Uno de los mejores mitos urbanos sobre Winston Churchill tiene que ver con su afición por trabajar desnudo. Tras el ataque de Pearl Harbor, el primer ministro británico hizo acto de presencia en Washington y se instaló en la Casa Blanca. Un día Franklin Roosevelt se presentó en su cuarto para discutir el futuro de las Naciones Unidas y se lo encontró como dios le trajo al mundo, aunque un poco más gordo. “Como puede usted ver –confesó Churchill– no tengo nada que ocultar”.
Los sucesores de Churchill no se pasean desnudos por la residencia del presidente de Estados Unidos, pero la anécdota muestra la cercanía entre Londres y Washington durante la segunda mitad del siglo XX. Tras el fiasco de Suez en 1956, Reino Unido amoldó su política exterior a la de EE UU, convirtiéndose, como dijo el primer ministro conservador Harold MacMillan, en una nueva Grecia para la Roma estadounidense. Una historia común y una alianza estrecha, unidas a la sintonía entre muchos de sus dirigentes –Margaret Thatcher y Ronald Reagan, Tony Blair y Bill Clinton–, cimentó lo que Churchill llamó la “relación especial” entre ambos países.
Hoy, sin embargo, esa relación tiene los días contados.
No estamos ante un divorcio exprés. Reino Unido y EE UU mantendrán una amistad profunda, posiblemente con derecho a roce. Cuando David Cameron o Ed Miliband visiten Washington tras las elecciones del 7 de mayo, recibirán la bienvenida calurosa de siempre. Pero detrás de la retórica rutinaria se esconde un hecho indiscutible: para ambos países, la relación especial es cada vez menos especial.
Idealismo frente a la pérfida Albión
El problema de fondo es la forma en que ambos países se adaptan a un mundo en el que cada vez importan menos. EE UU pretende aferrarse a su posición como la principal potencia en un mundo que ha dejado de ser unipolar, conteniendo a rivales como China y Rusia. La pérdida de poder es difícil de encajar para un país con la manía de considerarse indispensable, llamado a rehacer el mundo a su imagen y semejanza. Londres, que no tiene pretensiones de este género, ha rebajado sus expectativas sustancialmente. Hoy la política exterior británica se guía por cuestiones provincianas: euroescepticismo para contener al UKIP y una diplomacia económica, desprovista de valores o consideraciones estratégicas, para saciar a un sector financiero hipertrofiado. Estas tendencias son estructurales y es poco probable que cambien con un simple relevo electoral.
Una primera manifestación del distanciamiento en la «relación especial» es el euroescepticismo que se ha apoderado de Reino Unido. Washington prefiere que el país permanezca en la Unión Europea, pero Cameron ha prometido un referéndum en 2017. La oposición se opone al referéndum, pero el precio a pagar entre un electorado en el que ha hecho mella el populismo de UKIP es cada vez más alto. No está claro qué ganaría el país abandonando la UE, pero la realidad no suele inquietar a los partidarios del sí. En su reivindicación de la patria chica, Cameron se ha subido a un tigre que no puede embridar. El resultado es que Reino Unido ha dejado de ser el punto de referencia europeo para EE UU. Cuando Obama quiere saber qué está pasando en la UE, llama a Berlín antes que a Londres.
El segundo escollo es la escasa capacidad militar británica. Las fuerzas armadas han sufrido recortes considerables, reduciendo su número de efectivos de 175.000 a 145.000 durante el mandato de Cameron. El contingente británico en Afganistán apenas pudo controlar el sur del país sin apoyo americano. En septiembre, Reino Unido estuvo a punto de perder su arsenal nuclear: una victoria del “sí” en el referéndum escocés hubiese acabado con la base naval de Faslane, la única en la que operan los submarinos capaces de emplear misiles Trident (un programa nuclear que, por otra parte, amenaza con arruinar al ministerio de Defensa).
Para EE UU, el resultado de los recortes es un aliado incapaz de apoyar intervenciones militares americanas, y por tanto menos útil. Las críticas no se han hecho esperar. Haciendo del oportunismo virtud, Miliband ha convertido al Partido Labortista en el defensor de las fuerzas armadas. Pero la capacidad de proyección británica lleva atrofiándose desde tiempos de Thatcher. Rectificar parece difícil.
El tercer problema lo presentan las relaciones de Reino Unido con Rusia y China. Londres, que durante los últimos años se ha volcado en cuerpo y alma blanqueando dinero de oligarcas rusos, muestra muy poco interés en castigar económicamente a Moscú. Más sorprendente es el caso del Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura, impulsado por China, boicoteado por EE UU y al que Reino Unido se sumó sin ni siquiera negociar sus condiciones de entrada. Con el fin de convertir la City en un destino prioritario para el capital chino y de impresionar a Pekín siendo el primer aliado americano en solicitar acceso al banco, Cameron y su ministro de Finanzas, George Osborne, ignoraron las reticencias del ministerio de Exteriores británico.
Washington opina que la política exterior británica se ha vuelto escandalosamente cínica. Londres considera que la obsesión con imponer valores americanos es poco pragmática en un mundo en que Washington ya no goza de poder ilimitado. Los dos tienen razón. Reconciliar el pragmatismo británico con el intervencionismo estadounidense no resultará fácil a medida que el poder de los dos países mengua.