Con el tradicional discurso que pronuncian los presidentes a principios de año sobre el estado de la nación, el inveterado cómico que es Donald Trump ha coronado con el suyo el primer año triunfal de una presidencia que ha convertido en un sensacional programa televisivo. Sus partidarios temían que por intentar ser “presidencial” traicionara la corriente populista que le llevó al poder. Sus temores han sido infundados: su discurso ha sido “comedido”, es decir, lo ha leído presidencialmente sin dejarse llevar por las barrabasadas e insultos de sus tuits, pero su tenor no ha podido ser más radicalmente populista. Ambos sectores de sus partidarios no han podido quedar más satisfechos. Junto con las hermosas palabras que ha dedicado a la fuerza, la generosidad y los valores tradicionales del pueblo americano, el índice de su popularidad ascenderá notablemente en los próximos días.
Como era de esperar, Trump inició su discurso con una brillante celebración de sus éxitos en todos los campos: la reducción y “reforma” de los impuestos, el crecimiento de la economía, los records de la bolsa, el retorno de las inversiones, el éxito de la industria del automóvil, la caída del paro en general, y en especial entre las minorías negra e hispana, el freno de la inmigración ilegal, la derrota del Estado Islámico en Irak, Siria y “otras partes”… Atribuyéndose lo que iniciaron sus predecesores y sin escatimar cifras notablemente falsas. Se jactó, con enorme júbilo de los republicanos, de haber hundido para siempre el seguro médico universal del expresidente Obama, al eliminar su obligatoriedad. Muy aplaudido también fue la masiva desregulación (claro que no mencionó la del medio ambiente), el nombramiento de jueces que “de verdad apliquen la ley tal y como fue escrita”, y el traslado de la embajada a Jerusalén.
Tal y como describe en su ahora famoso libro, El Arte de la Negociación, Trump intenta desconcertar al contrario con constantes cambios de sus posturas negociadoras, insultos y despropósitos para confundir su racionalidad, y aprovechar así las debilidades que descubre en el contrario para acabar saliéndose con la suya. En este momento lo que le importa es conseguir la construcción del “grande y hermoso muro” en la frontera con México y para ello ha machacado en su discurso a los demócratas, insistiendo en que acepten los 25.000 millones de dólares que va a costar el muro a cambio de un estatuto para los “soñadores”, los indocumentados que entraron en Estados Unidos cuando eran menores, que les concederá la ciudadanía si se portan bien en un período de doce años. En este desvergonzado cambalache en el que quiere trocar una cuestión humanitaria por una concesión presupuestaria en un asunto tan esencial para los demócratas, ha aprovechado para cargar aún más el peso de la espada que ha dejado caer sobre la balanza al añadir aún mayores restricciones a la inmigración legal: la famosa lotería y la reunión familiar.
Para colmo ha descrito a la inmigración, incluso la de los “soñadores”, en los términos más sórdidos: drogas, violaciones, crímenes, bandas mafiosas e incluso señaló en el palco de los invitados a dos parejas, negra e hispana para mayor inri, cuyas hijas habían sido criminalmente asesinadas por inmigrantes ilegales.
De izquierda a derecha, en la segunda fila, los padres de las dos niñas asesinadas.
El resto de su discurso no aclara de dónde va a salir el dinero para satisfacer el billón que va a costar la “reforma” fiscal. Tampoco aclaró las incógnitas del resto del presupuesto, salvo para exigir que se desbloqueen las partidas destinadas a defensa. Pero ¿cómo va a sufragar los 1,8 billones de dólares para el programa de infraestructura que anunció en su campaña, y que ha vuelto a mencionar, como un reto bipartidista?
No mencionó para nada la investigación sobre la injerencia rusa en las pasadas elecciones y sus ambiguas relaciones con las agencias rusas de espionaje, aunque el tema candente del día era la publicación del informe que los miembros republicanos del comité de inteligencia de la cámara han redactado para acusar al FBI de graves defectos y políticas motivaciones contra el presidente. Quizá estaba aludiendo a la pertinaz y continuada investigación del consejero especial del FBI, Robert Mueller, al aludir a la “confianza que hemos estado intentando restaurar entre los ciudadanos y su gobierno” y al despido que recomienda de los funcionarios que no cumplan con ese propósito. Un pasaje que no augura nada bueno.
Tampoco aclaró las incógnitas de su política exterior: condenó la represión en Irán, su continuado apoyo al terrorismo, e hizo votos por la eventual liberación de su población; no llegó a apodar al presidente norcoreano de “hombrecito del cohete”, solo calificó a su régimen en los términos más negativos pero sin aludir para nada a la política que se deba seguir respecto a sus amenazas nucleares; se terminará la ayuda exterior a los países que no apoyen “amistosamente” la política americana; y por último reiteró, sin mayor detalle, el peligro que en todos los terrenos representan Rusia y China.
La tradicional réplica de los demócratas le fue encomendada a Joseph Kennedy III, el nieto de Robert. Los Kennedy no logran ni quieren desprenderse del glorioso recuerdo de sus antepasados; lo único que consiguen es un remedo bastante patético. En este caso, pronunció su corta alocución con las expresiones y la retórica típica de las sociedades de debates de las universidades anglosajonas, muy fuera de moda en el complejo electrónico de las comunicaciones de nuestros días. Sus ideas tampoco superaron esa desventaja: sin mencionar a Trump, Kennedy se limitó a condenar que su gobierno esté “minando las leyes que nos protegen”, los mismos valores que han construido la nación. Una nueva demostración de que los demócratas siguen sin comprender que han perdido su contacto con las masas: sus ideas delatan el elitismo que rechaza ese 30-40% de la nación que constituye el “trumpismo”.