Ciudad de Guatemala, 1954. Un agente de la CIA olvida en su habitación de hotel documentos que detallan un golpe de Estado contra el presidente Jacobo Árbenz. Se genera un escándalo internacional. Desde Langley, Virginia, llegan órdenes de saturar los periódicos guatemaltecos con “noticias falsas” para distraer al público. “A ser posible, invéntense grandes historias sensacionalistas, como platillos volantes, nacimientos de sextetos en áreas remotas”, o rumores de que Árbenz planea forzar a los soldados católicos de su ejército a venerar a Stalin. El episodio, reconstruido por el periodista Tim Weiner en su excelente Legado de cenizas, muestra a la CIA más desbocada, promoviendo golpes de Estado brutales y falsas conspiraciones comunistas para liquidar a gobiernos reformistas que irritaban a Estados Unidos.
Seis décadas después, la CIA está en el epicentro de otro episodio de subversión que incluye conspiraciones del Kremlin. Pero en esta ocasión, la víctima es EEUU. El verdugo, según denuncia la agencia de inteligencia, es Vladímir Putin, maestro titiritero que ha hackeado las elecciones estadounidenses para sentar en el Despacho Oval a su pelele predilecto, Donald Trump. Un caso que combina realidades alarmantes con exageraciones y conspiraciones febriles. ¿Es Trump realmente el candidato de Manchuria?
El oso que me espió
Durante la campaña presidencial, el Partido Demócrata sufrió filtraciones constantes de la correspondencia electrónica entre sus líderes. Salvo el caso de Hillary Clinton, investigada judicialmente por emplear un servidor de email privado durante sus años como secretaria de Estado, las filtraciones fueron obtenidas vía spear phishing, una técnica informática de infiltración. Los emails obtenidos de esta forma, publicados por Wikileaks y DCLeaks, revelaban detalles embarazosos: la secretaría general demócrata, teóricamente neutral, apoyando a Clinton durante las primarias; contradicciones preocupantes durante los años en que Clinton dirigió la diplomacia estadounidense; excentricidades de John Podesta, mano derecha de la nominada, que alimentaron todo tipo de teorías delirantes.
En un informe confidencial, publicado el 9 de diciembre, la CIA sostiene que los ataques informáticos se originaron en Rusia, y señala a Putin como responsable. Trump, supuesto beneficiario, ha acusado a la agencia de engañar al público. No existe consenso en cuanto al grado de implicación rusa (el FBI, que ha jugado un papel destacado durante las elecciones, no comparte las conclusiones de la CIA), pero James R. Clapper, director de Inteligencia Nacional, advirtió en octubre que Rusia podría estar interfiriendo en el proceso electoral estadounidense.
Can you imagine if the election results were the opposite and WE tried to play the Russia/CIA card. It would be called conspiracy theory!
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) December 12, 2016
Existen múltiples pistas que señalan a Moscú. En junio, la compañía de ciberseguridad Crowdstrike afirmó que los hackers pertenecían a dos equipos célebres, Fancy Bear y Cozy Bear. Como señala The Guardian, los bears (osos) comparten tres características: “Herramientas digitales caras, lo que sugiere patrocinio de algún Estado; interés en buscar información sensible, embarazosa o estratégicamente significante, en vez de datos que los beneficien financieramente; y una elección de blancos alineada con objetivos políticos rusos”. Guccifer 2.0, el hacker vinculado a las filtraciones de DCLeaks, podría ser ruso. La empresa de seguridad informática SecureWorks se muestra “moderadamente segura” de que los ataques provienen de Rusia.
Con todo, atribuir responsabilidades es difícil en las arenas movedizas del ciberespionaje. Los “osos” no pertenecen a las fuerzas armadas rusas. La aparición de “ciber mercenarios”, a menudo vinculados a Estados para los que no trabajan de forma explícita, plantea problemas legales y políticos considerables. Como señala The Intercept, la acusación contra Rusia consiste en poco más que una atribución especulativa.
Macartismo en la nueva guerra fría
El desarrollo de los acontecimientos también muestra una incompetencia considerable por parte de los dirigentes demócratas. Cozy Bear penetró sus sistemas de información en el verano de 2015; Fancy Bear, en abril de 2016. En noviembre de 2015, el FBI advirtió al partido de una posible infiltración. El propio equipo de ciberseguridad demócrata mencionó esta posibilidad en marzo de 2016, pero no se tomaron medidas hasta dos meses después. La cuenta de Podesta fue hackeada porque hizo clic en un enlace falso, torpeza sonrojante en un veterano de la política.
Pero la historia es demasiado buena como para permitir que los hechos la estropeen. Durante la campaña electoral, Trump mostró recurrentemente su afecto por Putin. El entorno de Trump, lleno de supuestos simpatizantes del presidente ruso (el ex director de campaña Paul Manafort, el futuro secretario de Estado, Rex Tillerson), posiblemente apueste por promover una reconciliación entre Washington y Moscú. Alexandr Dugin, el provocador ideólogo de Putin, ha interpretado el resultado de las elecciones como un triunfo de Moscú.
Sobrerreaccionando ante estos acontecimientos, muchos demócratas se han refugiado en un universo alternativo, donde la derrota de Clinton la causaron un FBI súbitamente prorruso, las filtraciones de emails y los portales de “noticias falsas” (fake news): en resumen, las malas artes de Putin. El macarthismo vuelve a EEUU, pero esta vez lo promueve el centro-izquierda. Economistas destacados como Paul Krugman se han transformado en rusófobos de salón. En su última comparecencia ante la prensa, Obama cargó duramente contra el país de Putin: “Es un país más pequeño y débil que el nuestro. Su economía no produce nada que nadie quiera comprar, aparte de petróleo, gas y armas”.
Convendría desdramatizar este lenguaje, más propio de la guerra fría que de la coyuntura actual. El terror ante la desinformación refleja el nerviosismo de unos medios de comunicación que han perdido la capacidad de generar narrativas dominantes. Lejos de haber nacido con la era de la posverdad, las “noticias falsas” son tan antiguas como la política. Las empleó la CIA en Guatemala y la prensa anglosajona para promover la invasión de Irak. El Washington Post, especialmente beligerante frente a Trump, acumula un año de periodismo nefasto tras realizar una cobertura de campaña sesgada y publicar artículos difamatorios falsos.
Es posible que Moscú interfiriese en las elecciones estadounidenses, posiblemente por rechazo a Clinton (que criticó abiertamente las elecciones rusas de 2011) antes que por simpatía con Trump. Nada nuevo bajo el sol: los gobiernos de países poderosos suelen interferir en las elecciones y dinámicas internas de otros países. “En Moscú se entiende que han soportado 25 años de injerencias camufladas en financiación a la sociedad civil profesionalizada, de directrices y apoyo financiero a candidatos opositores en Rusia y en el resto del espacio postsoviético”, señala Rubén Ruiz Ramas, investigador en la City University of London. “Para Putin tiene que ser un sueño cumplido vender la impresión de que se han invertido los papeles”. Cuando EEUU apoyaba a Boris Yeltsin, era la revista Time la que se jactaba de que los americanos dirigían sus campañas electorales.
En última instancia, los demócratas perdieron por dos motivos fundamentales, ambos poco relacionados con las maquinaciones del Kremlin. El primero es el Colegio Electoral, que distorsiona el voto popular y, por segunda vez en el siglo XXI, ha permitido la victoria de un candidato que recibe menos votos que su rival. El segundo fue la campaña de Clinton, pésimamente diseñada. Como han señalado varios seguidores de Trump, no fue Putin quien aconsejó a la candidata demócrata ignorar los Estados del “cinturón de óxido,” que en 2012 se pronunciaron por Obama y en 2016 otorgaron la victoria a Trump.
Los hackeos del Partido Demócrata son preocupantes. El informe CIA debiera desclasificarse para promover un debate público sobre el papel desempeñado por Rusia en las elecciones. Si se demuestra una injerencia clara, EEUU tendrá que tomar medidas punitivas al respecto. Pero el reto principal de los demócratas no es evitar la autocrítica agitando el miedo a Putin: es reflexionar, de forma coherente, sobre su fracaso en unas elecciones que dieron por ganadas.