Sri Lanka se atrinchera en la intolerancia

 |  27 de junio de 2014

¿Cómo arruinar la reconciliación que debiera tener lugar tras una guerra civil? En los últimos meses, Sri Lanka está ofreciendo una hoja de ruta de cómo no encauzar un proceso de este tipo. Que tome nota Bachar el Asad: la mezquindad en la victoria no es monopolio de dictadores como Franco; también puede darse en supuestas democracias parlamentarias.

La oleada de pogromos anti-musulmanes que ha sacudido a Sri Lanka a mediados de junio es el último episodio en una historia recurrente de violencia étnica y religiosa. La minoría musulmana de la isla ha sido acosada en el pasado –en agosto de 2013 se cerró una mezquita en Colombo con el fin de aplacar a extremistas budistas–, y el último estallido de violencia, que ha dejado 3 muertos y 80 heridos, ha sorprendido por su virulencia.

Sri Lanka lleva décadas arrasada por el extremismo. Pero la violencia, hasta ahora, había afectado a las comunidades cingalesa y tamil. Tras obtener la independencia de Reino Unido en 1948, la mayoría cingalesa, que constituye un 75% de los 20 millones de habitantes de la isla, se hizo con el control del Estado. La campaña de discriminación contra la minoría tamil, en ocasiones privada incluso de su ciudadanía, alcanzó un punto de no retorno en 1983. Ese año, los Tigres de Liberación del Eelam Tamil, insurgentes que proclamaban la creación de un Estado propio, se enzarzaron en una guerra civil contra el ejército cingalés. A la violencia étnica se sumaba un componente religioso: la mayoría de los cingaleses son budistas, y la mayoría de los tamiles, hinduistas.

Además de enfrentarse militarmente, los dos bandos compitieron en actos de brutalidad. Los Tigres Tamiles pasaron a la historia como los inventores de la bomba humana. El ejército cingalés ha sido criticado por llevar a cabo torturas y abusos sexuales de forma rutinaria. Tanto unos como otros son acusados de realizar crímenes de guerra en un informe de la ONU. Tan solo durante los últimos años, el conflicto dejó un saldo de 40.000 muertos. La cifra total podría ser de hasta 100.000. La guerra terminó en 2009 tras la derrota de los Tigres y la muerte de su líder, Velupillai Prabakharan.

Cinco años después, el gobierno dilapida la oportunidad de cerrar heridas. En septiembre de 2013, Navi Pillay, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, criticó duramente la deriva autoritaria del gobierno de Mahinda Rajapaksa. Rajapaksa presidió sobre la victoria militar contra la insurgencia, y desde entonces ha convertido el Estado en una empresa familiar –29 parientes ocupan puestos destacados en el gobierno, incluyendo a tres hermanos  en diferentes ministerios.

Ante la desidia con que los Rajapaksa hacen frente a los abusos cometidos por el ejército durante la guerra civil, la ONU aprobó en marzo la creación de un panel de investigación independiente. El gobierno se niega a cooperar, y ha optado por agitar el fantasma del pasado. A lo largo de abril, las autoridades cingalesas detuvieron a varios grupos de activistas tamiles so pretensa de que la insurgencia estaba a punto de resucitar. Con frecuencia ocurre que los líderes que aplican la “mano dura” contra el terrorismo terminan dependiendo de los terroristas para sobrevivir políticamente.

Aunque los pogromos anti-musulmanes no forman parte del conflicto entre hinduistas y budistas, son otro síntoma de una intolerancia sancionada por el gobierno. Alan Keenan, analista en el International Crisis Group, señala que el precedente más similar son las matanzas de tamiles en 1983, que causaron el estallido de la guerra civil. La pasividad del gobierno ha sido clave a la hora de alimentar la violencia. Ghotabaya Rajapaksa, ministro de Defensa y hermano del presidente, mantiene fuertes vínculos con Bodu Bala Sena, un grupo de extremistas budistas que promueve la violencia religiosa.

Aunque Estados Unidos y Reino Unido han recriminado la conducta del gobierno cingalés, no parece que sea posible ejercer presión sobre la familia Rajapaksa. China se ha convertido en un socio importante de Sri Lanka, y Pekín se jacta de su política de no interferencia en los asuntos internos de otros países. India, cuya influencia en el país también es considerable, se ha abstenido de criticar la conducta de las autoridades cingalesas. Con los Rajapaksa usando su popularidad para consolidar un proyecto autoritario y caciquil, Sri Lanka está dejando pasar la oportunidad de alcanzar una paz duradera.

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