Tres años después de la caída de Zine el Abidine Ben Alí, Túnez continua su transición a la democracia. Y lo hace con pies de plomo. La dimisión del Primer Ministro Ali Laarayedh el pasado 9 de enero abre el siguiente capítulo en el proceso de democratización del país, pero podría agravar el actual clima de inestabilidad política. Presionado por el desencanto popular con su partido, el islamista Ennahda, así como el asesinato de dos parlamentarios izquierdistas a lo largo de 2013 y la persistencia de las desigualdades sociales, el paro, y la falta de oportunidades que detonaron la revolución del jazmín en 2011, Laarayedh ha presentado su dimisión al presidente Moncef Marzouki. El objetivo era precisamente romper el impasse que ha caracterizado la política tunecina en los últimos meses, llevando a Mustafá Ben Yafar, presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, a hacer una llamada a la unidad y la moderación para evitar el descarrilamiento de la transición –como ha ocurrido en Egipto. El 23 de enero, Laarayedh será sustituido por Mehdi Yumaa, antiguo Ministro de Industria. Al frente de un gobierno tecnocrático, Yumaa será responsable de supervisar la finalización del proceso constituyente.
Este paso abrirá el último capítulo en la transición tunecina. La entrada en vigor de una constitución es considerada la prueba de fuego en cualquier proceso de democratización. Es por eso que Juan Linz consideraba que la transición en España acabó en diciembre de 1978. Pero el caso español también demuestra hasta qué punto esta fecha puede ser prematura: apenas 25 meses después, Tejero irrumpía a tiros en las Cortes. En verdad las conspiraciones militares, llevadas a cabo por una menguante minoría de franquistas recalcitrantes, continuarían hasta bien entrada la década de los 80.
La situación de la democracia tunecina también es frágil, pero no es la primera vez que un Primer Ministro dimite. Ya lo hizo Hamadi Jebali en febrero de 2013, tras el asesinato del diputado izquierdista Chokri Belaid. Y en comparación con sus vecinos Túnez es el alumno modélico de la Primavera Árabe. En Egipto, las autoridades militares que gobiernan desde junio de 2013 han sometido una nueva constitución a referéndum popular entre el 14 y el 20 de enero. Pero el documento otorgará un enorme poder a las fuerzas armadas –los tribunales militares podrán juzgar a los ciudadanos egipcios, y el ejército no necesitará someter sus presupuestos al control de civiles–, y las voces que llaman al “no” o la abstención están siendo reprimidas de manera autoritaria. Todo indica que el ejército egipcio, columna vertebral de la dictadura de Hosni Mubarak, volverá a la posición de poder que ostentaba durante el antiguo régimen.
La situación en Libia, a pesar del triunfalismo con que se proclamó la intervención militar de la OTAN en 2011, es más desastrosa si cabe. A día de hoy, el país es un Estado fallido. Su Primer Ministro, Alí Zeidan, fue secuestrado brevemente en octubre. Fuera de los principales núcleos urbanos, el poder permanece en manos de las guerrillas que derrocaron a Muammar Gadafi, y el gobierno es incapaz de imponer su autoridad. En Siria, la guerra civil entre las facciones rebeldes y el gobierno de Bachaar el Asad ha causado más de 100.000 muertes y un impasse político y militar. El reciente inicio de negociaciones entre régimen y oposición para un alto al fuego ofrece un pequeño motivo de optimismo, si bien la crisis humanitaria del país es monumental, tanto dentro como fuera de sus fronteras.
Pero sin duda es en Bahrein donde las esperanzas de la oposición tienen menos posibilidades de realizarse. Los manifestantes, en su mayoría musulmanes chiítas, fueron aplastados con el apoyo militar de Arabia Saudita. A pesar de todo, las protestas persisten. Y es que la represión ni vence ni convence, mal que le pese a dictaduras de uno y otro color. O al Ministerio del Interior, que acaba de gastarse medio millón de euros en un cañón de agua antidisturbios.