Georges Clemenceau comentó acertadamente que la guerra es un asunto demasiado importante como para dejárselo a los militares. Al término de la Segunda Guerra Mundial, los dirigentes estadounidenses hicieron caso al que fuera primer ministro de Francia durante la Primera. El desarrollo de la bomba atómica marcaba un punto de inflexión inquietante. “Todo lo que he escrito ha quedado obsoleto”, escribió el estratega Bernard Brodie al ser informado de la destrucción de Hiroshima.
Brodie entendió que la bomba había demolido siglos de pensamiento militar. Para los generales estadounidenses, formados en la rigidez doctrinal de Carl von Clausewitz, las armas nucleares simplemente proporcionaban una potencia de fuego abrumadora en el campo de batalla. En realidad, la posibilidad de aniquilar países enteros pulsando un botón convertía su uso en una cuestión política de primer orden. Desde la Corporación RAND, Brodie y sus compañeros de viaje –Herman Kahn, Albert Wohlstetter y John Nash– se convirtieron en los sumos sacerdotes de la doctrina de la disuasión nuclear, sustituyendo la beligerancia de los generales con una visión aséptica y racional.
Esta mirada clínica al abismo siempre contuvo un reverso desquiciado. Es conocida la lucha que Nash libró contra la esquizofrenia a lo largo de gran parte de su vida. En su Wizards of Armageddon, Fred Kaplan destaca los devaneos freudianos de Brodie, que le llevaban a comparar bombardeos nucleares con escenas de sexo. En la práctica, EEUU sobrevivió gracias a impulsos emocionales ajenos a la lógica de la teoría de juegos. Aunque el terror nuclear era un asunto demasiado serio como para dejárselo a los militares, la visión que Brodie impuso nunca dejó de ser angustiosa e imperfecta.
En la era de Donald Trump, es la política la que resulta demasiado importante como para dejarla en manos de un presidente obtuso e incoherente. Por eso la Casa Blanca está dirigida, desde el verano de 2017, por un triunvirato de exgenerales: el jefe de gabinete, John Kelly, el asesor de seguridad nacional, H.R. McMaster, y el secretario de Defensa, James Mattis. Los militares son, de cara a la opinión pública –incluida gran parte de la oposición–, los adultos de la administración. Veteranos de confianza, salvaguardan lo que queda del honor patrio y contienen a su jefe cuando pierde los papeles.
Este planteamiento, impropio de una democracia en buen estado de salud, está revelando sus límites a marchas forzadas. Y el caso más destacado es la reformulación del Nuclear Posture Review, documento que establece la doctrina estadounidense en el uso de armas nucleares.
La actualización más reciente del NPR, que Trump ha delegado por completo al Pentágono, presenta un cuadro oscuro y alarmista. Citando la amenaza de potencias como Rusia, China, Corea del Norte y tal vez Irán, exige invertir más de un billón de dólares en el arsenal estadounidense. Donde tradicionalmente solo se contemplaba una respuesta nuclear ante ataques con armas de destrucción masiva, el nuevo NPR incluye ciberataques que paralicen infraestructura crítica. El documento cita nuevos misiles y torpedos rusos como una amenaza existencial, en lo que parece un refrito de los años sesenta, cuando una “brecha de misiles” ficticia frente a la URSS generó pánico en el país. El NPR también exige desarrollar más armas nucleares tácticas, llamadas así porque son menores que las estratégicas (es decir, las que pueden destruir ciudades enteras) y pueden emplearse en campos de batalla. Peligra el futuro del Nuevo SART, el tratado ratificado en en 2011 que redujo los arsenales de Rusia y EEUU y se mantiene en vigor hasta 2021.
Se trata, como numerosos expertos han recalcado, de un documento obtuso. Steven Pifer, del think tank Brookings Institution, señala que el programa contiene redundancias que disparan su coste y propuestas que contradicen la lógica de la disuasión nuclear. Por ejemplo, dar mayor protagonismo a las bombas tácticas podría llevar a considerarlas como armamento de una categoría diferente a las estratégicas, incentivando su uso en operaciones militares. Como sugiere la catedrática de Brown University Nina Tannenwald, una de las principales barreras ante el uso de armas nucleares es el tabú que existe en torno a su uso. Erosionar esa norma es tremendamente irresponsable.
El Pentágono también parece ignorar que sus fuerzas convencionales son ampliamente superiores a las de sus rivales, por lo que una carrera nuclear no beneficia a EEUU. La capacidad destructiva de la bomba atómica la convierte en un gran igualador de las relaciones internacionales. El régimen de Kim Jong-un, frecuentemente denostado como irracional, ha sacado conclusiones muy lógicas de las caídas de Saddam Hussein y Gadafi. Apostando por su programa nuclear, hasta ahora mantiene un seguro a todo riesgo.
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— not doing a display name bit right now (@KrangTNelson) February 8, 2018
Tal vez el elemento más aterrador de la NPR sea el clima en que se presenta. En Washington aumentan las voces defendiendo un bombardeo de Corea del Norte. Entre los halcones están Edward Luttwak y Henry Kissinger, que visita regularmente el Despacho Oval. Los bandazos de Trump frente a Irán y China tampoco auguran un futuro armonioso en el resto de Asia y Oriente Próximo. El deshielo con Moscú ha quedado sepultado por la hostilidad del Pentágono y la obsesión del Partido Demócrata con la injerencia rusa en EEUU.
Lejos de enmendar la situación, el Pentágono y los “adultos” que supervisan al presidente han impuesto una deformación profesional a la doctrina nuclear estadounidense. Pero el problema de fondo no es nuevo. Al tiempo que descarta partes del legado de Barack Obama, Trump se aferra y profundiza en otras. El rearme nuclear es una de ellas. Iniciado por su predecesor con un programa ambicioso y caro, el rearme del actual presidente profundiza en la senda preestablecida, si bien lo hace con un enfoque más torpe y agresivo. Trump agrava la lógica obscena de la competición nuclear, pero el problema le precede y le sobrevivirá.