Tiene razón la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, cuando evoca al poeta George Eliot en esta amarga despedida británica. “Solo en la agonía de la separación miramos en las profundidades del amor”. De golpe, el Brexit ha pasado de ser un deprimente quizás –nutrido de dudas y caos en la política británica desde 2016– a un mazazo desgarrador que evoca tristeza e introspección.
Nacidos para crecer y ejercer un irresistible poder de atracción, el portazo británico sitúa a los europeos ante un territorio desconocido. No hay manuales para la desintegración, más allá del artículo 50 de un tratado que nadie pensó que se pondría en práctica. No estaba previsto que la Europa que siempre tiene cola para entrar despida ahora a uno de los grandes.
“El nacionalismo es la guerra”, dijo Mitterrand en la misma cámara que esta semana ha despedido con lágrimas y un bonito cántico a los británicos. La Unión Europea ha sido la gran receta en el mundo para contener el nacionalismo y hacer impensable la violencia entre quienes un día fueron enemigos. Desandar el camino andado es inevitablemente inquietante.
Momento espectacular y emotivo en la Eurocámara con los diputados, en pie, cantando el Auld Lang Syne. pic.twitter.com/qdiVVOJFda
— Pablo Rodríguez (@Suanzes) January 29, 2020
Chrystia Freeland, viceprimera ministra de Canadá, ofrece una sugerente metáfora en una reciente entrevista en Financial Times. “Debes continuar regando el jardín, sembrar cada primavera y recolectar cada otoño y comprobar que la jungla está al acecho. Es importante darse cuenta de que, al final, los jardines son mucho mejores que las selvas”. Se refiere Freeland a las democracias y a la amenaza del populismo.
¿Quién cuidó del jardín europeo en Reino Unido? La derrota del referéndum empezó mucho antes de que fuera convocado en 2016. La lluvia fina del anti-europeísmo caló durante décadas las páginas de los periódicos, las televisiones y las radios. Mitos y mentiras se asentaron en el imaginario colectivo sin que los líderes políticos ni los gurús de la opinión pública se molestaran en situar en sus justos términos las bondades y los defectos de la UE.
El desconocimiento británico sobre Europa –en un país que sigue teniendo algunos de los mejores académicos y escuelas sobre la UE– es pavoroso. Hace solo unos días la portada de The Times, un diario fundado en el siglo XVIII, situaba al Tribunal de Justicia de la UE en Estrasburgo y no en Luxemburgo.
Los vencedores del referéndum se agarraron fácilmente a unos cuantos mitos sobre la malvada Europa, caricaturizada bajo el despilfarro abusador de sus élites y una inmigración fuera de control. La película Brexit: The Uncivil War destripa brillantemente la capacidad de Dominic Cummings –gran estratega de los separatistas, ahora asesor de Boris Johnson– de leer el desasosegado estado de ánimo de muchos de sus compatriotas.
El eslogan “recuperar el control” cayó como anillo al dedo en las mentes nostálgicas de tantos británicos decepcionados con las nuevas formas de vida y trabajo, y con el cambiante paisaje de sus barrios. Al norte del rico y cosmopolita Londres, Inglaterra tiene algunas de las regiones más pobres del Norte de Europa.
La campaña pro-europea confió en la racionalidad de sus mensajes como el profesor de ciencias exhibe exultante el resultado de su fórmula matemática. La salida sería catastrófica para el bolsillo de los trabajadores, se repitió una y otra vez, pero nadie pensó que quien tiene los bolsillos vacíos, quien considera que el sistema no ha dado un penique por él, difícilmente podrá sobrecogerse ante la perspectiva de su derrumbe.
Es verdad: el Brexit ha vacunado a muchos frente a las aventuras populistas. Los Marine Le Pen del continente ya no piden la salida y los índices de apoyo a la UE han subido después de la decisión británica de marcharse. Pero la conquista de corazones y conciencias en el jardín europeo debe ser un ejercicio constante.
Para la UE, el clima ha emergido justamente como nuevo banderín de enganche ciudadano. En el imaginario colectivo, el verde se suma ahora al azul de la bandera con estrellas. Pero la agenda climática es un arma de doble filo: solo si es capaz de generar nuevos empleos y condiciones dignas, y puede reciclar justamente a los perdedores de las industrias más afectadas, se podrá cumplir con las expectativas.