En años recientes, el gobierno de Rusia ha formulado una política en relación con la historia del país (una política histórica) que pretende consolidar la nación alrededor de una única versión oficial acerca del pasado. Este enfoque estatal tiende a glorificar el legado imperial ruso y alentar a la ciudadanía a conformarse con un informe histórico simplificado. Sin embargo, dado que esta versión individual de la memoria colectiva no es aceptable para todos los ciudadanos, esta política está causando divisiones en la sociedad rusa.
Instrumento de control
Cuando un gobierno busca controlar la historia, su objetivo es controlar a la gente. A veces la versión estatal oficial del pasado puede servir como base para un contrato social no escrito entre el gobierno y sus ciudadanos. Eso es lo que está pasando en Rusia hoy día. El presidente, Vladimir Putin, ha introducido la idea de lo que él llama la “historia de los mil años”, de la cual los rusos deben enorgullecerse, una historia que incorpora muchas páginas victoriosas, incluyendo la anexión de Crimea en 2014. Esta historia gloriosa es ofrecida a los ciudadanos a cambio de su lealtad política, y es presentada como más importante que el progreso económico.
El papel personal de Putin ha sido crucial para la formación de la percepción estatal de la historia. Por ejemplo, ha determinado cómo los rusos han de ver hitos del pasado como la transferencia de Crimea a Ucrania en 1954 por Jrushchov, el pacto Molotov-Ribbentrop y la guerra de Invierno contra Finlandia. Putin decide qué personajes históricos, como el filósofo monárquico ruso Ivan Ilyin (1883-1954) y el primer ministro del imperio ruso a principios del siglo XX Pyotr Stolypin, deben ser considerados importantes. Putin se aseguró de que los restos de Ilyin fueran enterrados de nuevo en Rusia en 2005. En 2012, una estatua de Stolypin fue erigida afuera de la Casa Blanca rusa.
Los líderes estatales y la clase militar y burócrata del país se han convertido en los conductores principales del discurso nacional y las políticas acerca del pasado del país. Para la visión histórica de Putin resulta fundamental la victoria de la Unión Soviética en 1945 sobre Alemania en la Gran Guerra Patriótica. El actual régimen, que se autoproclama como el único heredero de esta victoria, usa este logro para hacerse inmune al criticismo en otros asuntos, mientras justifica los esfuerzos de militarización y las excesivas interferencias estatales en todas las dimensiones de la vida. La historia oficial rusa está limitada a las biografías de líderes estatales y militares y a una serie de victorias y manifestaciones del poderío militar estatal, sin dejar espacio para dudas o derrotas. Esto significa que hombres y mujeres libres, en tanto que ciudadanos (no súbditos), no pueden verse como participantes en la historia; más bien sirven como carne de cañón al servicio de la grandeza del Estado. Esta narrativa histórica es una herramienta empleada para legitimar el actual régimen en Rusia.
Como telón de fondo, las encuestas de opinión revelan que la historia constituye un criterio principal para la auto-identificación de los ciudadanos rusos de a pie. Encuestas llevadas a cabo por el centro independiente Levada muestran que en los últimos años, el número de participantes que ponen historia entre los factores clave que aportan un sentimiento de orgullo por Rusia se ha mantenido alto. En 2015, la “historia” superó a los “recursos naturales rusos” a la cabeza de la lista de razones por las cuales el orgullo nacional ruso se ha mantenido alto (alrededor del 40%) desde entonces.
El discurso histórico dominante del liderazgo ruso es imperialista, basado en los conceptos de conquista, militarismo y conservadurismo (después de todo, los territorios conquistados deben mantenerse dentro del imperio). Como la tabla 1 muestra, en marzo de 2016, el 76% de los encuestados dijeron que los rusos deberían estar orgullosos de sus adquisiciones territoriales imperiales que se remontan al siglo XV, incluso de la conquista de Polonia y Finlandia en el XIX. Solo el 3% cree que este pasado imperial es motivo de vergüenza, y el mismo número se siente avergonzado de la historia soviética del país y la anexión de Crimea. Algunos de los pocos aspectos de la historia rusa en los que números sustanciales de encuestados (alrededor de un 33%) se sienten más avergonzados que orgullosos son las guerras de Afganistán y Chechenia. Menos (alrededor de un 15%) muestra signos de vergüenza por la guerra en curso en Siria.
Estos y otros datos parecidos parecen indicar que muchos rusos prefieren lo que pudiera denominarse como líderes fuertes (esto es, duros o crueles) y favorecen periodos históricos gobernados por ese tipo de líderes. Por ejemplo, de acuerdo con los resultados de una encuesta del centro Levada en diciembre de 2016, una mayoría de encuestados rusos (49%) cree que el monarca medieval Iván el Terrible, que personifica la mano dura, trajo más bien que mal a Rusia; tan solo el 13% piensa lo contrario. Predeciblemente, una mayoría de encuestados (53%) apoyaba una propuesta de construir un monumento memorial del zar, que fue inaugurado en la ciudad de Orel en octubre de 2016.
Esto muestra que la visión de Putin de la historia rusa como una serie de logros a celebrar parece tener eco en una mayoría de los ciudadanos. Aun así, hay una minoría significativa de ciudadanos que no están preparados para aceptar esta versión estatal del pasado y el contrato social que representa.
La sombra de Stalin
En la historia moderna rusa, Stalin es la encarnación del hombre fuerte. Hoy, el Estado tolera la admiración a Stalin, pues ya no representa más un tabú informal, como lo fue en los periodos finales y posteriores a la Unión Soviética. Pero la cuestión de Stalin divide a la nación rusa más que ninguna otra cosa.
Las percepciones acerca de si el periodo estalinista hicieron más bien o mal a Rusia han cambiado de manera significativa a lo largo de las últimas dos décadas. Durante los 22 años que el centro Levada ha estado preguntando a los rusos acerca de su opinión sobre ese periodo histórico, el número de gente que expresa opiniones favorables ha aumentado del 18% en 1994 al 40% en 2016. El salto del 27% de 2012 al 40% de 2016 fue especialmente llamativo. Esto viene a decir que este cambio ocurrió durante un periodo en el que se intensificaron las políticas internas y externas, incluyendo la anexión de Crimea, el resurgimiento de la percepción de Rusia como una gran potencia y la legitimación del poder del Kremlin a través de las páginas gloriosas de la historia imperial del país.
Para muchos ciudadanos rusos, Stalin se convirtió en un héroe ejemplar de la historia rusa, y solo un 38% de los rusos tenía una opinión negativa de su época en 2016. Un mayor número de rusos (54% en marzo de 2016) consideran a Stalin como un personaje que tuvo un papel de alguna manera positivo en la historia del país. Casi un cuarto de los encuestados dicen que la crueldad de Stalin está justificada históricamente y que sus persecuciones eran una necesidad política, una cifra que ha aumentado en un 17% entre 2007 y 2016. Mientras tanto, el número de aquellos que condenan las acciones de Stalin ha decaído del 72 al 45% (ver la tabla 2). El segmento del público ruso que acepta las acciones de Stalin se ha mantenido estable durante una encuesta de seguimiento en abril de 2017.
Dada esta división en la opinión pública, el actual régimen gobernante envía mensajes ambiguos sobre Stalin. Hace pocos años, el Kremlin dio permiso para que se construyera un monumento en conmemoración a las víctimas de la represión de Stalin en el centro de Moscú. Este gesto fue una concesión a la sociedad civil, y eso muestra que hay un cierto nivel de permisividad hacia un luto semioficial por ese periodo. Por otra lado, el actual régimen muestra una mayor tolerancia hacia la era Stalin de manera sutil, alentando iniciativas populares estalinistas. Por ejemplo, nadie emite órdenes oficiales para erigir estatuas y bustos de Stalin, pero de todos modos voluntarios en varias ciudades erigen monumentos del déspota. Mientras tanto, en la actual reemergencia del Partido Comunista, la estalinización de su discurso se ha transformado quizá en el único medio de distinguir su patriotismo del de Putin y su partido oficial de Rusia Unida.
Al mismo tiempo, aquellos que abogan por formas más enérgicas de desestalinización sufren presiones. Memorial, una organización internacional de los derechos humanos con base en Moscú que lleva tres décadas perpetuando la memoria de las víctimas de la represión política, ha sido etiquetada de “agente extranjero” por el gobierno ruso. Esto es una señal clara de las autoridades de que aquellos que traten de conservar los recuerdos de la opresión estatal están llevando a cabo actividades antigubernamentales. En algunos aspectos, se puede decir que los líderes de hoy son herederos del régimen de Stalin. En abril de 2017, funcionarios del ministerio de Educación ruso intentaron impedir a unos escolares –que habían ganado un concurso anual de ensayo histórico que Memorial lleva organizando años– viajar a Moscú a la ceremonia de entrega de premios, bajo la premisa de que Memorial está “proscrita” en Rusia. Esto no solo era falso, si no que muestra cómo un ministerio gubernamental estaba dispuesto a luchar vehementemente contra cualquier cosa que no corresponda con la interpretación oficial estatal de la historia, y por ende con la ideología no escrita del régimen.
Otra línea divisoria
En el otro extremo del espectro ideológico, el periodo de liberalización en los años noventa, al igual que el periodo estalinista, provoca divisiones en Rusia. Así como las encuestas de opinión muestran cierta aprobación pública del gobierno autoritario, las encuestas del centro Levada indican que muchos rusos también tienen una opinión rotundamente negativa de los líderes que trajeron la democratización y la liberalización a Rusia: Gorbachov y Yeltsin.
Las divisiones en la sociedad inspiradas por el periodo post-soviético inmediato de los noventa han resurgido en un conflicto reciente entre Nikita Mijalkov, que se autodefine como director patriótico de cine, y el centro Yeltsin con sede en Ekaterimburgo, un museo y centro educacional que conmemora al primer presidente de la Rusia independiente. Mijalkov, conocido por sus opiniones conservadoras, ha criticado a esta institución en repetidas ocasiones por “distorsionar la historia” y “glorificar el periodo de destrucción de la patria”. Sin embargo, el centro Yeltsin es el único museo ruso que muestra al completo la compleja y contradictoria naturaleza del papel histórico del primer presidente ruso; y abarca la historia de los noventa en profundidad y con detalle. El centro Yeltsin describe aquellos años no como los del colapso de un imperio y sus valores, sino como la era de la construcción de un nuevo Estado cuyas instituciones y valores están arraigados en la democracia y la economía liberalizada. Aquí es donde se halla la principal línea divisoria. Para algunos rusos, los noventa fueron una era de desintegración (la frase “los tumultuosos noventa” es de uso común). Para otros, ese periodo fue un estadio inicial en el establecimiento de un nuevo Estado después de que un imperio hubiera agotado su aparente potencial. La actitud pública hacia ese periodo divide la nación no menos que los sentimientos acerca de la era Stalin.
El asunto de los noventa resulta especialmente sensible para el actual régimen. De un lado, el gobierno basa su imagen en un contraste entre los supuestamente peligrosos, empobrecidos y criminalizados noventa y la estable y próspera era Putin. De otro lado, todas las élites políticas y financieras del país, incluyendo al propio Putin, vienen de los noventa. Después de todo, la trayectoria de Putin despegó bajo el amparo de una de las figuras emblemáticas, asociado con la perestroika al principio de los noventa, luego alcalde de San Petersburgo, Anatoly Sobchak. Además, Putin fue convocado en Moscú por los denominados liberales de San Petersburgo, quienes llevaban un tiempo trabajando en el gobierno y habían construido las instituciones económicas y administrativas del nuevo país a través de dolorosas reformas. Finalmente, Putin fue elegido por la familia política de Yeltsin para ser primer ministro y más adelante presidente, y fue el propio Yeltsin quien personalmente transfirió su poder a Putin, con la petición de que cuidara de Rusia.
Estos complicados hechos explican los sentimientos encontrados del régimen actual en relación con el periodo de los noventa. El Kremlin no se opone a la tendencia de representar ese periodo como una era de total colapso, porque sin estos datos históricos la imagen de Putin como salvador de la nación palidece. No puede haber fénix si no hay cenizas.
Este artículo fue publicado originalmente el 5 de octubre, en inglés, en la web del Centro Carnegie de Moscú.