título personal– no condona su complicidad con el presidente saliente. Tampoco a los políticos europeos que en los últimos años han emulado las formas de Trump y ahora fingen escandalizarse con el fondo de su proyecto político.
El asalto al Capitolio también nos emplaza a reflexionar sobre el veneno que la crispación y la manipulación informativa inoculan en cualquier sociedad, incluidas en las democracias consolidadas. Desde Política Exterior hemos advertido de manera recurrente sobre los peligros que conllevaba el auge desbocado de teorías conspirativas durante la presidencia Trump y a lo largo de 2020. Nos enfrentamos a un problema que se extiende por las dos orillas del Atlántico. Será necesario combatirlo en múltiples frentes: desde una gestión política más honesta a unos medios de comunicación implicados con su público, pasando por una regulación extensa tanto del ámbito digital como de las multinacionales tecnológicas, que en demasiadas ocasiones se han vuelto un vehículo para la agitación y la mentira.
Un mundo posamericano
La imagen internacional de EEUU, bajo mínimos después de cuatro años de Trump, es la de un país en declive. Según el presidente del Council on Foreign Relations, Richard N. Haass, nadie a partir de ahora volverá a ver, respetar, temer o depender de EEUU del mismo modo. “Si el mundo posamericano tiene una fecha de inicio, será casi con seguridad el 6 de enero de 2021”. Al esfuerzo que Biden tendrá que desplegar para sanar el país habrá de acompañarlo otro para restañar la reputación internacional de EEUU. Es quizá la tarea más urgente en un mundo asediado por desafíos globales que piden una cooperación fluida y eficaz, no un nuevo “gran juego” de grandes potencias ni la implosión de la potencia hegemónica. Desde el 6 de enero, el espacio de un liderazgo global ha quedado vacío.
Debido al desproporcionado poder militar, financiero y tecnológico de EEUU, la degradación de su política es el hecho más peligroso para el mundo de hoy, afirma Jeffrey D. Sachs en el último número de Política Exterior. Después del asalto al Capitolio, costará convencer al mundo de que EEUU no plantea una amenaza para sí mismo o para los demás. En Pekín, Moscú o Teherán harían bien en no frotarse las manos. Un Washington herido, dividido y confundido es alimento para el caos en el mundo. Y aunque nos adentremos en un mundo posamericano, EEUU seguirá siendo, durante las próximas décadas, el país más poderoso, al menos en términos de poder duro. Sin embargo, después del 6 de enero –colofón al annus horribilis de 2020– el poder blando de EEUU se ha desvanecido. Las imágenes de las fuerzas de seguridad –los mismos cuerpos policiales que hace medio año desplegaban una violencia apabullante contra manifestantes mayoritariamente negros– plegándose ante el embate de una turba ni siquiera inspiran confianza en la fortaleza institucional del país.
Estamos ante la enésima llamada de atención para la Unión Europea. Urge replantear su vínculo transatlántico con una potencia cada vez más volátil: no para enfrentarse a ella, sino para ser capaces de mantener nuestra autonomía ante una deriva siniestra.
Sería complaciente e irresponsable entender lo sucedido como un episodio limitado a EEUU y la figura de Trump. En más de un Estado miembro de la Unión, el trumpismo no es ya una hoja de ruta, sino un proyecto afianzado. Los adláteres europeos de Trump, que le precedieron y le sucederán, han sido infinitamente más competentes a la hora de subvertir democracias que hoy se han vuelto iliberales.
La tarea de frenar esta deriva a ambos lados del Atlántico nunca ha sido tan importante como ahora. Los hechos acontecidos ayer no hacen más que clarificar este imperativo.
Excelente artículo, y bellamente escrito además, con cierto toque literario. La frase lapidaría «El emperador ha quedado permanentemente desnudo, EE.UU. no puede liderar al mundo». Todo lo que hemos visto de unos años para acá en la potencia del norte son sólo síntomas. Quién sabe que vendrá después. Pero yo no quiero un mundo chino después de 2049.
Comparto el análisis que desarrolla este excelente articulo. El trabajo que tiene enfrente Biden es impresionante, pero también apasionante. Restañar las heridas para defender la libertad tiene que ser su vocación, pero la búsqueda de espacios donde defenderla, también es responsabilidad de quienes confiamos y queremos que esa tarea sea la razón compartida de futuro. Los populismos han encontrado métodos eficaces de combatir la cultura. Hay que perseverar en la búsqueda de la medicación que los cure, y de la vacuna que ayude a unas sociedades preocupadas.
La historia nos hace ver las cosas con perspectiva. La alianza británico-estadounidense quizá no sea la mejor aliada para los intereses españoles. Casi desde su formación el Reino Unido ha tenido entre sus objetivos reducir y quizá anular el que fuera su mayor enemigo, el Imperio Español, y podríamos decir que el declive internacional de nuestro país ha venido marcado, en gran parte, por el mismos. Tanto en al plano militar, como económico y político, así como en la calumnia, la injuria, cuando no en la difamación. Gran parte de la leyenda negra ha sido y quizá siga siendo alimentada y sostenida por los sucesivos gobernantes anglosajones.
Hoy, los intereses de Gran Bretaña son los intereses de los EE.UU. y viceversa.
Quizá Europa, y por ende España, deberían mirar hacia otros posibles aliados, un acercamiento a Rusia, con pasado y presente común pueda ser alguien con quien acercar posturas y buscar alianzas, tanto en el plano económico como político. Puede que este acercamiento le aleje de posturas más radicales y devuelva a Europa el liderazgo que nunca debió perder.
Por otro lado y además de lo anterior, España debería volver a retomar los lazos que rompió, o le rompieron con todo el mundo iberoamericano
En América Latina estas situaciones se repiten y no sorprenden. Que hubiera acontecido en el Capitolio deja atónito a cualquier observador. Nadie en su sano juicio dudaba de la peligrosa personalidad de Trump pero tampoco nadie imaginaba un final de estas proporciones. Comparto completamente la línea central del artículo: el soft power ha quedado debilitado y restaurarlo llevará mucho esfuerzo. La UE ha demostrado durante 2020 una enorme madurez y hoy se ha convertido en un refugio de sensatez frente al caos global. Acompañar esa restauración es un imperativo para Europa, no significa doblegarse al hegemon estadounidense; es más una cuestión de supervivencia propia.
A diferencia de lo que dice este artículo «Un vacío global», no creo que, tras el episodio del 6 de enero, el poder blando institucional de Estados Unidos se haya desvanecido en absoluto. Más bien al contrario: como dice el propio artículo, la «compostura» institucional resistió. Ante el asalto al Capitolio, posibilitado por unas medidas de seguridad prácticamente inexistentes, la democracia estadounidense reaccionó rápidamente, demostrando su fortaleza.
Ello no quita de ningún modo gravedad a lo ocurrido. Desde que algunos veteranos de la guerra de Vietnam que no lograron reintegrarse en la sociedad estadounidense tras la guerra empezaran a formar milicias de extrema derecha, este tipo de milicias siguen estando presentes en el país, y es muy preocupante que, si las encuestas son ciertas, un 45% de los votantes de Trump apoyen el asalto al Capitolio. De igual modo, es muy preocupante que, tras cuatro años de «trumpismo», unos 75 millones de personas votaran por Trump en las elecciones.
Se suele decir que el problema de Estados Unidos es estructural, que va mucho más allá de Trump. Sí, desde luego, el país tiene gravísimos problemas internos, pero Trump tiene unas características muy específicas que no creo que se repitan en ningún presidente estadounidense en mucho tiempo. Y, sin un presidente con esas características, el asalto al Capitolio no hubiera sido posible.