Los colombianos terminaron diciendo “No” en las urnas a los acuerdos de paz que durante cuatro años el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC habían negociado en La Habana. Tras la dura sorpresa que significaron los resultados del referéndum queda el desasosiego de haber perdido una oportunidad histórica para dar fin al rol bélico de uno de los principales actores del conflicto armado en Colombia. En efecto, ha sido un error no apoyar en las urnas el trabajado acuerdo, pero el resultado también revela que para el final del conflicto armado interno quedan varias cosas por resolver además de la desmovilización de las FARC.
Se ha hecho evidente que es necesario que el futuro acuerdo incluya al expresidente Álvaro Uribe y a las fuerzas políticas que representa. Sin Uribe en la mesa, los acuerdos simplemente no iban a contar con el apoyo de quien desde 2001 es el principal actor político del sistema, y en torno a quien se han ubicado el resto de fuerzas políticas opuestas al acuerdo. Desde entonces su impulso político ha obtenido tres elecciones presidenciales (2002, 2006, 2010) y llevó al presidente Santos –antiguo ministro de Defensa de Uribe– a una segunda vuelta en 2014.
Uribe representa a un sector de la población que considera que las FARC no merecen lo logrado en los acuerdos en términos de recursos y participación política. Según este sector, el acuerdo presentado a plebiscito permitía la impunidad de los líderes guerrilleros. Muchos de sus argumentos son discutibles, y el mismo Uribe había ofrecido anteriormente, durante su gobierno, varias de las opciones discutidas en la mesa de negociación en La Habana. Sin embargo, el expresidente se negó a apoyar el proceso emprendido por Santos. Asimismo, permitió que la campaña por el “No” incluyera una agenda homófoba vergonzosa y fuera de lugar, aunque muy rentable en términos de apoyos de los sectores conservadores y las iglesias cristianas. A pesar de todo, lo cierto es que el camino al verdadero final del conflicto debe hacer frente al escollo de sentar a Uribe en la mesa.
Un segundo asunto por resolver es el aumento de los asesinatos y las desapariciones de líderes sociales durante el último año de las negociaciones, lo que constituye un mal precedente para la futura paz. Quienes quiera que sean los sectores reaccionarios que persiguen y violentan los procesos de restitución de tierras o de liderazgos sociales, se trata de una cuestión prioritaria para cualquier negociación de paz a futuro, con el objetivo de no repetir la historia de la Unión Patriótica.
De la misma forma, en ninguno de los puntos del acuerdo de paz de La Habana se resolvía el problema de los mercados ilegales como generadores de violencia. La estructura de incentivos que generan los mismos seguiría intacta como combustible para el conflicto interno. Sea cual sea el título que se le dé a los grupos que se pongan al frente, este negocio seguirá vigente y, por tanto, habrá actores en pugna por territorios y rutas de tráfico de drogas (ya ha sido el caso de muchos de los grupos residuales de la desmovilización con los paramilitares, y que hoy existen bajo nuevas etiquetas). Sin abordar estos mercados ilegales, solo se quitará el acento político de unos grupos al margen de la ley que seguirán fortalecidos y renacerán una y otra vez como bandas criminales.
Para terminar, el “No” ha sido un paso atrás doloroso, pero permite mirar al frente y abordar con mayor complejidad el conflicto colombiano. Es necesario reconocer lo que el país es para poder comenzar a ser algo distinto.