El 27 de junio el presidente ucraniano, Petro Poroshenko, firmó el mismo Acuerdo de Asoación entre Ucrania y la Unión Europea que a finales del año pasado el depuesto presiente Viktor Yanukovich decidió posponer. Mucho ha pasado desde entonces. Ahora, tras meses de violencia, Bruselas y Kiev celebran la firma de un acuerdo que es fruto de una semilla tanto de la oportunidad como de la discordia.
El acuerdo llega en una fase del conflicto en el este de Ucrania caracterizada por la contradicción. Los combates continúan; el mismo 24 de junio un helicóptero militar fue derribado por un cohete rebelde, lo que resultó en la muerte de nueve militares ucranianos –cifra que palidece frente a las 49 bajas del avión derribado el día 14-. El que los cañones sigan humeando no sería noticia de no ser por el alto el fuego temporal declarado unilateralmente por Poroshenko el 20 de junio y secundado por los líderes rebeldes tras las conversaciones de paz entre representantes ucranianos, rusos y secesionistas auspiciadas por las OSCE en Donetsk el 23 de junio –las primeras conversaciones a las que los rebeldes fueron invitados-.
El alto el fuego temporal, previsto hasta el 27 de junio y planteado por Kiev como una oportunidad para los rebeldes para que depongan las armas, parece, a juzgar a por su escaso seguimiento, papel mojado. Sin mecanismos claros de verificación –se trabaja en ellos- y sin un acuerdo para resolver el conflicto comúnmente aceptado –por supuesto, también se está trabajando en ello-, cabe esperar que los rebeldes no vean en el cese temporal de las hostilidades más que una mera moratoria de los combates.
Pero, a pesar del aparente colapso del alto el fuego, Moscú, Kiev, Paris y Berlín esperan que se pueda alargar la tegua. Poroshenko, que en el pasado prometió que su gobierno no trataría con “terroristas”, espera contar con más tiempo para conseguir que sus adversarios se adhieran a su plan de paz. Poroshenko, el pragmático “rey del chocolate” que antes de convertirse en presidente sostenía que “sin un diálogo directo con Rusia, no será posible crear seguridad”, afirma que su “objetivo es la paz”, pero no a “cualquier precio, no bajo cualquier circunstancia”. El presidente parece dispuesto a asumir una postura más conciliadora con Moscú, pero sin renunciar a Europa. Este planteamiento se refleja, por ejemplo, en el hombre elegido para ocupar el puesto de ministro de Exteriores, Pavlo Klimkin. Enviado a Berlín del expresidente Yanukovich, expresó públicamente su frustración con la decisión de este de posponer la firma del acuerdo con la UE. Su estilo sobrio y diplomático debería evitar incidentes como el causado por el exceso verbal cometido por su predecesor, Andriy Deshchytsya, quien, al intentar calmar a manifestantes ante la embajada de Rusia en Kiev, fue captado por las cámaras refiriéndose al presidente ruso Vladimir Putin como un khulio, vulgar referencia en ucraniano al órgano reproductor masculino.
En el insurrecto este del país el plan de paz de Poroshenko no convence; sus promesas de descentralización del poder y de mayor autonomía –que no federalización- no se considera creíbles o suficientes. Además, ahora que el Acuerdo de Asociación con la UE es una realidad regresa a escena el temor a que una mayor vinculación con Europa se produzca a costa de deteriorar los vínculos comerciales con Rusia, principal destinatario de las manufacturas del este de Ucrania. Sin embargo, el Kremlin ha expresado, con su cautela habitual, su respaldo al plan de paz y al cese de hostilidades, pero advirtiendo que estos no pueden constituirse como “ultimátum” para los secesionistas y que es necesario abrir un proceso de diálogo inclusivo con todas las fuerzas.
Desde la anexión de Crimea, los designios de Putin cada vez han sido más difíciles de discernir. El 26 de junio, el Consejo de la Federación (el senado ruso) retiró, sin duda siguiendo los deseos del propio Putin, la autorización para usar la fuerza en Ucrania, declarada el 1 de marzo. Aunque esta medida no impide que Rusia intervenga en su país vecino a la orden de Putin –según Washington, las tropas rusas siguen yendo y viniendo a la frontera a pesar de los anuncios del Kremlin sobre su retirada-, la decisión se proyecta como un gesto conciliador. Sin embargo, la propia naturaleza del conflicto dificulta interpretar el verdadero sentido y palabras de Putin.
En el este de Ucrania se desarrolla un conflicto por delegación. Para hacer valer sus intereses, Rusia ha respaldado a las fuerzas rebeldes, sus “delegados”, con retórica y, al menos en un aspecto, con hechos: el gobierno ruso ni promete hacer ni hace nada por controlar el tráfico transfronterizo de luchadores voluntarios. El propio carácter opaco de este tipo de conflictos y la siempre activa maquinaria propagandística de ambos bandos, unida a los límites de la recolección de datos de inteligencia, dificulta precisar el alcance real del apoyo ruso. El Kremlin niega, por ejemplo, que la aparición de tanques en el arsenal de los rebeldes sea cosa suya. Sin embargo, no es la primera vez que Putin engaña: el propio presidente afirmaba –no sin un gesto un tanto burlesco- que los enmascarados sin insignia que orquestaron la toma de Crimea no eran tropas rusas, algo que más tarde reconoció. Si quiere equilibrar las capacidades sobre el terreno, o mandar una señal de que estaría dispuesto a hacerlo, la transferencia de armamento pesado y de vehículos de combate acorazados sería una maniobra con pleno sentido.
Sin embargo, podría ser el caso de que Putin desease sinceramente estabilizar la situación ahora que ha demostrado su capacidad para erigirse como el actor de referencia para la resolución del conflicto. Rusia hará oír su voz tanto entre bambalinas como en marcos formales, como el provisto por la OSCE. Si lo que Putin pretende desde abril es un replanteamiento de la estructura político-territorial de Ucrania, lo ha conseguido. Al margen de discursos cargados de sentimiento nacionalista y de llamamientos irredentistas sobre novorossiya, denominación de la época zarista para el este y el sur de Ucrania, lo más seguro es que la preferencia de Putin sea una Ucrania a la medida de Rusia, no replicar un episodio secesionista como el de Osetia del Sur y Abjazia en 2008. Y, por supuesto, ya desde la anexión de Crimea, Rusia ha reforzado uno de sus objetivos estratégicos al mostrar a la OTAN con la fuerza de los hechos que la adhesión de Ucrania y Georgia es una mala idea. Los resultados no se han hecho esperar: el 25 de junio los ministros de Exteriores de la OTAN decidieron que en la Cumbre de Cardiff, prevista para septiembre, Georgia no será invitada a unirse a la Alianza.
Putin ha alcanzado sus objetivos estratégico-militares respecto a la OTAN –reconocidos por el propio presidente en una entrevista a la prensa francesa ofrecida días antes de la conmemoración del “Día D”-. Con la percepción generalizada de que Rusia es indispensable para alcanzar una resolución a la crisis en Ucrania y con el grifo del gas ya cerrado para sus díscolos y fraternalmente eslavos vecinos –dado que lo que está en cuestión es el mismísimo estado ucraniano, no cabe duda de la motivación política que guía a Gazprom-, el Kremlin tiene la capacidad para moldear el futuro del este del país, incluso a pesar de la firma del Acuerdo de Asociación. Putin ya ha hecho sus deberes, por lo que ahora su apuesta por la paz no sólo es interesada, sino que bien podría ser honesta.
El problema, sin embargo, es que los planes de Putin podrían fracasar debido precisamente al éxito con el que se han desplegado las herramientas de la guerra por delegación. Rusia ha conseguido crear una insurgencia correosa, tenaz y relativamente efectiva, pero es muy posible que sectores de la misma tengan vida propia, actuando sin arreglo a las preferencias de Moscú. La decisión de los rebeldes de llevar a cabo el referéndum de autodeterminación en Donetsk y en Luhansk el 11 de mayo, desoyendo los consejos de Putin, podría ser prueba de ello; que horas después de aceptar el alto el fuego los rebeldes derribasen el helicóptero del ejército ucraniano, también. Con esto, Putin podría estar perdiendo control sobre los acontecimientos. Si la violencia no cesa pronto, es posible que su retórica conciliadora no sea suficiente para aflojar la amenaza de sanciones por parte de Occidente –aunque en este sentido Washington y Bruselas siguen sin ponerse de acuerdo-.
En Ucrania se ha puesto en marcha una maquinaria difícil de parar. Las capitales piden calma, pero en el campo de batalla sigue hirviendo la sangre.
por Alberto Pérez Vadillo, especialista en relaciones internacionales