Las divisiones entre los rusos a la hora de tratar con la historia de su país provienen y se alimentan de conflictos entre explicaciones históricas oficiales y recuerdos no oficiales, o contra-memorias particulares. Un informe hecho por la Asociación Histórica Libre, a petición de la organización de la sociedad civil Comité de Iniciativas Civiles, clasifica estos dos enfoques de conceptualizar la historia como “primera memoria” y “segunda memoria”.
Las formas oficiales de memoria colectiva mantienen la historia dentro del marco de entendimiento estatal. Estas formas son usadas para controlar a la sociedad y definir los rituales nacionales históricos y otras maneras en las que el Estado conmemora el pasado. Los libros de texto, por ejemplo, desempeñan un papel decisivo en la versión oficial de la historia.
En contraste, concepciones históricas personales o no oficiales (incluyendo las académicas) pueden presentar versiones del pasado que pueden ser descritas como democráticas o liberales, en oposición a una representación conservadora. Cuando se trata de hitos como la Gran Guerra Patriótica rusa de 1941-1945, el Estado no puede obviar, aunque quisiera, la multitud de historias personales de familias e individuos, así que estos juicios deben ser incorporados a los rituales conmemorativos oficiales.
Un ejemplo de apropiación estatal de una memoria particular ocurrió en 2011 con una iniciativa de tres periodistas de la ciudad de Tomsk, conocida como el Regimiento Inmortal. Inicialmente se trató de una marcha de familias e individuos sosteniendo retratos de familiares que participaron en la Segunda Guerra Mundial, un evento que no fue organizado oficialmente o patrocinado por el Estado. La iniciativa en esencia se ha mantenido hasta cierto grado en la gente, pero el régimen la ha explotado de manera exhaustiva. Putin comenzó a participar en las marchas, y organizaciones pseudo-cívicas controladas por el Kremlin, como la Cámara Cívica y el Frente Popular Panruso, han intentado apropiarse del Regimiento Inmortal para sus propósitos.
En su concepción oficial, la conmemoración rusa del Día de la Victoria en 1945 es oficialmente una ocasión de luto colectivo por los muertos de la guerra rusa. Pero se ha convertido en un instrumento para proporcionar apoyo al líder ruso más militarizado y belicoso. De acuerdo con esta visión histórica, la guerra no es una calamidad, sino motivo de celebración. Los excesivos esfuerzos propagandísticos con los que el gobierno nacionaliza la Gran Guerra Patriótica a menudo tienen el efecto contrario de lo que se pretende. Los ciudadanos rusos tienden a ver el 9 de mayo como un evento anual clave, pero muchos de ellos se muestran cada vez más escépticos, ya que es celebrado como fiesta estatal en vez de fiesta popular.
Bajo la influencia del Estado, las concepciones oficiales de la historia están calando en los recuerdos personales. Los matices de una historia particular familiar ya no se consideran tan importantes. Parece que muchos rusos de a pie están aceptando la versión oficial y convencional de la historia de la guerra tal cual se la presentan, y modelan sus recuerdos personales para acomodarlos a esta versión. Este sentido de conformidad memorística tiene los mismos impulsores que la conformidad política en un régimen autoritario: es más fácil y conveniente permanecer en el mainstream.
El alejamiento entre estos dos tipos de memoria no implica que la memoria personal excluya el orgullo por el país de uno mismo, más bien al contrario. De todas maneras, defensores de la memoria colectiva oficial del Estado y defensores de la contra-memoria no oficial particular a menudo tienen concepciones distintas acerca de su país y de qué es el patriotismo.
Problemas vecinales
La memoria colectiva oficial de Moscú también puede chocar con los recuerdos nacionales –y los documentos históricos– de otros países, a veces complicando las relaciones de Rusia con ellos. Un ejemplo de esto hace referencia a la relación de Rusia con Polonia y la masacre de Katyn de 1940, cuando la policía secreta de Stalin asesinó aproximadamente a 22.000 oficiales y soldados polacos en un bosque al este de Rusia. Moscú lo reconoció oficialmente cuando Yeltsin fue presidente y en 2010 el anterior presidente, Dmitri Medvedev, tenía documentos de archivo confirmando la culpa de la Unión Soviética publicados en una página web gubernamental.
Sin embargo, un gran segmento del público ruso aún duda de los hechos históricos de la masacre de Katyn, de la que se echó la culpa a los nazis durante el periodo soviético. Una encuesta del centro Levada de 2011 mostró que el 24% de los rusos aún creía que las fuerzas de Hitler ejecutaron a los oficiales polacos en el bosque de Katyn, y el 42% dijo que no sabía o no tenía una opinión al respecto. Algunos intransigentes han instalado postes informativos en el área del memorial de Katyn con supuestos hechos acerca de la muerte de oficiales del Ejército Rojo en cautiverio polaco en 1920, con cifras de muertes infladas. La masacre de Katyn y el cautiverio de 1920 no tienen que ver el uno con el otro, pero hay una lógica política en relacionarlos con el principio del ojo por ojo. La conclusión intencionada es que aunque Moscú –Stalin, desde luego, no el régimen ruso moderno– sí ejecutó a los oficiales polacos, los polacos también mataron a oficiales del Ejército Rojo.
Esta confusión histórica sucede en un contexto de una mala actitud sin precedentes de los rusos hacia los polacos. En 2016, Polonia ascendió al cuarto lugar entre los países percibidos como adversarios de Rusia, solo por detrás de Estados Unidos, Ucrania y Turquía. Como resultado, muchos aspectos de la historia de las relaciones ruso-polacas son controvertidos, requiriendo de la creación de un grupo ruso-polaco para casos complicados.
Simplificando el pasado
Entre estas divisiones, el actual régimen ruso no acoge las interpretaciones complejas de la historia. Las preguntas complicadas y las reflexiones se dejan para aquellos que no quieren pensar con el vocabulario de la propaganda oficial.
Esta tendencia reitera las simplificaciones de la época soviética. El 5 de diciembre de 1966, el poeta, escritor y editor soviético de la revista literaria liberal Novy Mir, Alexander Tvardovsky, registró en su diario sus pensamientos acerca del método soviético de conmemoración de eventos pasados, que implicaba simplificarlos y condensarlos tanto como fuera posible. Tvardovsky recordó la brutal represión de Stalin en la víspera de la Guerra contra Alemania. Y escribió: “Ningún otro ejército en el mundo ha sufrido nunca en ninguna guerra tantas pérdidas en sus cuadros de mando como nuestro ejército en la víspera de la guerra y, en parte, tras la guerra. ¿Qué hace uno con ese recuerdo? No hay duda de que aquellos que murieron en la víspera de la guerra y durante la guerra –pero no en el frente, sino en las prisiones del régimen, campos y cámaras de tortura– también merecen ser recordados de la misma manera”.
Medio siglo ha pasado desde esta nota de diario, y el entendimiento ruso de la memoria colectiva histórica ha retornado a la época de Brezhnev, que comenzó en 1964. Las memorias de Alexander Bovin, el escritor de discursos favorito de Brezhnev en sus primeros años como líder soviético, contienen un episodio revelador. Consejeros liberales del secretario general del Partido Comunista querían ayudar a Konstantin Simonov, un poeta y célebre escritor soviético de la época de la guerra, a publicar su diario de 1941. Pero la principal directiva política de la armada y la marina soviética, que defendían la versión oficial de la historia de ese periodo con total determinación, se oponía firmemente.
El escritor fue invitado a conocer a Brezhnev. A pesar de un encuentro personal cálido entre ambos, Brezhnev no apoyó la publicación de sus diarios. Explicó que aunque él había visto incluso cosas peores durante la guerra, los sentimientos de los ganadores debían ser protegidos. Brezhnev dijo algo que transmite, en parte, la actitud de las élites de hoy hacia la interpretación de la historia de la guerra: “Puede que hayamos visto lo que vimos, pero la verdad esencial es que ganamos. Las demás verdades se desvanecen ante esto. Ya llegará el tiempo para sus diarios”.
El tiempo para la verdad vino con el fin de la Unión Soviética, y vino más rápido de lo que casi nadie anticipó. Aun así, como dijo Brezhnev, otras verdades siguen desvaneciéndose, y la historia de hoy de la guerra se reduce a clichés propagandísticos insultantes para aquellos que lucharon en la guerra. La élite gobernante ha nacionalizado de nuevo la memoria histórica, y los ideólogos del gobierno consideran cualquier criticismo del régimen como moralmente deplorable. La idea clave –un recurso primitivo pero eficiente– es que aquellos que duden del sistema político ruso socavan la victoria compartida del país.
Una revolución irrelevante
Hace 100 años, el régimen soviético nació en las llamas de la revolución de octubre de 1917. Como resultado, a lo largo de la época soviética todos los fenómenos revolucionarios y libertarios relacionados con la liberación nacional del país –incluyendo el periodo de fervor romántico en las artes– tenían connotaciones positivas. Esta es una característica del periodo soviético no compartida por la era Putin, ya que esta es en esencia contrarrevolucionaria. De hecho, muchas de las características del actual modelo ruso de autoritarismo, como su naturaleza represiva y su cruzada contra cualquier cosa que en líneas generales pueda ser interpretada como extremismo, vienen del miedo del gobierno a las revoluciones de colores, la primavera árabe y el movimiento del Maidan ucraniano de 2013-2014.
La paradoja es que, históricamente, el actual régimen político ruso nació de una revolución pacífica burguesa, las reformas políticas y económicas liberales de principios de 1990. Esta disonancia moldea la relación ambigua del régimen con el pasado. Aunque el liderazgo actual viene de una revolución en la mentalidad de la población, en el sistema económico y las estructuras políticas del país, el Kremlin está obsesionado con su propia conservación y no puede soportar nada que sea revolucionario.
Esta mentalidad determina, por ejemplo, las actitudes negativas de las élites rusas, incluyendo al propio Putin, tanto hacia Lenin como símbolo de la revolución de 1917, que de alguna manera apunta hacia un periodo muy diferente, la agitación revolucionaria democrática y el denominado caos de los noventa. A principios del 2016, Putin dijo sobre Lenin: “Dejar que tu mandato sea guiado por pensamientos está bien, pero solo cuando esa idea te lleva a buenos resultados, no como en el caso de Vladimir Ilyich. Al final esa idea llevó a la caída de la Unión Soviética”. Y continuó: “Había muchas ideas como otorgar autonomía a las regiones y otras que plantaron un bomba atómica debajo del edificio llamado Rusia, que más tarde explotó. No necesitamos una revolución global”. Las actitudes populares hacia Lenin son relativamente positivas. En una encuesta de marzo de 2017, el 56% de los encuestados convino en que Lenin tuvo un papel positivo en la historia rusa.
Lo que es un gran desafío para las autoridades rusas en 2017 es que es imposible que obvien el centenario de la revolución de octubre, pero no está claro cómo deberían conmemorarla. La única idea que se les ha ocurrido al gobierno y a la iglesia rusa ortodoxa es plantear las divisiones de la sociedad en curso como una oportunidad para la reconciliación entre los rojos revolucionarios y los oponentes blancos, aunque estas categorías de la historia rusa no tienen relevancia en el presente. Las limitaciones de este enfoque se ven enfatizadas por el controversial anuncio estatal en enero 2017 de que trataría de transferir la propiedad de la catedral de San Isaac en San Petersburgo a la iglesia ortodoxa rusa, a lo cual algunos residentes se opusieron. La catedral se había puesto bajo control estatal durante la época soviética y se transformó en museo. El patriarca Kirill de Moscú y Pan-Rusia intentaron describir este acontecimiento como una oportunidad para adquirir una dosis de unidad cívica, hablando del “símbolo de la reconciliación de nuestra gente”, del consenso existente “en que las iglesias devueltas sirvan como la encarnación del perdón mutuo entre rojos y blancos, entre creyentes y no creyentes”. Opuesto a este sentimiento, la situación alrededor de la catedral de San Isaac de hecho causó un grave conflicto que no unió sino que polarizó no solo a los residentes de San Petersburgo, sino a la entera nación en bandos de defensores y detractores de la decisión. Como resultado, si la catedral fuese símbolo de algo, personificaría la separación de la sociedad más que su reconciliación.
Como indica la controversia de la catedral, las opiniones públicas rusas sobre la Revolución de Octubre son más bien confusas. De un lado, el gobierno que ganó la Segunda Guerra Mundial es sucesor directo de 1917. De otro lado, la mentalidad del ruso corriente de hoy ciertamente no es roja. Las generaciones de ciudadanos que han fantaseado con las nociones acerca de la revolución se están acabando, y el número de encuestados que creen que los primeros años tras 1917 trajeron “más malo que bueno” crece regularmente, aumentando un 10% entre 1994 (38%) y 2016 (48%). Esta división creciente en curso explica la reticencia del régimen a tomar una posición fuerte en el centenario de la Revolución de Octubre. Desde la perspectiva del Estado, es mejor obviarla que conmemorarla. Incluso el presupuesto que organizaciones pro-Kremlin han reunido para la celebración del aniversario es bastante pequeña: 50 millones de rublos (unos 860.000 dólares estadounidenses).
Un pasado pulido y un futuro incierto
Las narrativas históricas estatales tienden normalmente a seleccionar los recuerdos y memoriales oficiales que un régimen dado necesita para autoafirmarse. El gobierno los pule y exhibe como objetos de orgullo de masas, exultación, venganza, rabia y luto. La versión oficial de la memoria puede ser embellecida con el uso de mercadotecnia y tecnologías modernas, como la pista de hielo con temática del Bosco en la Plaza Roja, y usada para promocionar la supuestamente visión correcta de la historia. Este proceso es como si se coloreara una antigua película en blanco y negro y se sacase de nuevo por televisión nacional.
Algunos ciudadanos de la Rusia moderna pueden alimentar en sus corazones el mito del eficaz puño de hierro de Stalin y ponerse nostálgicos con el periodo de calma aletargada de Brezhnev, pero el periodo que más valoran es el actual. Quizás es por eso que los rusos puntúan la era Putin, quien es visto como el heredero de todo lo mejor de la historia rusa, como la más favorable de todas.
Pero la manera en que se construye actualmente la memoria colectiva en Rusia no deja posibilidad para el desarrollo futuro del país. La conciencia de masas es reducida a un estadio primitivo, donde los rusos están unidos alrededor de valores arcaicos. La simplificación oficial del pasado se niega a reconocer el papel de los individuos como piezas independientes en la historia, reservando este papel para el Estado y su sistema burocrático, las élites financieras y la maquinaria militar.
La identidad nacional se basa, sobre todo, en la experiencia en una historia común, pero en la Rusia actual, el presente modelo de experiencias históricas nacionales divide a la gente en vez de unirla. Como resultado, en cierto sentido, la nación rusa no está cerca de desarrollar su propia identidad moderna. Además, Rusia parece estar mucho más alejada de comprender su lugar en la historia que cuando se convirtió en un país independiente en los noventa.
Este artículo fue publicado originalmente el 5 de octubre, en inglés, en la web del Centro Carnegie de Moscú.