El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, cumple sus promesas electorales. Es sin duda una cualidad. En su caso deriva de su forma de hacer política, apelando a los sentimientos y percepciones de sus votantes, antes que al juicio o interés personal de estos. Ello da a las promesas un significado diferente. Lo que se promete en campaña es un compromiso que no depende del contexto, o de los cambios de coyuntura, ni es necesariamente fruto de un análisis de los intereses generales de EEUU. Tampoco hay diferencia entre el momento de formular la promesa y el de cumplirla, aunque las circunstancias cambien. En este marco hay que situar promesas, luego decisiones, que parecen en efecto contradecir el interés nacional estadounidense. Aunque afirmar esto con rotundidad requiere un plazo de valoración más largo que estos dos años, no es fácil entender las decisiones paralelas de disminuir la presencia de EEUU en Oriente Próximo y retirarse del acuerdo nuclear con Irán.
El repliegue de la región, iniciado por Barack Obama, tiene pleno sentido al ver cómo los intereses de EEUU, ya casi autosuficientes en hidrocarburos, se desplazan inexorablemente hacia el Pacífico. A esto se añade el estado de ánimo de la sociedad norteamericana, muy desgastada por el elevado número de víctimas y el astronómico coste económico de la guerra de Irak. El estadounidense medio no ve ganancias objetivas detrás de ese sacrificio inmenso. Es difícil verlas. La conjunción de razones estratégicas y presión de opinión pública determina una decisión que parece correcta: la disminución organizada de la presencia en Oriente Próximo.
Retórica y retirada, pero ¿y política?
Si esa es la idea, y parece serlo, es más difícil entender la denuncia del acuerdo nuclear, negociado y firmado precisamente para facilitar la retirada de esa región del mundo, al resolver la única cuestión de seguridad que EEUU no podía dejar abierta: la posibilidad de un Irán con armas nucleares. Pero el cumplimiento de la promesa electoral pasa por encima de cualquier consideración. EEUU, simplemente, no puede estar en lo que Trump considera el worst deal ever. Y la retirada marca un momento clave, tanto en la definición de la política estadounidense hacia Oriente Próximo, como en la relación transatlántica.
La administración de Trump adoptó, desde el principio, una retórica antiiraní más dura que la de cualquiera de sus predecesores, que ya era bastante agria. La retirada del acuerdo nuclear completa el discurso agresivo con una decisión sustantiva. Pero retórica y retirada no configuran una política. Esta necesita objetivos, instrumentos, mensajes, apoyos, y una estrategia clara que la haga previsible. EEUU se retiró formalmente del acuerdo nuclear en mayo de 2018, pero llevaba ya meses anticipándolo. Así, durante casi dos años, una cuestión clave como la relación con Irán no terminaba de plasmarse en una política definida y coherente. Este es el vacío que pretendía llenar la Conferencia celebrada en Varsovia el 14 de febrero, que reunió a una cincuentena de países y organizaciones internacionales. Convocada conjuntamente por Polonia –nominalmente– y por EEUU, que se hizo representar por el vicepresidente del país, Mike Pence, el asesor presidencial Jared Kushner y el secretario de Estado, Mike Pompeo. Si la representación transmite la importancia que un país da a una reunión, en este caso se puede afirmar que Washington emitió el mensaje correcto.
El objetivo de la política estadounidense, formulado solemnemente en la capital polaca, es forzar a la República Islámica a sentarse de nuevo a la mesa de negociaciones, pero esta vez para un acuerdo “más robusto” en la parte nuclear y que incluya además el resto de las cuestiones que son objeto de preocupación: programa balístico y comportamiento regional.
La parte nuclear incluiría disposiciones para una permanente vigilancia sobre el terreno, con inspecciones sin previo aviso y en cualquier instalación iraní, civil o militar. El acuerdo además restringiría de manera considerable el uso civil de la energía nuclear. Actividades permitidas para un país miembro del Tratado de No Proliferación, con centrales nucleares, no lo serían en el caso de Irán o solo si son ejecutadas por agentes internacionales. El control internacional no tendría límite temporal alguno. No hay ningún país en el mundo que esté sometido, ni remotamente, a un régimen de este tipo. Pero Washington sabe que obtenerlo daría pleno sentido a la denuncia del acuerdo nuclear.
En cuanto al programa balístico, se trata de limitar de modo radical las capacidades del ejército iraní en esta materia. Se dice que los cohetes son la fuerza aérea de los pobres. Irán es un claro ejemplo. Carece a efectos prácticos de ejército del aire, con aviones de combate antiguos y con deficiente mantenimiento. Sus vecinos y potenciales adversarios tienen las capacidades más modernas, la última tecnología. El programa balístico tiene agujeros negros como la transferencia a actores no estatales –insurgencia huzí en Yemen, Hezbolá– y experimentos en alcance superior a lo que pueden considerarse necesidades razonables de defensa. Hay que hablar de eso, evidentemente. Pero pedir a un país de 80 millones de habitantes que abra sus cielos incondicionalmente es pedir lo imposible.
El comportamiento regional es sin duda uno de los campos en los que la política iraní debe cambiar profundamente. No es aceptable la permanente desestabilización de países vecinos y la extensión de los propios intereses a costa de conflictos de un extremo a otro de la región. La pregunta que cabe hacerse es si este objetivo, absolutamente legítimo por parte de la comunidad internacional y de los diversos actores regionales, puede conseguirse metiéndolo en el mismo saco de otros que o bien estaban resueltos con un acuerdo satisfactorio, o bien obedecen más a intereses de prevalencia regional que de seguridad colectiva.
Sin apoyo internacional
Para conseguir estos objetivos, Varsovia diseña un modelo muy semejante al utilizado, con enorme éxito, para combatir a Dáesh en la Coalición internacional creada al efecto. Un plenario de todos los Estados y organizaciones miembros de la coalición y tres grupos de trabajo, para lo que se entiende son las principales amenazas que Irán entraña: programa balístico y proliferación, amenazas ciber e híbridas, terrorismo y su financiación. Resulta llamativa la ausencia de la actuación regional de Teherán, sin duda el elemento más desestabilizador de su agresiva política exterior.
Definida la política, establecida la estrategia, cabe preguntarse por su posible recorrido. El punto más fuerte es sin duda el férreo compromiso de la administración estadounidense con su objetivo de aislamiento, ya no de contención, y el apoyo incondicional de las monarquías del Golfo, y por supuesto de Israel. La fortaleza de la decisión de Washington ha quedado de manifiesto en la definición explícita del carácter extraterritorial de las sanciones re-impuestas, y de las nuevas, pasando por encima de los intereses, de seguridad o económicos, de sus teóricos aliados, amigos y socios europeos.
El punto más débil es precisamente la ausencia de un claro y amplio apoyo internacional a esta estrategia. Se ha pretendido copiar el modelo de la Coalición Global contra Dáesh, pero no se ha logrado el apoyo casi universal que esta tiene. Faltan miembros permanentes del Consejo de Seguridad, faltan países árabes de la región, dista de estar claro el apoyo de grandes amigos asiáticos, y falta el acuerdo de los aliados de Europa occidental (tendremos que ir acostumbrándonos de nuevo a esta expresión que creíamos desterrada). En otras palabras, es una política muy asociada a esta administración, que utilizará todos los medios a su alcance para conseguir el objetivo. El problema es que tendrá que hacerlo en una carrera contra el tiempo electoral del presidente Trump.