Japón y Filipinas realizaron ejercicios militares conjuntos el 25 de junio, y China se enfureció. Normal. A Pekín no le gusta que sus vecinos coordinen respuestas para sus respectivas disputas territoriales. O mejor dicho, disputas acuáticas, porque se desarrollan en el primer cinturón de islas que rodea China, que se extiende a lo largo de un puñado de islotes, rocas y arrecifes que van desde el archipiélago de las Senkaku (llamadas Diaoyu en China, y disputadas con Japón) en el este hasta las islas Spratly y Paracelso en el sur (en este caso se acumulan un sinfín de demandas territoriales: de Indonesia, Taiwán, Vietnam y Filipinas, que llegó a estrellar un buque de guerra contra un arrecife para frenar los avances chinos).
Divide et impera. Si los Estados de ASEAN se unen, pueden atar a China como los liliputienses al gigante Gulliver. Por eso Pekín se niega a negociar las disputas territoriales con la asociación, y exige encuentros bilaterales. Por eso es inaceptable la colaboración entre Japón (cuyas disputas territoriales se centran en el Mar de la China Oriental) y Filipinas (ubicada en el flanco este del Mar de la China Meridional).
El modus operandi chino es de sobra conocido a estas alturas. Hundiendo toneladas de cemento y arena en el mar, Pekín erige islas artificiales donde antes no había más que un puñado de rocas. A continuación, presenta su soberanía sobre estos castillos de arena como un hecho consumado. Cuando otros Estados reclaman los islotes, China pone en práctica la “estrategia del repollo”: rodéandolos con capas y capas de pesqueros y patrulleros (como las hojas que envuelven al vegetal), impide el acceso a los territorios disputados.
Pekín no se detendrá fácilmente. Para el imperio comercial que pretende consolidar, el mar del sur es tan esencial como lo fue el Caribe en la historia económica de Estados Unidos. Sus recursos naturales (yacimientos de hidrocarburos y caladeros) son considerables, pero constituyen un premio secundario. Se trata, en primer lugar, de retener control sobre el estrecho de Malaca, punto de paso obligatorio para la inmensa mayoría de los petroleros que transportan crudo a China.
El “dilema de Malaca”, como lo llaman los analistas chinos preocupados con la seguridad energética de su país, tiene consecuencias tanto en el mar como en la tierra. Es por eso que China y Estados Unidos compiten por influencia en Myanmar, antigua Birmania, hoy convertida en un peón de un “gran juego” similar al que libraron Gran Bretaña y Rusia en Afganistán. Es que con Washington empeñado en contener el desarrollo de la marina china, Pekín cae presa de sus recurrentes pesadillas estratégicas: claustrofobia y recelo. Si el país queda rodeado por América y sus satélites, argumentan los mandarines de Xi Jinping, sucumbirá ante un nuevo siglo de la humillación.
Las diferencias entre Washington y Pekín se reducirán, siguiendo la deprimente costumbre en los asuntos de la alta y baja política, a ver quién la tiene más larga. Me refiero, claro está, a la capacidad de proyección: la de los grupos aeronavales americanos, con sus portaviones de clase Nimitz y Ford a la cabeza, frente a la nueva generación de misiles chinos, diseñados precisamente para hundirlos antes de que se posicionen para golpear la costa china.
En las aguas que rodean el país se cuecen, en paralelo, un sinfín de problemas potencialmente explosivos. Con China produciendo submarinos “como si fueran salchichas” (la expresión es de un analista naval norteamericano), EE UU está aumentando su presencia militar en la región, intentando postergar ese desahucio inminente al que le condena el crecimiento exponencial del gasto militar chino. Un referéndum sobre la independencia en Taiwán, manzana de la discordia entre las dos potencias, podría detonar un conflicto armado en el estrecho que separa Formosa del resto de China. Tokio se rearma, pero continúa anclado en un revisionismo histórico que lo condena al ostracismo en la región. Corea del Sur se debate entre su escudo americano y su bolsillo chino. Corea del Norte es Corea del Norte. Y así sucesivamente.
Añádase, como telón de fondo, la interdependencia económica entre Washington y Pekín, que trasladaría la violencia de cualquier encontronazo militar a los bolsillos del mundo entero. “Ojalá vivas en tiempos interesantes”, reza la antigua maldición china. Tiempos interesantes son los que le toca vivir al vecindario de China, que, por extensión, somos todos nosotros.