Un funcionario de salud indonesio monitorea a los pasajeros de un vuelo internacional para verificar su temperatura el 23 de enero de 2020/GETTY

Tecnologías intrusivas, el otro virus

La tecnología es siempre ambivalente, pero cuando se utiliza para vigilar está casi siempre al servicio del poder.
Luis Esteban G. Manrique
 |  2 de abril de 2020

“El rasgo más valioso de un hombre es su juicioso sentido para elegir en qué no creer
Eurípides (480-406 a. C.)

 

La emergencia sanitaria provocada por el coronavirus ha devuelto toda su vigencia al clásico adagio latino Salus populis suprema lex est, que según escribió Cicerón en De Legibus es el principio básico del derecho público romano, refrendado a lo largo de los siglos por filósofos como Locke, Hobbes y Spinoza. Pero también ha servido para convertirlo en una coartada –política e ideológica– para recortar libertades y derechos fundamentales. No resulta extraño. La historia muestra que las emergencias son siempre la mejor ocasión para subvertir los principios democráticos. En poco tiempo, la pandemia ha logrado que gobiernos de todo tipo declaren, con mínimas objeciones, estados de excepción tan amplios y radicales que han confinado en sus casas a una tercera parte de la población mundial, unas 2.500 millones de personas.

Y todo ello pese a los riesgos que supone el hecho de que, por primera vez, la tecnología permite al Estado vigilar a todos todo el tiempo y que algunas de esas medidas, supuestamente temporales, se hagan permanentes una vez pase la crisis. La libertad de asamblea, garantizada en la primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos, por ejemplo, está hoy suspendida de facto.

Si la epidemia se prolonga, será inevitable que se sigan posponiendo elecciones, como ya ha ocurrido con la segunda vuelta de las municipales francesas o la convención demócrata, aplazada en principio hasta agosto, y que previsiblemente iba a proclamar la candidatura de Joe Biden.

No solo la legitimidad de los gobiernos democráticos está en cuestión. A medida que las fuerzas militares se hacen cargo de resguardar el orden público, patrullar las ciudades y detener a quienes no respetan las cuarentenas y toques de queda, el mundo entero se va a parecer cada vez más a China. Al principio de la crisis, en Wuhan, el epicentro original de la pandemia, drones conminaban a los transeúntes a regresar a sus casas amenazándolos con la prisión si no obedecían las órdenes.

 

Distopías hechas realidad

Esas medidas, percibidas al principio como draconianas y hasta distópicas en otros países, no han tardado en generalizarse y ser consideradas normales y justificadas hasta en países de acendrada tradición individualista.

China, Corea del Sur, Singapur y Taiwán se han ganado la admiración universal por su eficacia en la contención de los contagios utilizando su vasto arsenal de tecnologías intrusivas: brazaletes electrónicos, mensajes de texto de advertencia a presuntos positivos y el rastreo electrónico de sus itinerarios.

En Europa, Eslovaquia ya ha probado una ley que permite al gobierno usar información recogida por compañías de telecomunicaciones para rastrear los movimientos de personas posiblemente contagiadas. Nadie sabe con certeza dónde están los límites de esos métodos de vigilancia. Cuando un diseñador de moda hongkonés llegó a su ciudad procedente de Zúrich, pese a ser asintomático, unos policías le colocaron en la muñeca un brazalete digital conectado a una aplicación que debió descargar en su teléfono antes de iniciar dos semanas obligatorias de cuarentena.

Rusia, por su parte, está usando aplicaciones que permiten a las autoridades verificar en tiempo real dónde se hallan en cada momento los posibles positivos. Si desconectan sus teléfonos, se arriesgan a ser sancionados con fuertes multas e incluso a ser detenidos y enviados a centros de reclusión ad hoc. En Taiwán, el centro de control de epidemias, creado tras la crisis sanitaria del Sars en 2003, usa macrodata para hallar a potenciales portadores del virus y vigilar sus movimientos a través de los GPS de sus teléfonos. Quienes contravienen las indicaciones pueden ser multados con hasta 32.000 dólares y la publicación de sus nombres.

El éxito del gobierno de Seúl en la contención de la epidemia se ha basado fundamentalmente en un sistema de detección temprana, sencillo y eficiente, que ha reducido la tasa de mortalidad al 0,9% de los infectados, pero también en tecnologías de rastreo de los casos positivos que alertan a terceras personas si han estado en contacto con ellos.

En enero, el país comenzó a publicar en internet la localización y movimientos de los contagiados, incluyendo detalles de cuándo salieron de sus trabajos, si llevaban mascarillas en el metro, el nombre de las estaciones donde cambiaron de línea y hasta los bares a los que asistían y el nombre de las clínicas donde se hicieron las pruebas. Si abandonan su reclusión sin llevar el teléfono, pueden ser enviados a prisión.

Nada de ello es gratuito. En 2015, antes de ser diagnosticado y aislado, un empresario surcoreano que regresó de tres países árabes, donde se contagió con el virus del Mers, contagió a 186 personas, de las que murieron 36. Frenar la epidemia requirió dos meses. Desde entonces, la legislación surcoreana permite al gobierno recoger data electrónica para trazar los movimientos de casos positivos.

Los logaritmos de inteligencia artificial del China Health Check le permiten rastrear todo tipo de huellas digitales, incluidas las que dejan los pagos con tarjetas de crédito. Compañías como Alibaba y Tencent han creado aplicaciones como la Alipay Health Code que indican el nivel de riesgo de cada individuo con códigos QR, obligatorio para utilizar los transportes públicos, cuyo color depende de las visitas de sus dueños a sitios de riesgo: verde (ninguna restricción), amarillo (cuarentena de siete días) y rojo (cuarentena de 14 días).

Rusia, Serbia, Hungría y Turquía, por su parte, sancionan severamente a quienes diseminan “rumores infundados” sobre el virus en las redes sociales. Moscú ha anunciado que utilizará las más de 178.000 cámaras de reconocimiento facial para vigilar a quienes regresen del exterior.

 

Democracias contagiadas

En Israel, donde desde 1948 siguen vigentes algunas medidas de emergencia, todos están obligados a descargar aplicaciones de rastreo. El Shin Bet, el servicio de seguridad interno, ha puesto toda su experiencia en la lucha antiterrorista al servicio de la vigilancia y captura de quienes violan las cuarentenas, advirtiendo a quienes han estado en contacto con ellos que se aíslen de inmediato.

En Alemania, Deutsche Telekom está suministrando al Instituto Robert Koch, la agencia de salud pública estatal, data de forma agregada para no identificar a los individuos. En Nueva York, su alcalde, Bill de Blasio, publicó un tuit sobre un abogado del condado de Westchester que presuntamente fue la segunda persona en el estado que contrajo el virus, incluyendo el nombre del bufete en el que trabajaba. Unas pocas horas después, The New York Post lo identificó refiriéndose a él como el “paciente cero”.

En Quebec, la policía ha estado interrumpiendo fiestas privadas en domicilios particulares por quejas de los vecinos. Cuando se generalice el uso de tecnologías biométricas, con pulseras capaces de medir la temperatura corporal o la presión sanguínea para trasmitirlos a centros de datos policiales, todos esos métodos parecerán casi respetuosos con la privacidad.

Richard A. McKay, investigador de la Universidad de Cambridge, sostiene en Patient zero and the making of the AIDS epidemic (2017) que el concepto mismo de paciente cero suena científico, pero en realidad no lo es, y que fue creado por accidente, por lo que recomienda que se utilice con extremo cuidado para no estigmatizar a nadie o atribuir culpas indebidas. La advertencia está más que justificada. En Rusia, tras una reciente visita de tres días a España, Irina Sannikova pasó de ser una respetada especialista en enfermedades infecciosas a ser apodada “la doctora muerte” por un diario oficial, después de que incumpliese el aislamiento obligatorio y siguiese dando conferencias. Ahora podría ser condenada a cinco años de prisión si muere alguna de las 11 personas a las que contagió.

 

Dilema existencial

Una vez que se comienza a rastrear a las personas por razones de salud, ¿qué impide que se haga por razones políticas o convicciones religiosas? La tecnología es siempre ambivalente, pero cuando se utiliza para vigilar está casi siempre al servicio del poder. En EEUU y otros países muchas de las restricciones a las libertades adoptadas tras los atentados del 11-S siguen vigentes. Según Maya Wang, especialista en China de Human Rights Watch, ninguna crisis debería justificar que las leyes de vigilancia violen tres principios esenciales: la constitucionalidad, la proporcionalidad y la necesidad.

En países asiáticos de tradición confuciana, donde el individuo está subordinado al colectivo, los métodos que limitan las libertades se aceptan de modo casi natural. El régimen chino, por ejemplo, se sustenta en la idea de que la deliberación y la toma de decisiones de las democracias occidentales se basan en los escasos minutos de atención superficial que prestan los electores cada cuatro o cinco años, mientras que la República Popular vela por el interés general, que sitúa por encima del interés de los individuos, considerados casi como menores irresponsables.

La idea de que el Estado está al servicio de la persona es, en cambio, la piedra angular de la civilización occidental desde la antigua Grecia. Pero el concepto de individuo soberano es en realidad una metáfora. Nadie existe con independencia de los demás. Para contener una pandemia, todos tienen que cuidar de todos. La individualidad no define –ni puede definir– la vida colectiva ni sus valores y normas morales. Ignorar ese principio pone en riesgo a la propia sociedad. Pero dar la espalda a las libertades y derechos es también ponerla en peligro. Ese es el dilema que plantea esta situación extrema.

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