Busco el término “democratización” en la muy dotada biblioteca digital de mi universidad y aparecen 16.677 resultados, 3.257 de ellos son artículos académicos en publicaciones arbitradas. Busco entonces el término opuesto: “tiranización” y aparecen solo tres, uno de ellos relativo al insomnio y dos al bullying.
Y es que mucho se habla de democratización. Hay casos abundantes que dan cuenta metodológica de este proceso que conlleva una transición del autoritarismo a la democracia, al fortalecimiento de las instituciones fundamentales, al respeto a los derechos humanos, a la separación de poderes, a la procura de la libertad de prensa y el derecho a la información. Mucho menos frecuente ha sido, por fortuna, la tiranización de las sociedades. En general, el mundo progresó de forma notable en la democratización durante más tres décadas. A partir de los años setenta y hasta finales del siglo XX, el número de democracias electorales pasó de cerca de 35 a más de 100. El número aumentó de manera impresionante porque tras la caída del Muro de Berlín, muchas sociedades que se encontraban tras el “telón de acero” comenzaron un proceso de democratización. La promesa de la convergencia en lo político y en lo económico vivía sus mejores tiempos.
Pero la tiranización existe, y está entre nosotros. Es un proceso que conduce de la democracia a la autocracia, y que en Venezuela comenzó a finales del siglo XX con el populismo autoritario de Hugo Chávez, ese simpático “hombre fuerte” que sentía una potente conexión con su pueblo, tan fuerte que no necesitaba ninguna institución intermedia para demostrarlo. A mediados de 1998, en plena campaña electoral de Chávez, se pasó por Venezuela Francis Fukuyama. Había ido a hablar sobre su libro más importante, El fin de la historia y el último hombre. El último hombre era demócrata y capitalista, aseguraba el ponente en su disertación ante un pequeño grupo de intelectuales. Al terminar su charla un participante hizo una inquietante pregunta: ¿cómo podíamos entender nosotros esa convergencia global si sentíamos que íbamos en dirección contraria? No había capitalismo ni democracia en lo que prometía el candidato de mayor potencial de Venezuela en 1998. Fukuyama se sintió confundido y aludió a las excepciones, a los “lunares” de la historia, que no desdicen la tendencia general.
Por entonces, la venezolana era la democracia más antigua de la subregión, y había sido puntera de la democratización del continente, así como actriz clave en la democratización española. Venezuela ayudó de forma determinante a la democratización de Centroamérica, Brasil y el Cono Sur, y su apoyo fue igualmente importante en el rechazo subregional al régimen de Alberto Fujimori, la penúltima dictadura del continente. Los temores con Chávez se cumplieron: durante su popular gobierno, y a través de mecanismos plebiscitarios, se debilitaron permanentemente las instituciones democráticas, concentrándose el poder bajo su mando. Sin embargo Chávez, quien se movía con la soltura de un equilibrista, pisaba las rayas rojas de la democracia pero no las traspasaba. El populismo fue en Venezuela el lubricante del autoritarismo.
De mal en peor
“Otro vendrá que bueno le hará”, dice un refrán castellano al que debimos prestar más atención, pues Nicolás Maduro sucedió a Chávez y en un progresivo camino antidemocrático consumó su entrada al totalitarismo. A la muerte de Chávez, Maduro fue proclamado presidente tras una elección muy ajustada y con numerosas denuncias sólidas de irregularidades. Henrique Capriles, candidato opositor, se dedicó a explicar por el continente la ilegitimidad de origen del mandatario, pidiendo ayuda y exigiendo el reconteo de votos, pero en 2013 las Américas terminaron otorgándole a Maduro el beneficio de la duda. A partir de ahí, Maduro se dedicó a gobernar para el chavismo más incondicional, y a “desgobernar” para el resto de la población.
El 20 de octubre de 2016, el gobierno de Maduro cruzó una línea amarilla, cuando a través de dos tribunales menores secuestró el referéndum revocatorio, pero el 28 de marzo cruzó la temida línea roja para entrar en la dimensión totalitaria. La diferencia entre el populismo autoritario y la autocracia es una sola: a la segunda le falta pueblo. Mediante dos sentencias del máximo tribunal se intentó concentrar todo el poder y expropiar a la Asamblea Nacional de su facultad legislativa. Poco importa que 48 horas después haya ordenado dar marcha atrás ante lo consensuado del repudio nacional (e internacional). La desnudez de los poderes públicos al servicio de un solo mando quedó clara. El suyo ha sido un nítido proceso de tiranización, porque cuando el populismo autoritario se queda sin pueblo, solo le queda la legitimidad de la fuerza bruta.
El presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, el líder de Primero Justicia Julio Borges, ha hecho jirones ante las cámaras televisivas la última de las sentencias tribunalicias, expresando así, de una poderosa y simbólica manera, un conflicto entre poderes que llegó a su clímax. ¿Qué puede pasar ahora? En buena medida dependerá de lo que suceda en los próximos días.
El gobierno venezolano se ha quedado sin legitimidad alguna. La dudosa elección con la que fue proclamado Maduro minó su legitimidad de origen electoral, mientras que nunca tuvo legitimidad de desempeño. Y sí, también las dictaduras requieren de legitimidad de origen: ganar una guerra como Franco en España; hacer una revolución, como Castro en Cuba al bajar de la Sierra Maestra; poner fin a una situación crítica y de exasperación social, el Chile de Pinochet; o la herencia de un régimen autocrático, lo que Max Weber llamó la legitimidad del poder tradicional (como Kim Jong-un en Corea del Norte).
La creciente presión internacional
Maduro recibe mayor presión cada día que pasa. La Organización de Estados Americanos (OEA) ha reconocido mayoritariamente la alteración del orden constitucional, calificando lo ocurrido como un autogolpe. El amplio informe de Luis Almagro da cuenta de la tragedia del país, que va bastante mas allá del secuestro de los derechos políticos de los venezolanos, y apura por una solución. Con una hiperinflación que ya va por su tercer año, se ha generado un empobrecimiento atroz de la sociedad: la pobreza alcanza al 80% de la población, existe gran desabastecimiento de alimentos y medicinas, y tres de cada cuatro venezolanos han perdido peso en el ultimo año, en promedio nueve kilos. En total, 150 millones de kilos adelgazados.
Nunca antes las presiones internacionales sobre Venezuela habían sido de tal magnitud. Sin embargo, no es suficiente. Para que se produzca un cambio democrático la presión debe ser continua, y no intermitente como ha sido en los últimos años. La presión externa no solo ha venido dada por la OEA. El grupo de los 14 países más importantes del continente han suscrito una carta en la que exigen a Venezuela la celebración de elecciones y la liberación del más de un centenar de presos políticos. La iniciativa es importante porque pese a que en la OEA todos los votos valen lo mismo, en las relaciones internacionales y comerciales es claro que no todos los países importan igual. Los firmantes son países con ascendencia real en las relaciones multilaterales, y mucha mayor capacidad de influencia que el coro de los países aliados de Venezuela (once a la fecha dentro de la OEA) que han vivido en la periferia, y a expensas, de una generosa petrochequera.
Doblemente importante resulta que la vocería de esos 14 países haya sido asumida por México, porque es línea de la cancillería de ese país desde hace casi un siglo el no sojuzgar a países cuyo gobierno haya emergido de una revolución. Es decir, México reconoce como legítimos a países cuyo origen de gobierno es el revolucionario, y la histórica amistad internacional entre México y Cuba es un buen ejemplo. De manera que no solo los 14 exigen elecciones, sino que entre líneas se lee lo que ya es un secreto a voces: ¿qué revolución?
Además, vienen siendo muy importantes, aunque de otro tenor, las presiones de China y otros deudores, en relación a la imposibilidad de que cualquier nuevo endeudamiento sea aprobado sin el previo aval de la Asamblea Nacional, como marca la Constitución.
El parlamento no solo es el espacio institucional del diálogo en una sociedad, sino que es el contrapeso natural del ejecutivo, en un sistema de separación de poderes. En Venezuela, además, el parlamento es la institución nacional con mayor legitimidad. Fue electo en la última elección, celebrada en diciembre 2015, donde la oposición obtuvo una amplia mayoría de las dos terceras partes de los curules. Además, dentro de las muy vapuleadas instituciones nacionales, es la Asamblea Nacional la que goza de relativo mayor prestigio (41%). Muy por encima del menguado prestigio popular con el que cuenta el Tribunal Supremo de Justicia (23%) y la propia figura presidencial (20%), según datos de Datanálisis de marzo de 2017.
Re-democratización
Es claro que ninguna presión internacional puede ser efectiva si no se produce una presión interna de manera simultánea. Los sucesos de los últimos días han despertado de su letargo a la sociedad, y del surmenage o síndrome de fatiga crónica en que habían caído los opositores tras el fallido esfuerzo de diálogo impulsado por el Vaticano. Tan importante como ella es la presión que pueda ejercerse por quienes han sido tradicionales aliados del chavismo, incluido el componente militar, aunque no necesariamente lo haga a viva voz. Sin ellos, difícilmente se llegará a la necesaria re-democratización. Una parte del chavismo, la que no tenga cuentas pendientes en materia de narcotráfico y derechos humanos, debe ayudar a diseñar una solución institucional y electoral. Hay señales de que esto puede ocurrir: el deslinde de la fiscal general, Luisa Ortega, ocurrido en días pasado es una de ellas.
El caso venezolano marcó una inflexión negativa en la era democratizadora global. Un revés democrático con el que 30 años de democratización del mundo entraron en reversa a partir de 1998. Lo vimos no solo en el América Latina con los casos de Nicaragua, Bolivia y Ecuador, sino en el resto del mundo. Lo que ocurra con Venezuela dirá si la tiranización de una sociedad merece o no ser tema de estudio de los académicos de la próxima década.