La CIA ha mentido a sus superiores, engañado a los ciudadanos a los que supuestamente protege y amenazado a los senadores que investigaron sus abusos. Continúa insistiendo en que la tortura produjo resultados, una tesis tan falsa como repugnante. Ni siquiera es competente como servicio de espionaje. Es un misterio que siga existiendo.
La clave para entenderlo, y de paso contextualizar la barbarie de la CIA, no se encuentra en el informe demoledor de Dianne Feinstein, sino en dos libros. El primero es Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Edward Gibbon. El segundo libro es Legado de cenizas, la historia de la CIA escrita por Tim Weiner.
La obra maestra de Gibbon describe cómo lo que en su día fue una república orgullosa de sus valores cívicos sucumbe bajo la presión de una casta militar. “Al paso que la libertad general se fue menoscabando con tantas conquistas, la guerra, encumbrada como arte, degeneró en un oficio”, escribe con lucidez. Algo parecido ocurre en Estados Unidos. Mantener un ejército hipertrofiado pasa factura en varios niveles. Con el martillo que representa, cada problema se convierte en un clavo. Con su creciente privatización, la guerra degenera en un oficio lucrativo. Ocupar Afganistán, invadir Irak, bombardear Siria, infestar Yemen con drones y desplegar una red global de tortura es una receta desastrosa para acabar con el terrorismo. Desde la óptica deformada de Washington, sin embargo, es la más conveniente. A nadie le interesa admitir que el problema es político antes que militar.
El libro de Weiner retrata una agencia que combina salvajismo, incompetencia y deshonestidad a partes iguales. Demuestra que la conducta de la CIA desde 2001 no representa una excepción, sino coherencia con su modus operandi. En sus casi 70 años de historia, la agencia ha colaborado con el exnazi Renihard Gehlen, llevado a cabo programas de tortura a principios de los años cincuenta –en Panamá, Alemania y Japón–, el proyecto MK Ultra, el Programa Fénix en Vietnam y la Operación Cóndor en América Latina. A estas alturas la tortura, como señala Peter Beinart, es una práctica profundamente americana.
La brutalidad nunca garantizó eficacia. Incluso los dos grandes –y únicos– éxitos de la CIA, un golpe de Estado en Irán en 1953 y otro en Guatemala en 1954, resultaron desastrosos a largo plazo. En Guatemala, la agencia decidió “aterrorizar” a Jacobo Árbenz “como las Stukas alemanas a la población de Holanda, Bélgica y Polonia”. El resultado fueron cuatro décadas de guerra civil y hasta 200.000 muertos, la mayoría a manos de las fuerzas de seguridad del Estado. En Irán, la represión del shah detonó la revolución de 1979, que convirtió al principal aliado regional de Washington en su enemigo acérrimo. El caso de Bin Laden y los muyahidines afganos es un ejemplo más de la capacidad de la agencia para generar resultados contraproducentes.
Si el historial de las operaciones encubiertas es nefasto, el del espionaje tradicional es aún peor. La CIA subestimó la capacidad soviética para desarrollar una bomba nuclear, descartó la posibilidad de un ataque chino durante la Guerra de Corea, no informó del fracaso que se avecinaba en Bahía Cochinos, fue incapaz de imaginar la caída de la URSS, no previno la invasión iraquí de Kuwait y no supo impedir los atentados del 11 de septiembre. Las mentiras inventadas para justificar la invasión de Irak no son más que el enésimo caso de ineptitud.
Dwight Eisenhower era consciente tanto de la militarización gradual del país como de la incompetencia criminal de sus servicios de espionaje. Denunció la primera amenaza bautizándola como un “complejo militar-industrial” en su despedida presidencial. En cuanto a la CIA, describió el saldo de su primera década de vida con el título del libro de Weiner. Pero ni siquiera un general de cinco estrellas convertido en presidente pudo reformar el corazón –o uno de los corazones– del Estado profundo americano. La agencia está demasiado engranada en la maquinaria de guerra estadounidense como para reformarse o acatar su desguace.
Hoy la NSA realiza las principales funciones de espionaje y el departamento de Estado cuenta con mejores servicios de inteligencia estratégica. La CIA ha perdido su razón de ser. En 2003, intentó encontrarla plegándose a los deseos de la Casa Blanca, proclamando la existencia de armas de destrucción masiva donde no las había. Después se ha amparado en una mentira igual de peligrosa: que la tortura resulta imprescindible en la lucha contra el terrorismo. Es la última línea de defensa de una agencia que se considera la “primera línea de defensa” del país. Y no es convincente.
La CIA debe desaparecer. Sobran motivos éticos para liquidar la institución. Los que busquen argumentos realistas los encontrarán en Talleyrand: peor que un crimen es un error, y la agencia acumula demasiados errores en su historia.
Por Jorge Tamames, analista internacional.