A la tercera no va la vencida. En 2001 y 2003, Estados Unidos intervino militarmente en Afganistán e invadió Irak. El resultado de ambas operaciones no puede considerarse un éxito. Entre las principales razones del fracaso americano destacó la dificultad de erigir, de la noche a la mañana, una democracia centralizada sobre las ruinas de un régimen autoritario. Más aún en sociedades fragmentadas, profundamente distintas a las occidentales. Ni poner fin a la inestabilidad política, ni granjearse la amistad de tribus armadas, ni promover la escolarización y los derechos de la mujer figuran en la lista de prioridades de las fuerzas armadas, ya sean las americanas o las de cualquier otro país.
El caso de Libia prometía ser diferente. La Operación Protector Unificado de la OTAN, abanderando la novedosa doctrina de la responsabilidad de proteger, autorizada por la ONU y la Liga Árabe, y finalizada con la toma de Trípoli y la muerte de Muamar Gadafi en octubre de 2011, concluyó como un ejemplo modélico de intervención militar. Que Gadafi mantuviese unido por la fuerza a un país extremadamente frágil –lastrado por lealtades tribales y fragmentado territorialmente–, como Sadam Hussein y los talibanes en su día, no templó la postura de Francia, Reino Unido y los intervencionistas estadounidenses.
Tres años después, los fantasmas de Afganistán e Irak reaparecen en Libia. El 18 de mayo comenzó la peor crisis política del país desde el final de la guerra civil. En la versión libia del tejerazo, milicianos leales al general Jalifa Haftar irrumpieron en el parlamento con el fin de derrocar al gobierno. No lo hicieron disparando dentro del hemiciclo, sino desde fuera. Y no con fusiles de asalto, sino con baterías antiaéreas, granadas y morteros. Aunque no logró su propósito (el gobierno de Ahmed Maiteeq, tercer primer ministro en lo que va de año, ganó una moción de confianza el 26 de mayo), la intentona de Haftar pone sobre la mesa los enormes problemas a los que se enfrenta el país.
En primer lugar, Libia es un Estado fallido. No tiene un ejército regular capaz de garantizar estabilidad, ni una constitución que apuntale la legitimidad de su gobierno. Las milicias que derrocaron a Gadafi continúan armadas. Dos días antes de intentar tomar Trípoli, Haftar había dirigido sus fuerzas contra islamistas en la ciudad oriental de Bengazi. Fue un asalto en toda regla, llevado a cabo por 6.000 combatientes con apoyo aéreo. El Estado Mayor condenó la iniciativa, pero fue incapaz de detenerla. El precio a pagar por carecer del monopolio de la fuerza es enorme: sin los puertos que exportan petróleo, Libia pierde su principal fuente de ingresos.
En segundo lugar, la fragmentación política no hace más que empeorar. La rivalidad entre las provincias de Tripolitana y Cirenaica data de tiempos del Imperio romano. La llegada al poder de Gadafi, que depuso al rey Idris I en 1969, supuso una transferencia de poder político del este al oeste del país. Es por eso que Bengazi se convirtió en la capital de la rebelión. Como apunta Pablo Franco en las páginas de Política Exterior, la ciudad es también un foco de islamismo radical.
La tensión regional se entrelaza con la religiosa. Maiteeq, a quien Haftar continúa intentando derrocar, pertenece a la Hermandad Musulmana libia. El 26 de mayo, la residencia del primer ministro fue atacada con granadas.
En tercer lugar, el intento de golpe de Estado supone otro aldabonazo al papel que está desempeñando Washington en la región. Tras enemistarse con Gadafi, Haftar pasó dos décadas viviendo en Langley, Virginia. El general es considerado un activo de la CIA. Amadou Haya Sanogo, que en 2012 se hizo con el poder en Malí, también recibió entrenamiento militar en EE UU. La administración de Barack Obama, siguiendo una costumbre inaugurada en Honduras y perfeccionada en Egipto y Tailandia, ha optado por no condenar el golpe de Estado.