No ha sido fácil seguir la convención del Partido Republicano, celebrada en Cleveland entre el 18 y el 21 de julio, sin enredarse en un sinfín de detalles surrealistas. En el discurso de Melania Trump, plagiado del que diera Michelle Obama en la Convención Demócrata de 2008. En las palabras del congresista que defendió la predominancia de americanos blancos en su partido porque ningún “subgrupo” ha “contribuido tanto al avance de la civilización humana”. En la visita fugaz de Nigel Farage –dios los cría y ellos se juntan–. En los discursos delirantes de Phil Robertson, el paleto reaccionario del reality show Duck Dynasty, o de Dana White, el magnate de las peleas de artes marciales mixtas. Donald Trump, coronado como candidato republicano para las elecciones presidenciales de noviembre, realizó su primera entrada en escena como si estuviese en algún torneo de lucha libre.
Ruido y furia, pan y circo. Aunque sea un planteamiento estéril, porque ignora la inseguridad económica que ha propiciado el auge de Trump, resulta tentador concluir que el problema de las bases republicanas es su insondable estupidez: la que las ha llevado a votar, en un Estado tras otro, a un multimillonario xenófobo y descerebrado. Una lectura más creativa es que los responsables de este desastre no son las bases republicanas, sino unas élites con un sentido del humor perverso, que se entretienen, como Pierre Brochant en La cena de los idiotas, invitando a su casa a los personajes más estrafalarios y haciéndolos pasar por invitados distinguidos.
Aunque tuviese mucho de farsa, la convención apuntó tendencias relevantes de cara a noviembre. La primera es que la derecha, a pesar de este despliegue simbólico de unidad, permanece profundamente dividida en torno a la figura de Trump. El fracaso de la rebelión encabezada por republicanos moderados era previsible, porque el partido en ningún momento ha sabido hacer frente a la opa hostil de Trump. Más sorprendente fue el desplante de Ted Cruz, su principal rival en las primarias, quien –ante los abucheos de la convención– evitó apoyarle públicamente.
Como señala Christian Lorentzen en el London Review of Books, Trump ha dinamitado los tres tótems de la derecha estadounidense. Ha sustituido su política exterior agresiva por un aislacionismo xenófobo, basado en la construcción de un muro en la frontera con México y el veto a la inmigración de musulmanes. Ha reemplazado el conservadurismo social por un discurso misógino y racista que clama contra lo “políticamente correcto”. Y ha abandonado la fe en el libre mercado y el comercio desregulado, en aras de un proteccionismo nacionalista. La elección como número dos de Mike Pence, conservador arquetípico, no es suficiente para subsanar estas divisiones.
En su discurso final, de tono sombrío, Trump hizo un guiño a Richard Nixon y prometió “ley y orden”, presentándose como el paladín de la mayoría silenciosa. Pero 2016 no es 1968. El crimen lleva décadas cayendo en picado y, antes de que comenzase este ciclo electoral, la reforma del sistema penitenciario, inmisericorde con los hombres negros, sumaba adeptos a derecha e izquierda. Anticipando el descalabro republicano que anuncian las encuestas, Cruz marca distancias con Trump. Paradójicamente, no lo hace aludiendo a su perfil incendiario, sino a su falta de compromiso con los principios ideológicos del movimiento conservador.
Ante el rechazo que genera Trump, los republicanos dependen de la figura de Hillary Clinton como aglutinante externo. La animosidad que produce la candidata demócrata, cuya encarcelación los asistentes a la convención exigieron de manera recurrente, es lo único que une a la derecha. El enfrentamiento entre los dos candidatos, que cosechan una impopularidad sin precedentes, se prevé sucio y tenso. Una campaña de tierra quemada. Carl Schmitt en compañía de Karl Rove. Si Clinton se impone sobre Trump, la resaca de la derecha será estremecedora.