En la Conferencia de Paz de París, 22 de enero de 1919. El emir Faisal (centro) con (de izquierda a derecha) el general Nuri Es-Sa'id; el soldado y arabista angloirlandés Thomas Edward Shaw (Lawrence de Arabia); y el capitán Pisani de la misión francesa. GETTY

Sykes-Picot: la línea en la arena que durante un siglo ha marcado Oriente Medio

Tras más de un siglo del reparto de esferas de influencia entre Londres y París acordado en 1916, se renueva el debate sobre la artificialidad de un Oriente Medio compuesto por 'tribus con banderas' confinadas en un mapa que cada vez tiene menos sentido.
Pedro Rodríguez
 |  27 de octubre de 2023

El 16 de mayo de 1916, Gran Bretaña y Francia trazaron una línea en la arena que durante un siglo ha determinado el mapa de Oriente Medio, ahora más cuestionado que nunca. Conocido como el pacto Sykes-Picot, aquel acuerdo secreto con participación de Rusia aspiraba a establecer esferas de influencia, repartirse toda la región y capitalizar el gran vacío de poder planteado por el previsible colapso del Imperio Otomano tras su derrota en la Primea Guerra Mundial.

 

Mapa de la Royal Geographical Society, firmado por Mark Sykes y François George-Picot en mayo de 1916, que identifica respectivamente las zonas de control francesa (A) y británica (B).

 

En retrospectiva, los nuevos Estados formulados a partir del gran poder califal turco, con arbitrarias fronteras dibujadas frecuentemente con sospechosas líneas rectas, han demostrado con creces su naturaleza artificial y crónica incapacidad para generar vertebrados proyectos nacionales. Con un balance que se inclina hacia lo inviable y una proliferación de conflictos sectarios, más allá de la brutal cohesión facilitada por regímenes dictatoriales. Algunas de las partes más agraviadas que en la parisina conferencia de paz de 1919 no encontraron satisfacción para sus aspiraciones nacionales –como los kurdos– han renovado su impulso para repensar los parámetros colonialistas formulados hace un siglo. Mientras que, en la práctica, el Estado Islámico se ha dedicado a dibujar su propio mapa dentro de Irak y Siria en torno a su autoproclamado califato. Al cumplirse cien años de Sykes-Picot, la cuestión inevitable es si Oriente Medio no es más que un grupo de “tribus con banderas” confinadas en el ocaso de una línea sobre la arena cada vez con menos sentido.

 

A y B

El mapa original del pacto Sykes-Picot es de una simpleza pasmosa para todas las consecuencias que ha tenido. Con una sobredosis de líneas rectas, todo el territorio controlado por el imperio otomano en Oriente Medio fue repartido básicamente en dos zonas, directamente identificadas como “A” y “B”, con una línea divisoria que abarcaba desde Kirkuk, en Irak, hasta Haifa, en la actual Israel.

La primera parte (Siria, Líbano y el norte de Irak) quedaba bajo la influencia de Francia y la segunda (el sur de Irak, Kuwait, Transjordania y Palestina), dentro de la responsabilidad de Gran Bretaña. Rusia, al que se ofreció una parte de Turquía como incentivo para continuar luchando en la Gran Guerra contra Alemania, quedaría fuera del reparto tras la revolución bolchevique. Incluso para la disputada Tierra Santa, Sykes-Picot anticipaba como solución un sistema de administración internacional.

En última instancia, todo este alarde de cartografía colonialista fue negociada en plena Primera Guerra Mundial para repartirse los territorios controlados con más o menos negligencia desde el siglo XVI por el Imperio Otomano. Los gestores de esta interesada partición, oficialmente conocida como el Acuerdo de Asia Menor, fueron el francés François Marie Denis Georges-Picot y el británico Sir Mark Sykes.

Los dos negociadores tenían bastante en común. Eran aristócratas, veteranos de la administración colonial de sus respectivos imperios, conocedores de la región y estaban convencidos de que el futuro de Oriente Medio sería bastante mejor bajo la interesada tutela de Londres y París. Sykes, a los 39 años, sucumbió en París a la gran epidemia de gripe de 1919, sin ver los resultados de su plan. Picot, tío abuelo del presidente Valery Giscard d’Estaing, murió también en París pero en 1951, a la provecta edad de 80 años.

 

Diplomacia secreta y excluyente

El acuerdo Sykes-Picot fue negociado en secreto y sin ninguna participación árabe. Para Londres, siempre en defensa de sus enormes intereses coloniales, la zona resultaba especialmente deseable no solo por su naciente producción petrolífera sino también como parte de los esfuerzos para asegurarse rutas terrestres y marítimas con la India. Nada nuevo ya que garantizarse el dominio de la India y defender esa gran joya colonial había monopolizado una buena de la política exterior británica durante el siglo XIX

Para Francia, el acuerdo suponía proteger sus crecientes relaciones comerciales con los grandes puertos de Beirut, Sidón y Tiro. Desde el punto de vista árabe, Sykes-Picot supuso el comienzo de una sucesión de traiciones e injerencias occidentales. Y también la génesis de toda clase de fervientes movimientos de vindicación nacionalista cuyo primer objetivo no será instaurar gobiernos democráticos sino acabar con la influencia colonial y los sistemas políticos impuestos desde fuera. De hecho, esa mezcla alternativa de nacionalismo y militarismo habría terminado por convertirse en la fuerza política dominante en la región desde mediados del siglo XX hasta las primaveras árabes del 2011.

 

Un Wikileaks bolchevique

La existencia de Sykes-Picot no fue conocida hasta un año después de su firma, cuando el pacto fue publicado en el equivalente a un Wikileaks bolchevique. La escandalosa filtración del acuerdo fue posible gracias a la revolución comunista en Rusia. Ya que el Imperio zarista había dado su aquiescencia al reparto franco-británico con el incentivo de recibir una parte de la interesada partición del Imperio Otomano. Sin embargo, con el triunfo de los bolcheviques, Rusia quedó excluida del reparto de todo ese botín que para Moscú suponía satisfacer sus recurrentes ambiciones turcas y extender su control sobre Estambul, los estrechos y Armenia.

 

«Leon Trotsky filtró a diversos periódicos la exclusiva de Sykes-Picot en noviembre de 1917. (…) de esta manera, aspiraba a desacreditar la perfidia de los poderes de la Triple Entente y denunciar sus ambiciones imperiales»

 

A las tres semanas de presentarse la Declaración Balfour con el compromiso británico para crear una patria judía en Palestina, Leon Trotsky filtró a diversos periódicos la exclusiva de Sykes-Picot en noviembre de 1917. El soviético comisario de Asuntos Exteriores, de esta manera, aspiraba a desacreditar la perfidia de los poderes de la Triple Entente y denunciar sus ambiciones imperiales sobre el resto del mundo. El mapa de la Royal Geographical Society que acompañaba el acuerdo dejaba en evidencia el impúdico descaro de todo ese reparto al basarse en una simple línea. Durante el consiguiente escándalo internacional, especialmente los británicos quedaron en evidencia, la desconfianza entre árabes y sionistas se multiplicó y los turcos, encantados.

 

Lawrence de Arabia

Desde el punto de vista de Gran Bretaña, el acuerdo Sykes-Picot supuso el incumplimiento de las promesas de reconocimiento e independencia formuladas a los árabes a cambio de rebelarse en la retaguardia del Imperio Otomano. Una insurgencia promovida con dinero, algunas armas y la figura decisiva de Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia (1888-1935). En una célebre escena de la famosa película de 1962, Husayn ibn Ali, jerife de La Meca, reconoce a T.E. Lawrence su capacidad para mentir con mucha más persuasión que otros oficiales británicos porque es “casi un árabe”.

Con bastante ironía histórica, el clásico libro de T.E. Lawrence Seven Pillars of Wisdom resucitó en 2003, al convertirse casi en lectura obligada para el Pentágono después de la invasión de Irak. Con especial atención a sus reflexiones sobre cómo derrotar con guerrillas insurgentes a las fuerzas militares del Imperio Otomano durante la campaña librada entre 1916 y 1918.

El militar británico explicaba que los ejércitos regulares “son como plantas, inmóviles, firmemente enraizadas, alimentadas por largos tallos hasta la cabeza”. En contraste, las fuerzas insurgentes actúan como una especie de vapor letal, que libran “batallas de minutos” y se caracterizan por su “velocidad y resistencia, ubicuidad e independencia de las arterias de suministro”. A su juicio, para los militares turcos enfrentados en un clásico conflicto asimétrico contra la creciente rebelión árabe “la guerra fue sucia y lenta, como comer sopa con un cuchillo”.

 

«El gran problema de las fronteras dibujadas a partir del pacto Sykes-Picot, es que no se correspondían necesariamente con realidades de población homogénea»

 

Líneas rectas

El gran problema de las fronteras dibujadas a partir del pacto Sykes-Picot, con su cómoda pero artificial tendencia hacia la línea recta, es que no se correspondían necesariamente con realidades de población homogénea. Inicialmente se tenía la intención de dividir el Levante de acuerdo a criterios religiosos (un Líbano para cristianos, una Palestina con una considerable población judía, un valle de la Beká para chiíes, y Siria para los suníes). Pero el resultado final fueron nuevos países con vocación de cajón de sastre, que no se corresponden a distinciones religiosas, tribales o étnicas. Y que en la práctica agruparon con calzador a diversas comunidades que desde el final de las Cruzadas hasta el colonialismo europeo del siglo XIX habían vivido separadas.

Con todo, estas diferencias más bien irreconciliables quedaron relegadas en cierta manera por la lucha anticolonial y el nacionalismo, que sobre todo con Nasser en Egipto plantearon la visión de un mundo árabe unido capaz de eclipsar profundas diferencias sociodemográficas. Entre los ochenta y los noventa, sanguinarios dictadores como Hafez Al Assad, Sadam Husein y Gadafi terminaron actuando como brutales factores de cohesión. Pero desde las revoluciones del 2011 y la disrupción del Estado Islámico, todas esas divisiones, enfrentamientos y frustraciones han salido a la palestra.

 

Esferas de influencia

Tras la destrucción de múltiples imperios como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, y bajo la presión del presidente Wilson de Estados Unidos defensor del principio de autodeterminación para solucionar el nuevo puzle internacional planteado tras la Primera Guerra Mundial, Francia y Gran Bretaña tuvieron que limitar sus ambiciones. Y las dos potencias coloniales optaron por ejercer un sistema de esferas de influencia y establecer gobiernos indígenas y administraciones afines. Aunque el arreglo acordado por Sykes y Picot no comprendía el norte de África, el amigable empeño de repartirse esferas de influencia entre las dos metrópolis hegemónicas terminó extendiéndose también hacia esa zona. Con Egipto bajo control británico y la región del Magreb dominada por los franceses.

 

«El amigable empeño de repartirse esferas de influencia entre las dos metrópolis hegemónicas terminó extendiéndose también hacia el norte de África»

 

En su esfuerzo por ejercer poder indirectamente, los británicos, por ejemplo, instalaron dos hijos de su principal aliado árabe en los nuevos tronos de Jordania e Irak, pero reservando la mayor parte de las responsabilidades ejecutivas para el gobierno de Su Graciosa Majestad. A pesar de no seguir un modelo tradicional de colonización, la mayoría de los territorios afectados por el pacto Sykes-Picot no alcanzaron su total y efectiva independencia hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Desde entonces, el nacionalismo árabe ha venido insistiendo en que todo ese entramado colonial no fue más que un esfuerzo deliberado para mantener a la región dividida y debilitada, incapaz de recrear la grandeza, sofisticación y esplendor en comparación a Occidente que los árabes alcanzaron durante la Edad Media.

 

Crisis de identidad

En retrospectiva, el sistema impuesto por Sykes-Picot no habría hecho más que complicar el fracaso colectivo árabe a la hora de forjar una identidad propia entre el nacionalismo secular y el islamismo. Una crisis de identidad complicada por desigualdades abismales y dificultades, a menudo insalvables, a la hora de lograr una necesaria modernización tanto política como económica.

En general, la mayoría de los países afectados por Sykes-Picot han sido incapaces durante las últimas décadas de formular verdaderos proyectos nacionales para solventar su cúmulo de contradicciones internas. Y sus problemas no han hecho más que multiplicarse. Ya que entre los principales detonantes de la actual crisis estaría la explosión demográfica registrada por el mundo árabe durante las últimas cuatro décadas. Con una población duplicada que supera los 330 millones de personas, de los cuales dos tercios tienen menos de 35 años.

A todos estos problemas habría que sumar la espiral de enfrentamientos dentro del cisma religioso entre chiís y suníes que arrastra el islam desde el siglo VII por el conflicto en torno a la sucesión del profeta Mahoma. Un problema sectario complicado con el pulso que en múltiples frentes mantienen Arabia Saudí e Irán por la hegemonía en Oriente Medio.

 

La cartografía alternativa del Estado Islámico

Esta asignatura pendiente en torno a la vertebración nacional en Oriente Medio ha planteado durante los cien años transcurridos desde Sykes-Picot toda clase de conflictos. El penúltimo protagonista en esta saga tan disfuncional sería el Estado Islámico, empeñado en redibujar el mapa de Oriente Medio a partir de sus victorias en Irak y Siria. Esta organización terrorista, a pesar de sus derrotas gracias a la intervención internacional, planteó desde un principio la prioridad revertir Sykes-Picot por la vía del control territorial y la construcción de su propia entidad estatal.

Su máximo líder, Abu Bakr al-Bagdadi, en el discurso pronunciado al presentarse por primera vez en público en julio de 2014 en la Gran Mezquita de Mosul, ya insistió en que “este bendecido avance no se detendrá hasta que no clavemos el último clavo en el ataúd de la conspiración Sykes-Picot”. En el famoso video de propagada yihadista divulgado en inglés con el título End of Sykes-Picot, los milicianos del Estado Islámico ya advertían claramente que la frontera entre Siria e Irak no era la única que aspiraban a redibujar en su ambición por crear un califato regional, siguiendo la inspiración de los últimos cuatro siglos del Imperio Otomano y la ortodoxia suní.

 

De Sykes-Picot a Kerry-Lavrov

Por lo menos desde el verano de 2014, Estados Unidos viene reconociendo de forma tácita, y a veces explicita, el agotamiento del mapa planteado por Sykes-Picot. En declaraciones al New York Times, el presidente Obama explicó que “lo que estamos viendo en Oriente Medio y partes del norte de África es el desplome de un orden que se remonta a la Primera Guerra Mundial”. Incluso como parte de una forzada búsqueda de alternativas por parte de la Casa Blanca, algunos analistas de política internacional destacan el distanciamiento protagonizado por la Administración Obama con sus dos principales aliados en la región: Arabia Saudí e Israel.

 

«Estados Unidos viene reconociendo de forma tácita y a veces explícita, el agotamiento del mapa planteado por Sykes-Picot»

 

La guerra civil en Siria, acompañada por la pasividad de Washington y la oportunista intervención de Putin a favor del régimen de Damasco, también sirvió para multiplicar las especulaciones sobre hasta qué punto Rusia y Estados Unidos podrían reformular un nuevo orden en la región pese a mantener posiciones que solo coinciden en combatir la amenaza del Estado Islámico. En una parte del mundo acostumbrada a pensar en términos de conspiraciones y decisiones teledirigidas, se empieza a hablar como alternativa a Sykes-Picot de un acuerdo Kerry-Lavrov que de forma delirante empezaría con una supuesta partición de Siria.

 

En búsqueda de un nuevo orden

El mundo árabe, gracias en parte a intervenciones como Sykes-Picot, comparte una popular narrativa dominada por la animosidad de occidente hacia Oriente Medio en particular y el mundo islámico en general. Este victimismo ahora viene acompañado por la traumática realidad de un Irak fragmentado en tres bandos: una parte suní controlada en buena parte por el Estado Islámico, un proto-Estado kurdo y una zona que se extiende desde la capital Bagdad hacia el sur bajo un régimen chií. Con una similar estructura, tan fragmentada como sectaria, también reproducida en Siria.

Todo este sangriento caos contrasta con la ausencia de creíbles esfuerzos para hacer posible un nuevo orden en Oriente Medio que eventualmente facilite mejor seguridad, gobierno y bienestar económico a sus habitantes. De hecho, el actual conflicto en la región genera comparaciones con la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) pero sin que se perciba en el horizonte el equivalente a una Paz de Westfalia con un nuevo orden basado en Estados –no dinastías, tribus, imperios o religiones– como piedra angular.

Según ha explicado Joost Hiltermann, del International Crisis Group, “todas las fronteras en el mundo, cada a su manera, son artificiales”. A su juicio, “con el tiempo, algunas veces con el paso de mucho tiempo, las contradicciones internas terminan por destruir el orden imperante pero la forma que tendrá un nuevo orden alternativo, o serie de nuevos órdenes, es toda una incógnita”.

Los kurdos, como parte más agraviada en ese reparto, han renovado sus presiones para encontrar una satisfacción a sus aspiraciones nacionales. De hecho, la posibilidad de una entidad kurda en el este de Anatolia –donde hace un siglo los kurdos eran una mayoría relevante de la población– solo fue vagamente planteada en el posterior Tratado de Sèvres de 1920. Sin embargo, ese compromiso no pudo implementarse por el triunfo del movimiento nacional turco bajo el liderazgo de Mustafa Kemal Atatürk y fue reemplazado por el Tratado de Lausana de 1923, que reconocía la nueva república sin mención alguna para los kurdos. Según recalcaba recientemente su líder Masoud Barzani: “Cien años de fracaso son suficientes. Necesitamos buscar nuevas opciones”.

La versión original de este artículo fue publicada en la revista Cuenta y Razón (Segunda Etapa). Número 40, pp. 49 – 54. 

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