Los presidentes de Estados Unidos necesitan inevitablemente el apoyo del Congreso para sacar adelante sus políticas de apertura comercial. De hecho, sin su ratificación ningún tratado de libre comercio podría entrar en vigor. Sin embargo, para restringir el comercio exterior, la Casa Blanca no necesita de nadie, como demostró Donald Trump retirando a EEUU del acuerdo transpacífico (TPP), la decisión económica –y geopolítica– de mayor importancia que ha tomado hasta ahora.
En una entrevista durante la pasada campaña presidencial, Steve Bannon, entonces estratega jefe de Trump, dijo que China era “el primer frente de la nueva guerra fría” porque ocupa hoy en el mundo un lugar similar al que tenía Alemania en los años treinta. Como los alemanes, añadió, “los chinos son la gente más racional del mundo hasta que dejan de serlo”.
No es el único que lo cree. En un reciente ensayo, Charles Wong, excorresponsal del New York Times en Pekín, sostiene que el Partido Comunista de China solo entiende “el poder como coerción”, un principio que cree podría sustituir el orden liberal global sostenido hasta ahora por EEUU.
Aunque Bannon cayó en desgracia por su excesivo perfil público, lo que le ganó poderosos enemigos, entre ellos el propio Trump, su obsesión con China se ha mantenido intacta en la Casa Blanca. A comienzos de enero, Trump vetó la venta de Moneygram, una compañía de transferencia de dinero con sede en Dallas, a Ant Financial, una firma controlada por Jack Ma, el multimillonario magnate chino de Internet.
Trump ha advertido al presidente chino, Xi Jinping, que el déficit comercial de EEUU con China –de 320.000 millones de dólares en 2016– es insostenible. La industria manufacturera de EEUU insiste que necesita el apoyo del gobierno federal para impedir que empresas chinas inunden el mercado con importaciones baratas. Si una investigación oficial emprendida el pasado agosto confirma que China no respeta los derechos de propiedad intelectual de sus compañías, Washington podría restringir la inversión china en el país y subir las tarifas aduaneras a las importaciones chinas de aluminio y acero.
En 2000, China producía el 15% del acero del mundo. En 2016 esa cifra era ya el 50%. Muchos en la administración estadounidense temen que el plan del gigante asiático sea aumentar su capacidad productiva en ciertos sectores estratégicos para debilitar –y en último término destruir– el poder industrial de EEUU.
Pekín ha replicado que no se cruzará de brazos ante medidas punitivas y que salvaguardará sus intereses. La paradoja es que una guerra comercial entre ambos gigantes sería mutuamente perjudicial, dados los múltiples lazos que entrelazan sus economías en una dependencia recíproca que no se puede romper sin causar daños irreparables a ambas partes.
Desde 2000 compañías chinas han invertido unos 150.000 millones de dólares en EEUU, pasando de una media de 10.000 millones de dólares anuales durante la década pasada a los 50.000 millones en 2016. China es además el mayor poseedor de bonos del Tesoro de EEUU del mundo (unos 1,3 billones de dólares), su mayor socio comercial, el tercer mercado para sus exportaciones y el que más crece. Apple, GM o Boeing, por ejemplo, dirigen un 20% de su producción al mercado chino.
EEUU, que supone el 13% del comercio mundial, a su vez, es el segundo socio comercial de China después de la Unión Europea. Un 19% de las exportaciones chinas se dirigen al mercado de la superpotencia.
Es la primera vez que EEUU está compitiendo con un mercado de similar tamaño al suyo. En 2016 se vendieron 17,6 millones de automóviles en EEUU, frente a 24 millones en China. En 2018 las ventas minoristas en China –por valor de unos 5, 8 billones de dólares– igualarán o superarán las de EEUU, un hecho sin precedentes. Hace 10 años eran solo el 25%. No es extraño. La renta per cápita china ha pasado en ese lapso de los 2.000 a los 8.000 dólares.
Hace poco la noticia de que el gobierno chino está contemplando la posibilidad de reducir sus compras de bonos del Tesoro hizo temblar los mercados. En medio del ruido de sables comercial, esa versión fue interpretada por los analistas como una advertencia –no muy sutil– de que si la sangre llega al río, Pekín podría dejar de subsidiar el gasto público de Washington.
Pero Pekín tiene otro as en la magna contra EEUU: las tierras raras, 17 elementos muy escasos en el planeta pero cuyo uso es indispensable para sectores tecnológicos que van desde las turbinas eólicas, los teléfonos móviles y la electrónica de consumo, a los motores y baterías de vehículos eléctricos, los láseres de uso militar y los misiles balísticos.
China tiene casi un monopolio de la oferta mundial de tierras raras. En 1992, Deng Xiaoping declaró que si Oriente Próximo tiene petróleo, China tiene tierras raras. Después de varios años de estancamiento de sus precios por el exceso de producción, la creciente demanda de vehículos eléctricos y de la industria de energías renovables ha disparado también la demanda de tierras raras, que según la consultora Argonaut Research podría aumentar un 250% en los próximos 10 años.
Dos de ellas, el neodimio y el óxido de praseodimio, aumentaron un 50% su precio en 2017, hasta los 73,50 dólares el kilo. El año pasado las acciones de la China Northern Rare Earth Group, el mayor productor chino, subieron un 52% en la bolsa de Shangai. Sus beneficios aumentarán un 260% este año. Por su parte, las acciones de Zhong Ke San Huan, que suministra imanes fabricados con tierras raras a Tesla Motors, subieron un 30% por el anuncio del lanzamiento del Modelo 3 de Tesla. La lucha de los titanes acaba de empezar.