Ante el acaparamiento de titulares por escándalos recientes de la administración presidida por Donald Trump –su política de inmigración digna de Adolf Eichmann; los tropiezos en la cumbre con Kim Jong-un; un G7 desastroso–, el futuro de su política exterior en Oriente Próximo ha pasado relativamente desapercibido. Pero a juzgar por un largo reportaje publicado por Adam Entous en The New Yorker, ese futuro es aún más inquietante de lo supuesto.
Entous sostiene que Estados Unidos, a rebufo de las decisiones de Israel, se encamina hacia un choque con Irán. Si la hostilidad entre estos dos últimos países no es ninguna novedad, sí lo es el contexto en el que actualmente se desarrolla. Desde la firma del acuerdo nuclear iraní en 2015, el gobierno de Benjamín Netnyahu ha logrado consolidar una alianza regional con dirigentes como el príncipe dubaití Mohamed bin Zayed y el príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salmán. Aunque Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos no explicitan su alianza anti-iraní con Israel, los tres países ya colaboran con Egipto en operaciones militares en la península del Sinaí.
La llegada de Trump a la Casa Blanca ha dado el impulso definitivo a este bloque regional. En su artículo, Entous documenta la profunda influencia que el gobierno israelí ejerce sobre la administración estadounidense: a través de sus líderes –Netanyahu cuenta con la admiración indisimulada de Trump y la complicidad del yerno presidencial, Jared Kushner, un viejo conocido del primer ministro israelí–, en la selección de personal (todos los enviados regionales de Trump se adhieren a las posiciones del gobernante Likud) e incluso mediante donantes como el multimillonario Sheldon Adelson. Arabia Saudí también ha aumentado su influencia desde 2017, cuando invitó al inquilino de la Casa Blanca a una visita que pareció disfrutar enormemente.
En la actual coyuntura, la agenda de esta coalición no se reduce a impedir que Irán desarrolle armamento nuclear, un objetivo que el acuerdo de 2015, cada vez más frágil, había logrado establecer hasta que Trump decidió romperlo. Su propósito es limitar cualquier acción iraní en Siria, Yemen o Irak, así como impedir el desarrollo de su actual programa de misiles. Contener a Teherán a cualquier precio, negándole participación en la región aunque ello precipite enfrentamientos militares.
En teoría existen razones por las que EEUU evitaría volcarse en una confrontación de este tipo. Con frecuencia se argumenta que Trump pretende enmendar las relaciones con Rusia, país que ha desarrollado una extensa colaboración militar con Irán con motivo de su participación en la guerra civil siria. Lo cierto es que, por mucho que se acuse al presidente de ser una marioneta de Vladímir Putin, Trump ya ha adoptado medidas contra Rusia –como el envío de misiles anti-tanque a Ucrania– que su predecesor descartó por agresivas. Independientemente de los deseos de Trump, su administración parece encaminada a una relación pésima con Moscú.
Un segundo obstáculo podría ser la situación de la península coreana. La ruptura del acuerdo nuclear con Irán mandaría a Corea del Norte un mensaje diáfano: EEUU no mantiene sus acuerdos, por lo que renunciar al arsenal nuclear depararía a Kim un final similar al de Sadam Hussein o Muamar Gadafi. Una interpretación alternativa, expuesta por Anshel Pfeffer en el diario israelí Haaretz, es que la cumbre en Singapur ha logrado el efecto inverso. Mientras el régimen norcoreano –que ansiaban una relación de tú a tú con EEUU– apueste por la diplomacia, Trump evitará atacarlo militarmente, igual que Barack Obama rechazó la presión israelí para bombardear Irán durante las negociaciones del acuerdo nuclear. Una situación que permite a EEUU centrarse en otros frentes y enemigos.
En clave interna la teoría es que, aunque el presidente caiga presa de arrebatos infantiles, los “adultos” de su administración, como el exgeneral y secretario de Defensa, James Mattis, se encargan de reconducir sus prontos para evitar desastres geopolíticos. El problema es que, en lo que a Irán respecta, aún hay militares que guardan rencor al régimen de los ayatolás por lo que consideran una retahíla de humillaciones, como la crisis de los rehenes en 1979, el fracaso de la Operación Desert One y los atentados de Hezbolá en Beirut, que en 1983 acabaron con la vida de 241 marines estadounidenses. El exmarine Mattis, lejos de ser una voz de templanza, es exactamente lo contrario en este frente.
Una última objeción tiene que ver con las capacidades militares de Irán. Se trata de un país inmenso, así como una potencia regional a la que EEUU no puede enfrentarse gratuitamente –lo intentó en 2002, en unos ejercicios militares virtuales, con resultados desastrosos–. Efectivamente, Trump no puede doblegar a Teherán mediante las intervenciones limitadas y opacas que el público estadounidense aún tolera. La cuestión es que, como señala el irano-estadounidense Vali Nasr en un ensayo publicado en Foreign Affairs, Irán basa su política de seguridad en una estrategia de defensa avanzada. En vez de esperar a sus rivales pasivamente, Irán los combate a nivel regional. El principal cometido de la fuerza Quds, la división internacional de la Guardia Revolucionaria al mando del carismático Qassim Suleimani, es entrenar y colaborar con una red de proxis regionales –milicias chiíes en Irak, Hezbolá en Líbano, huzíes en Yemen– que ha magnificado la influencia iraní en Oriente Próximo.
Irán, como señala Nasr, es una potencia revisionista antes que revolucionaria. No busca una guerra apocalíptica, sino modificar un status quo regional que le es hostil. Pero su política de defensa avanzada permite a EEUU forzar choques militares con Teherán –en Siria, Yemen, Líbano o Irak– sin atacar el propio país o declarar una guerra convencional. Hacia allí parece encaminarse Trump, con el más que probable apoyo de su partido y sin que la opinión pública –ocupada con otros tantos escándalos graves– esté al tanto.