El debate sobre los posibles beneficios del Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión –más conocido por sus siglas en inglés, TTIP– no cesa. Lógicamente, la principal razón que impulsa la firma de un acuerdo de libre comercio es económica, pero en este caso la geopolítica no le va a la zaga. Estados Unidos y la Unión Europea concentran el 50% del PIB mundial y sus intercambios representan casi un tercio del comercio global; sin embargo, miran con cierta aprensión el aumento de los intercambios en otras zonas del mundo. Los beneficios que supondría para EE UU y la UE un acuerdo de tal envergadura difieren según los estudios y, aunque son sustanciales, no supondrían un gran impulso para sus economías, teniendo en cuenta que EE UU ya es el primer socio comercial de la Unión. El debate, por tanto, sigue abierto.
Después de que en febrero se aprobara el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica –TPP– y con algunos “peligros” sobrevolando EE UU y la UE –Donald Trump y Brexit, por ejemplo– aumenta la sensación de que debe acelerarse el desarrollo del TTIP, o al menos así lo ha expresado Barack Obama. La resistencia en las opiniones públicas a ambos lados del Atlántico, por no hablar de los tics proteccionistas de algunos políticos y empresarios, dificultan la tarea.
Más allá de lo económico
Según el Centre for Economic Policy Research, el acuerdo traería un crecimiento del 6% y del 8% de las exportaciones en la UE y EE UU, respectivamente, lo que se traduciría en beneficios de alrededor de 100.000 millones de euros anuales para cada parte, y un aumento estimado de 545 euros al año en la renta de las familias europeas de cuatro miembros. Según este estudio, el resultado final sería el aumento del PIB de la UE de un 0,48%, y un 0,39% para EE UU. Solo en España se estima que en cinco años de aplicación se podrían crear más de 330.000 puestos de trabajo.
Frente a los buenos augurios, también existen estudios que anticipan lo contrario. Según un estudio de la Universidad de Tufts, los resultados del TTIP estarían fuertemente desequilibrados, dejando beneficios solo para la economía estadounidense. Estas cifras son alarmantes –casi 600.000 empleos perdidos– y bastante improbables, pero ayudan a entender las dificultades a la hora de hacer predicciones. Como ya ocurrió con el NAFTA, ni lo malo ha sido tan malo ni lo bueno, tan bueno.
Pero el TTIP busca algo más que el aumento de las exportaciones entre ambos actores internacionales. La armonización de regulaciones es el punto que más controversias genera y también el que, de conseguirse, daría a EE UU y la UE capacidad para invertir la tendencia hacia el Pacífico que vive el comercio mundial en los últimos años. Teniendo en cuenta que las barreras arancelarias entre ambos son mínimas –alrededor del 3%–, las cuestiones técnicas y legales son las que están encima de la mesa.
En este asunto existen dos opciones: o bien la legislación norteamericana se adapta a las disposiciones europeas, mucho más avanzadas y con mayor protección hacia el ciudadano, o bien ocurre lo contrario. Es una explicación, sin embargo, simplista, ya que en algunos ámbitos como el financiero EE UU ejerce más control que su socio. Cuando el objetivo es reducir todo lo posible las barreras al comercio, parece claro que la solución va a ser una armonización a la baja. Se pretende así crear un gran mercado al que el resto del mundo debería adaptarse pero del que, se supone, saldría beneficiado. El aumento del PIB mundial se ha estimado en 100.000 millones de euros. Uno de los más favorecidos sería América Latina, como socio histórico de ambos actores.
Prisas con el TTIP
Aunque Obama anunció el TTIP en 2013, tres años después poco más se sabe del acuerdo. Las negociaciones se han llevado a cabo con secretismo y falta de transparencia. Además del temor a una reducción de los derechos sociales con un probable aumento de la privatización y la falta de protección hacia el consumidor, uno de los puntos más cuestionados es la resolución de controversias. Frente a tribunales privados que podrían beneficiar a los intereses de las grandes empresas, la Unión ha propuesto un tribunal de arbitraje constituido por jueces y que esté “sujeto a principios democráticos y escrutinio público”.
Todos los plazos propuestos para llegar a un acuerdo ya se han superado y en la última semana de abril, con la celebración de la 13ª ronda de negociaciones, parece que hay más urgencia que nunca. Sin embargo, desde la Unión Europea ya no se muestra la misma predisposición a lo propuesto desde EE UU. Es el caso de François Hollande, que ha dejado claro que Francia “se reserva el derecho a decir no” en caso de que vean sus intereses agrícolas perjudicados.
Pero todos tienen prisas. A ambos lados del Atlántico existen amenazas que dentro de unos meses podrían echar por la borda lo trabajado en tres años. El voto a favor del Brexit y un cambio de rumbo político en EE UU pueden poner en peligro el entramado comercial diseñado por Obama. Con el fracaso de las rondas multilaterales, el TPP y el TTIP se alzan como los nuevos pilares del poder económico y Estados Unidos como su líder. A través del TPP, Washington acepta que el centro de gravedad se haya trasladado al Pacífico, al tiempo que desarrolla herramientas para hacer frente a China. Con el TTIP consigue el apoyo de su mejor socio y crea la zona de libre mercado más grande del globo. La Unión Europea, por el contrario, parece haber agotado todos sus cartuchos y solo le queda potenciar su capacidad económica para mantener una presencia global menguante. Está claro que el TTIP es algo más que la apertura de dos mercados que, en realidad, ya están abiertos.