La situación mundial es alarmante. Los efectos de la inestabilidad global han ido más allá de las meras abstracciones; se están haciendo notar en la vida cotidiana de la gente. Las convulsiones geopolíticas están golpeando a sociedades cada vez más inseguras, “agotadas por el cambio”, según Steffen Mau, profesor de macrosociología de la Universidad Humboldt de Berlín. Como sugiere el politólogo Herfried Münkler en su libro de 2023 World in Turmoil, las malas noticias constantes dejan una impresión residual de “fenómenos amenazantes y aterradores, asegurando así que los miedos y las preocupaciones se abran paso en la conciencia general”.
La era de la policrisis se caracteriza por una acumulación continua de conmociones geopolíticas y turbulencias económicas. Con ello viene un aumento del miedo, la rabia y el odio. “Vivimos tiempos agitados”, observó a principios de año el canciller alemán Olaf Scholz, un hombre poco dado a la exuberancia emocional. Las emociones individuales y los estados de ánimo colectivos son factores poderosos en política exterior, como en todas partes. “Actuar como si los sentimientos no existieran es pasar por alto una dinámica fundamental de la política internacional”, según Simon Koschut, catedrático de Política de Seguridad Internacional de la Universidad Zeppelin y experto en normas y emociones en la política mundial, lanzaba esta advertencia, no sin fundamento.
Trabajos recientes en neurociencia sugieren que el Homo Rationalis, el ser humano que actúa únicamente según consideraciones racionales de coste-beneficio, es una figura meramente teórica. Esto significa que las opiniones sobre política exterior y las decisiones de voto en las que influyen se basan siempre en la emoción. Las sensibilidades de un electorado pueden limitar el margen de actuación de los gobernantes en política exterior. Pero los actores políticos también pueden poner en práctica esas sensibilidades, de forma selectiva.
En este contexto, la historiadora Ute Frevert ha destacado la tendencia general hacia una política exterior moral, que a su vez puede conducir a la emocionalización. La toma de decisiones en política exterior puede provocar reacciones emocionales significativamente mayores si ya no son “sólo” una cuestión de intereses nacionales, sino asociadas al bien y al mal global. Esto también significa que tienen un mayor potencial de movilización popular.
La proliferación de imágenes sensibles de zonas de conflicto y crisis –a menudo profundamente perturbadoras– inundan la interfaz de incontables usuarios de redes sociales. Ya a mediados de la década de 1970, el filósofo y teórico de la comunicación canadiense Marshall McLuhan señaló que la guerra de Vietnam no se perdió en los campos de batalla, sino en las salas de estar estadounidenses: en otras palabras, la guerra se perdió porque la cobertura televisiva transmitió su brutalidad de una forma especialmente directa.
La guerra de Israel contra Hamás demuestra cómo las redes sociales se han convertido en un escenario disputado en la “guerra de imágenes”, con el apoyo a un u otro bando con la ayuda de las emociones creadas por los medios de comunicación. Aquí la regla es que, cuanto mayor sea el factor de indignación de una publicación en los medios sociales, mayor será su alcance. Los politólogos estadounidenses Peter W. Singer y Emerson T. Brooking destacan con razón la importancia política de la guerra en los medios, argumentando que “los debates desencadenados de esta forma pueden moldear la opinión pública e incluso influir en las decisiones diplomáticas y militares”.
No debería sorprender que las sociedades tiendan a reaccionar más emocionalmente en tiempos de crisis. Su “estado agregado” emocional ofrece un blanco perfecto para los actores externos hostiles que persiguen intereses propios, que utilizan “advertencias y amenazas para jugar con los miedos de la gente, y aumentarlos aún más, con el fin de alcanzar sus objetivos políticos más fácilmente”, afirma Münkler. Las amenazas nucleares de altos funcionarios rusos –dirigidas sobre todo a la opinión pública alemana– entran de lleno en esta categoría.
Narrativas populistas
Las fuerzas populistas dentro de Alemania, por ejemplo, también están haciendo un uso selectivo de las emociones, sobre todo de las emociones negativas. Las narrativas populistas apelan especialmente a la ira y la indignación. Las narrativas apoyadas en estas emociones, incluidas las supuestas “soluciones sencillas” basadas en ellas, tienen muchas posibilidades de sobrevivir en un mundo complejo, especialmente en tiempos de crisis.
En su libro La vida emocional del populismo: Cómo el Miedo, el Resentimiento y el Amor Socavan la Democracia, la socióloga franco-israelí Eva Illouz examina cómo los populistas de derechas explotan sentimientos como el miedo y la revulsión. Sugiere que “sólo las emociones tienen el múltiple poder de negar la evidencia empírica, moldear la motivación, abrumar el interés propio y responder a situaciones sociales concretas”. Illouz también se basa en la investigación sobre los votantes de Donald Trump realizada por la socióloga estadounidense Arlie Russel Hochschild, que sugiere que las narrativas políticas ahora no necesitan basarse en hechos: lo que importa es si algo “se siente” cierto.
Entonces, ¿cómo pueden las sociedades ser más resistentes ante las influencias externas y los mensajes populistas internos en estos periodos de mayor reactividad emocional? Se pueden encontrar pistas importantes en un estudio sobre los sentimientos de los europeos hacia su continente, realizado por el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR) antes de las elecciones parlamentarias europeas de 2019. El estudio sugiere que, tanto en los Estados miembros de la Unión Europea como en otros lugares, la política actual tiene tanto que ver con las emociones como con las ideas. Por eso, las campañas de comunicación política que se basan únicamente en argumentos fácticos y en refutar las narrativas populistas tienen pocas posibilidades de éxito. En tiempos de crisis, lo que cuenta es la “resonancia emocional”. Los autores del estudio sugieren que los partidos proeuropeos deberían recurrir a un método narrativo, tratando de contar una “historia completa y convincente” sobre el futuro de Europa, que se tome en serio las preocupaciones y temores de los votantes.
Además, al igual que se pueden avivar conscientemente las emociones negativas, es posible promover sentimientos positivos que motiven un comportamiento constructivo. Estos sentimientos positivos pueden incluir el orgullo por los logros o un sentimiento de comunidad. Los intentos de influir en la gente basados en emociones negativas pueden resultar ineficaces cuando los temas –como el futuro de Europa– se relacionan deliberadamente con emociones positivas.
En todo el mundo están aumentando las autocracias y los políticos de corte autocrático. Cuando las decisiones las toma un grupo muy limitado de personas –en casos extremos, únicamente un “hombre fuerte en la cima”, sin “controles y equilibrios” institucionales–, el contenido de la mente de los autócratas adquiere gran importancia, incluido su equilibrio de emociones.
Los partidarios de la escuela realista en relaciones internacionales se muestran escépticos ante esta tesis. Para estos comentaristas, las acciones de los Estados en un mundo en gran medida anárquico están orientadas únicamente a maximizar su propio poder y seguridad. Los líderes individuales y su idiosincrasia sólo desempeñan un papel secundario. En un bon mot muy citado, el exsecretario de Estado estadounidense Henry Kissinger, considerado generalmente como la encarnación del realismo en política exterior, advirtió contra la tentación de pensar en la política exterior como una subdisciplina de la psiquiatría. Parece que temía que un enfoque unidimensional de la constitución psicológica del líder no haría justicia a la compleja dinámica de los procesos de política exterior, lo que en última instancia conduciría a una toma de decisiones incorrecta.
La fijación emocional de Putin
Aunque la objeción parece legítima, ignorar la estructura de la personalidad y las características del comportamiento de los responsables de la toma de decisiones tiene las mismas probabilidades de producir errores, especialmente cuando se trata de sistemas autocráticos. El politólogo Robert Jervis fue uno de los primeros en abordar sistemáticamente “Cómo Piensan los Hombres de Estado“ (título de uno de sus libros), demostrando que los sesgos cognitivos –distorsiones en la percepción, la memoria, el pensamiento y el juicio– de los hombres y mujeres en la cúpula del poder político, así como sus valores y experiencias personales, son a menudo tan decisivos como las circunstancias objetivas.
El ejemplo de la guerra de agresión de Rusia contra Ucrania deja claro que podemos equivocarnos si ignoramos las motivaciones específicas de la personalidad de un gobernante cuando éstas no concuerdan con los principios de maximización de la utilidad del Estado. En el período previo al 24 de febrero de 2022, muchos observadores consideraban impensable que el presidente ruso Vladimir Putin invadiera Ucrania y causara así un daño político y económico masivo a su país. Su análisis de la situación ignoraba la fijación emocional de Putin por controlar Ucrania. Poco después de la invasión a gran escala, la obsesión de Putin fue descrita por Fiona Hill, veterana experta en Rusia, como una “emoción visceral… malsana y extraordinariamente peligrosa”.
Entonces, ¿qué podemos aprender de los fallos analíticos de este caso? En un artículo de Foreign Affairs, “Por qué los líderes inteligentes hacen cosas estúpidas”, la politóloga Keren Yarhi-Milo advertía de que “las grandes potencias y sus líderes mercuriales pueden calcular mal o actuar de forma irracional y neurótica”. Esta advertencia debe tenerse especialmente en cuenta en los escenarios de crisis. Como ejemplos, considérense los tratos del presidente chino Xi Jinping con Taiwán o la postura del expresidente estadounidense Donald Trump sobre la OTAN: en ninguno de los dos casos cabe esperar decisiones basadas en un cálculo puramente racional de costes y beneficios.
Además de las emociones individuales y los sesgos cognitivos, las relaciones entre los responsables de la toma de decisiones también pueden ejercer una influencia significativa en la política mundial. Las amistades y enemistades pueden arrojar largas sombras sobre las relaciones bilaterales, o incluso ejercer una influencia positiva. La conocida fotografía del expresidente estadounidense Ronald Reagan y el ex dirigente soviético Mijail Gorbachov relajándose en el Rancho del Cielo de Reagan, en las montañas de Santa Ynez, en 1992, ha pasado a la historia. “Hay química entre nosotros dos”, dijo supuestamente Reagan tras reunirse con Gorbachov en Ginebra en 1985, un momento que, en retrospectiva, se consideró que marcó el “principio del fin de la Guerra Fría”.
Es difícil determinar si la “confraternización” entre Putin y Xi Jinping, también escenificada con fines publicitarios, obedece a una simpatía personal, a un cálculo estratégico o a ambas cosas. Durante la reciente visita de Putin a Pekín, el presidente chino calificó a su homólogo ruso de “viejo amigo”; Putin dijo que eran “como hermanos”. Declaraciones de este tipo han repercutido en la opinión pública rusa y china, así como en una audiencia mundial más amplia. Si los hombres más importantes de China y Rusia deciden presentar este tipo de “espectáculo de amistad ruso-china“, como lo describen Christoph Giesen y Christina Hebel en un número reciente del semanario alemán Der Spiegel, se da un giro deliberadamente emocional a su alianza estratégica de conveniencia.
El reciente intercambio de golpes entre Irán e Israel ha vuelto a aumentar la preocupación por una escalada del conflicto en la región, sobre todo teniendo en cuenta la amenaza nuclear que supone Teherán. La guerra de agresión de Rusia contra Ucrania ha puesto en el punto de mira de los responsables políticos y de la opinión pública el desastroso escenario de una escalada entre dos potencias nucleares: el “Armagedón”, en palabras del presidente estadounidense Joe Biden, un escenario que durante mucho tiempo se creyó superado.
Las primeras investigaciones sobre la disuasión nuclear se basan principalmente en la idea del actor racional. Aquí también es relevante el trabajo de Robert Jervis: Desde el principio, demostró cómo influyen los factores psicológicos en las prácticas de disuasión nuclear. Se había supuesto que las emociones debían eliminarse del análisis, sobre todo en situaciones existenciales, como la amenaza recíproca de ataque nuclear. Pero el propio concepto de disuasión se basa en el miedo, una emoción clave en las relaciones internacionales, citada incluso por las teorías realistas. El miedo debe suscitarse si se quiere transmitir de forma creíble el posible uso de armas nucleares. Si la amenaza es inverosímil, el efecto disuasorio pretendido se desvanecerá.
Consolidación de identidades compartidas
El hecho de que la disuasión nuclear va más allá de las tuercas y los tornillos del armamento nuclear puede verse en un ejemplo de Alexander Wendt, un politólogo constructivista, que señaló que las cinco cabezas nucleares de Corea del Norte son una amenaza mucho mayor para Estados Unidos que las 500 de Reino Unido. La razón de ello, según las ideas constructivistas, reside en la asociación entre EEUU y Reino Unido, que se deriva de una comprensión compartida del mundo, así como de identidades, ideas y normas comunes. Las emociones también funcionan aquí como herramienta para consolidar las identidades compartidas. Las expresiones colectivas de simpatía y un sentimiento compartido de injusticia ante el ataque ruso a Ucrania han reforzado la autoimagen de los miembros de la OTAN, como pertenecientes a una alianza de valores, comprometidos con la paz, la democracia y el Estado de derecho.
Cualquiera que pretenda responder adecuadamente a las emociones, tanto a nivel grupal como individual, necesita sobre todo empatía. El ejemplo de Willy Brandt en Varsovia –cuando el canciller alemán se arrodilló ante el monumento conmemorativo del levantamiento del gueto de Varsovia en 1943– demuestra cómo los gestos de compasión y simpatía pueden ser significativos, incluso innovadores, en la política mundial. Más aún cuando las emociones las expresan jefes de Estado o de gobierno. La visita del canciller Brandt a Polonia el 7 de diciembre de 1970 fue la primera de un jefe de gobierno de Alemania Occidental desde el final de la Segunda Guerra Mundial y pretendía contribuir a “normalizar” las relaciones. Allí donde las palabras no podían captar todo el alcance de la culpa alemana, el poderoso gesto de Brandt expresó una profunda conmoción, humildad y un llamamiento al perdón. Combinando significado emocional y político, el gesto de arrodillarse de Brandt marcó un hito en el acercamiento germano-polaco.
La empatía está relacionada con la simpatía y la compasión, pero no es en absoluto idéntica a ellas. En lo que realmente consiste la empatía es en la capacidad de pensar y sentir la posición de otra persona. En su libro Campos de batalla, H.R. McMaster –general, historiador y brevemente Asesor de Seguridad Nacional de Donald Trump– aplica la noción de empatía a la política exterior y de seguridad. Utiliza el concepto de “empatía estratégica”, que entiende como la capacidad de comprender tanto lo que impulsa a los demás como lo que limita sus opciones de acción. El término de McMaster –un concepto contrario al de “narcisismo estratégico”, acuñado por el politólogo germano-estadounidense Hans Morgenthau en la década de 1970– sugiere que la comprensión principalmente autorreferencial del propio papel como actor internacional corre el riesgo de dar lugar a percepciones erróneas unilaterales. Éstas, a su vez, pueden conducir a una mala toma de decisiones políticas.
Ejemplos recientes de falta de empatía serían las intervenciones estadounidenses en Afganistán e Irak, en las que la perspectiva de Kabul y Bagdad desempeñó un papel menor, o ninguno en absoluto. Esto tuvo graves consecuencias para todos los implicados. La empatía estratégica, por el contrario, rastrea conscientemente el punto de vista del otro –esto incluye a los oponentes, pero también a los socios y aliados– en lo que se convierte en un proceso iterativo que, idealmente, debería producir una mejor toma de decisiones. “La empatía debería conducir a una mayor modestia en las cuestiones estratégicas, reduciendo la probabilidad de arrogancia o arrogancia, que pueden oscurecer la visión de la realidad de una situación por parte de los responsables de la toma de decisiones”, nos dijo en una entrevista Claire Yorke, que investiga la empatía en política exterior y de seguridad en el Colegio de Guerra de Australia.
La empatía estratégica se está convirtiendo en un instrumento vital de la política exterior, sobre todo para los gobiernos occidentales que se enfrentan a un sistema internacional multipolar, en el que los actores emergentes del Sur Global reivindican cada vez más poder e influencia. Según Simon Koschut, “el orden mundial liberal establecido está siendo desafiado por nuevas y viejas comunidades (emocionales) iliberales, unidas en la decepción y la ira hacia los actores “establecidos”“. En este contexto, la empatía estratégica significa superar el pensamiento occidental orientado a la dominación, pero también reconocer las emociones de los demás, incluidas la decepción y la ira hacia Occidente.
El requisito previo básico para la empatía estratégica es la voluntad de “escuchar más allá de la propia cámara de eco”, como dice el Informe sobre las Potencias Intermedias Emergentes 2024, escrito por Carlos Frederico Coelho, Paulo Esteves, Julia Ganter, Steven Gruzd y Manjeet Kripalani, y publicado por el Centro de Políticas de los BRICS, Gateway House India, el Instituto Sudafricano de Asuntos Internacionales (SAIIA) y la Fundación Körber.
“Los Estados no tienen sentimientos” es un principio de la diplomacia clásica, pero puede llevar a subestimar la importancia de las emociones en la política exterior. Mantener este principio sería especialmente erróneo en el contexto de la recalibración de las relaciones entre Occidente y el Sur Global. Forjar nuevas alianzas entre las potencias establecidas y las emergentes también implicará lidiar con las emociones de otros actores.
Artículo traducido del inglés de la web de Internationale Politik Quarterly (IPQ).