A mitad de los cinco años de mandato del gobierno de Aung San Suu Kyi, Myanmar se encuentra en una encrucijada. Al actual descrédito internacional de la administración de Suu Kyi por la crisis de los rohinyá –la huida de más de 700.000 musulmanes de etnia rohinyá a Bangladesh debido a una brutal campaña militar en su contra– se suma la oposición interna ante las concesiones necesarias para abordar las preocupaciones internacionales. Sin embargo, el desafío gubernamental no es solo político. El desempeño del gobierno en asuntos como las conversaciones de paz mantenidas con los numerosos grupos rebeldes o la gestión de la economía, muestra inexperiencia en la formulación de estrategias o implementación de políticas. Incluso si el gobierno desarrollara la voluntad política de responder de manera constructiva a la crisis de los rohinyá u otros problemas, los progresos serían probablemente limitados. Esto significa que, además de la creciente presión externa, el compromiso diplomático es vital para traducir esa presión internacional en al menos algún avance significativo.
En 2011, Myanmar se embarcó en una importante y en gran parte imprevista transición para alejarse de 50 años de una aislacionista y autoritaria dictadura militar. El periodo de transición culminó con unas elecciones libres y justas en 2015, que supusieron una victoria aplastante del partido opositor, la Liga Nacional por la Democracia (NLD), así como una transferencia de poder pacífica a una administración encabezada de hecho por Suu Kyi, archienemiga histórica del regimen militar e icono de la democracia internacional.
Rara vez la reputación de un líder ha caído tan rápido y tan hondo. Las altísimas expectativas sobre lo que Suu Kyi podía llegar a lograr nunca estuvieron justificadas, dados los enormes obstáculos estructurales y el incómodo acuerdo para compartir el poder con los militares, impuesto por la Constitución. Incluso frente a metas más realistas, el nuevo gobierno, sin embargo, ha defraudado a la hora de gestionar el proceso de paz, la gobernanza y la economía. El brutal maltrato al que el ejército ha sometido a los rohinyá –incluyendo crímenes contra a humanidad que, según un informe de la ONU del 27 de agosto, ameritan una investigación por genocidio– y la consiguiente aquiescencia del gobierno de Suu Kyi, se ha convertido en la crisis definitiva.
Actores externos deberían tratar de ayudar a resolver la crisis. Tienen tres herramientas a su disposición. En primer lugar, las sanciones selectivas, que sirven como medio para mandar un mensaje internacional de que acciones tales como la campaña contra los rohinyás son inaceptables y tienen consecuencias. Dada la historia de las sanciones a Myanmar y las actitudes actuales en el país, es poco probable que estas alteren el pensamiento de las fuerzas armadas o del gobierno, pero sí serviría para enviar una señal a otros que puedan estar considerando llevar a cabo acciones similares. En segundo lugar, existe un continuo escrutinio internacional, sobre todo a través del Consejo de Seguridad de la ONU, así como movimientos hacia una rendición de cuentas a nivel internacional, por ejemplo mediante el establecimiento de un mecanismo independiente por parte de la Asamblea General de la ONU. Estos mecanismos contribuirían probablemente a llamar la atención de las autoridades y, por consiguiente, conseguir algún efecto. Por sí mismas, sin embargo, no aportarían nada significativo.
Un compromiso al más alto nivel, tanto a través de medios bilaterales como desde la ONU, es por tanto el tercer componente, fundamental, en esta panoplia de herramientas políticas. Más allá de las verbalizar la inquietud, el objetivo debería ser ayudar a identificar –y ofrecer apoyo para darlos– pasos prácticos que el gobierno podría dar para lograr avances en la rendición de cuentas por crímenes de lesa humanidad y para lograr una mejora sustancial de las condiciones en el estado de Rakhine, con el fin de propiciar un regreso sostenible de los refugiados rohinyás.