Desde que estallara el conflicto en diciembre de 2013, el país más joven del mundo se ahoga en la violencia. Considerada la segunda guerra más cruenta del mundo, después de la que se libra en Siria, todos los indicios señalan que se está perpetrando un genocidio en Sudán del Sur.
Hace apenas seis años, y tras un duro proceso de independencia, Sudán del Sur se convirtió en el país más joven del mundo. El 9 de julio de 2011, todos los medios de comunicación celebraron su nacimiento; y la comunidad internacional, el éxito de su larga mediación para conseguirlo. Atrás quedaban cinco décadas de lucha política y armada –tan solo interrumpida por una exigua e incumplida tregua de once años (1972-1983)– contra el ahora vecino del norte, Sudán; y en el horizonte, una nación y un proyecto político por construir que debía sustentarse en las esperanzas de paz de todo un pueblo y en las ingentes reservas petroleras del país, más que suficientes para garantizar el desarrollo de toda la población. Sin embargo, y como muchos vaticinamos entonces, el mayor obstáculo serían los máximos dirigentes de esta joven nación: el presidente Salva Kiir, de la etnia Dinka, y el por entonces vicepresidente Rieck Machar, perteneciente a los Nuer. Enemigos acérrimos por su procedencia étnica, y enfrentados por su ansia de poder, los dos máximos dirigentes nacionales debían ser capaces de llevar las riendas de este proyecto nacional. Así, el camino sería extremadamente complicado y tortuoso.
Solo dos años después se cumplieron los peores augurios: tras un desastroso y errático arranque de Sudán del Sur como país independiente –marcado por el desgobierno, el despotismo y la corrupción–, la rivalidad entre ambos dirigentes estalló de forma virulenta el 15 de diciembre de 2013. El detonante fue el cese fulminante de Machar, a quien Kiir acusó de estar preparando un golpe de Estado; y la consecuencia inmediata, la extensión de la violencia por gran parte del país, especialmente en los estados petroleros del norte. Comenzó así una guerra fratricida que, camuflada en un pretendido enfrentamiento étnico, escondía una lucha por el poder político y el control de los recursos entre ambos mandatarios y sus secuaces. Desde entonces, la comunidad internacional –en especial la africana– ha liderado un sinfín de fallidas negociaciones. Finalmente, en agosto de 2015 llegó la firma de un Acuerdo de Paz en la capital etíope, Addis Abeba.
Sin embargo, pocos creían en la viabilidad de este acuerdo. Kiir denunciaba que se había visto obligado a rubricarlo por la presión exterior, y Machar se negaba a volver a la capital Juba –por razones de seguridad– para ponerlo en marcha. In extremis, en abril de 2016 y entre promesas públicas de reconciliar y reconstruir su devastada nación, los autoproclamados “hermanos” se pusieron al frente del pactado Gobierno Nacional de Transición, que debía dirigir el país hasta unas nuevas elecciones presidenciales en abril de 2018. Poco tardó en destaparse su enésima farsa: el 9 de julio, cuando Sudán del Sur debía estar conmemorando el quinto aniversario de su independencia, la violencia volvió a imponerse sobre el diálogo político. Machar volvió a huir del país, al tiempo que los enfrentamientos entre las distintas facciones armadas –tanto el ejército nacional como los numerosos grupos rebeldes– se extendieron de forma generalizada por todo el territorio.
Fuente: International Crisis Group.
Sin apenas repercusión internacional, Sudán del Sur se ha convertido hoy en el escenario del segundo conflicto más cruento del mundo, solo por detrás de la guerra en Siria. Las cifras y los detalles del mismo, la devastación del país y el sufrimiento de su población deberían convertirse en un acicate para incrementar la presión de la comunidad internacional –dentro y fuera de África– para frenar esta guerra civil y evitar que la inestabilidad se proyecte –aún más– fuera de sus fronteras. Según Naciones Unidas, la intensificación de la violencia durante este año ha tenido consecuencias devastadoras para la población que, además de estar siendo masacrada (el número de muertos podía llegar a los 300.000), está soportando ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y reclusión arbitrarias. Además, la violencia sexual se ha convertido en arma de guerra, en particular contra mujeres y niñas de diversos grupos étnicos, al tiempo que el discurso de odio aumenta en todo el país.
La crisis humanitaria ya supera el desastre provocado por la larga guerra de independencia. Hoy, más de 1,6 millones de sursudaneses han huido de sus hogares y buscan cobijo dentro del país –más de 200.000 en los campos de protección de Naciones Unidas–; otro millón ha tenido que refugiarse en países limítrofes (Etiopía, República Democrática del Congo o Uganda), como única alternativa para sobrevivir a la violencia; y, como denuncia Unicef, las distintas facciones armadas no han tenido escrúpulos para reclutar y obligar a matar a unos 17.000 niños. Para cerrar el círculo, casi cinco millones de personas –la población total alcanza los 11 millones– están en situación de inseguridad alimentaria aguda. Hasta los mismos cooperantes –al menos 67 han sido asesinados desde diciembre de 2013– siguen sufriendo ataques cuando intentan paliar la hambruna que asuela a la población. Desde el terreno, un misionero –que lleva décadas en el país y que me pide anonimato por razones de seguridad– constata que el hambre tiene desesperada a la población: “La gente dice que es la guerra la que ha producido el hambre. Es verdad, pero también lo contrario. Es el hambre lo que está llevando a la gente de nuevo a la violencia”.
Un futuro aún más negro
Sin embargo, el futuro de Sudán del Sur puede ser aún peor. El 14 de diciembre, en la sesión especial del Comité de Derechos Humanos celebrada en Ginebra, altos cargos de la ONU unieron sus denuncias ante la situación que vive el país. Entre otros, Adama Dieng, asesor especial de la ONU para la Prevención del Genocidio, advirtió que existe un riesgo inminente de violencia masiva en Sudán del Sur por el incremento de la fractura étnica, que podía derivar en un genocidio. Por su parte, la presidenta de la Comisión de Derechos Humanos en Sudán del Sur, Yasmin Sookase, lamentaba estar “quedándose sin adjetivos para describir el horror”. Además, advertía de que todas señales de alerta de atrocidades masivas eran muy evidentes, en un “entorno donde los abusos se han visto favorecidos por la deshumanización de los grupos étnicos y por las palabras de odio vertidas por funcionarios clave del gobierno, incluido el presidente Kiir”.
Con distintos matices, todo ellos coincidieron en que era urgente activar, de una vez por todas, las únicas medidas que, hasta el momento, han sido capaces de acordar la comunidad internacional para frenar esta guerra: la creación de un tribunal híbrido de la Unión Africana y Sudán del Sur para juzgar a todos los responsables de las masacres, y el despliegue en Juba –epicentro actual del conflicto– de una Fuerza Regional de Protección formada por 4.000 militares. Por otro lado, subrayaron que también era necesario alcanzar un consenso dentro del Consejo de Seguridad de la ONU para imponer un embargo de armas al país –al que se oponen Rusia y China–, y también para ampliar el régimen de sanciones a todas las personas implicadas en las violaciones graves de los derechos humanos. Unas medidas coercitivas que ya impuso la Unión Europea en 2011 y que se ha comprometido a fortalecer en su último Consejo de Asuntos Exteriores porque “la retórica incendiaria por parte del gobierno y de la oposición está agitando las enemistades étnicas”, las amenazas de un genocidio son cada vez más evidentes y el tiempo para encontrar una solución se está agotando.
Tan solo un día después, el 15 de diciembre, las declaraciones de Kiir ante el parlamento sursudanés se convertían en la última prueba del hiriente sarcasmo –plagado de promesas siempre incumplidas – que enarbolan sin escrúpulos las máximas autoridades del país desde el comienzo de la guerra. Por enésima vez, y siguiendo la cultura de la negación de todos los responsables del conflicto, Kiir pedía perdón a la población por “cualquier error que haya podido cometer”, al tiempo que demandaba a los sursudaneses que “se perdonen unos a otros, dialoguen y se consideren como ciudadanos iguales de un gran país”. Ante la evidencia de que él mismo ha impulsado la fractura étnica desde hace años, resulta difícil dar credibilidad a sus soflamas y a su compromiso de “no dejar piedra sin mover en la búsqueda de la paz, la reconciliación y la unidad”.
Para conseguirlo, y además de reclamar a los grupos armados –no a sus propias fuerzas– que “pongan fin a sus actividades”, llamó a un nuevo diálogo encabezado por “personalidades eminentes” del país. Y lo hizo sin mencionar al gran ausente y copartícipe de la actual situación: el exvicepresidente Machar que, desde su retiro dorado en Suráfrica, sigue liderando las atrocidades de su facción armada. Sin duda, esta nueva iniciativa de Kiir tan solo responde a su desesperada pretensión de eludir, en primer lugar, la cada vez mayor presión internacional para, a continuación, recuperar el apoyo financiero externo que palie la grave crisis económica y humanitaria que enfrenta el país, que ya se ha convertido en la principal casus belli de esta guerra sin cuartel.
A estas alturas, y en aras de emprender un diálogo inclusivo y certero, Kiir debería reconsiderar sus decisiones más controvertidas, que solo han conseguido provocar más violencia a lo largo del país. Entre otras, y principalmente, debería anular la división territorial de Sudán del Sur en 28 estados, que decretó de forma unilateral a finales de 2015 y que ha potenciado las luchas étnicas por el poder regional, así como la consecuente aparición de nuevas facciones armadas. Además, tendría que sopesar el adelanto de las elecciones presidenciales, postergadas –en contra de toda la oposición política– hasta abril de 2018. Pero, sobre todo, y ante la constatación de que el Gobierno de Transición y de Unidad Nacional ha resultado un fracaso, ha roto las exiguas esperanzas de la población y ha situado al país en un peligroso callejón sin salida; la comunidad internacional –liderada por la ONU– debería forzar a Salva Kiir y Rieck Machar a renunciar definitivamente a sus ansias de poder, desde el convencimiento de que ambos constituyen el principal obstáculo para avanzar hacia la paz. Después, la justicia –a la que ambos intentan reiteradamente eludir– tendrá que determinar su responsabilidad en este largo periodo de infamia y destrucción, para el que aún no se vislumbra un final justo.