Basta con una rápida mirada a los campos de refugiados de todo el mundo para comprender que las mujeres que están allí se enfrentan a una doble vulnerabilidad: la dura condición de ser refugiada unida al hecho de ser mujer, con la opresión que eso conlleva. Es decir, si al hecho dramático de dejar un hogar para huir de la guerra, la represión, los desastres naturales o la pobreza añadimos la condición de mujer, los riesgos y el sufrimiento se multiplican y la posibilidad de encontrar una salida se difumina enormemente.
Las mujeres inmigrantes también se enfrentan a este doble problema. Cuando llegan al país de destino, parten de una posición inferior a la de sus compañeros. Por ejemplo, generalmente sus oportunidades de trabajo son mucho más reducidas y se limitan a trabajos de cuidados –principalmente en los hogares y sin un contrato legal– y trabajos sexuales.
A todo esto se suma el hecho de que se puede ser refugiada solo por el hecho se ser mujer, a causa de la mutilación de genitales, violaciones, matrimonios forzados, esterilización, trata, feminicidios y un triste y largo etcétera.
En la actualidad, la violencia de género se ha convertido en una característica común a todos los conflictos armados, hasta el punto de que autoras feministas advierten sobre la construcción de la violencia sexual como un producto novedoso de las denominadas «nuevas guerras». Para entender la situación hay que tener en cuenta, en primer lugar, que las características de la guerra han cambiado en los últimos años. El problema principal, como señala Blanca Garcés, es que los conflictos son prácticamente indefinidos, «son guerras sin final porque muchas veces no tienen un propósito claro». Esto, unido a la urbanización del conflicto, hace que el foco de muertes se centre en víctimas civiles mayoritariamente. Y así, los desplazamientos provocados por estas situaciones son cada vez mayores y no queda otra que revisar las cláusulas de los regímenes de asilo. Revisiones en las que urge incluir una perspectiva de género.
En todos los lugares
Aunque en las colinas de Cox’s Bazar los refugiados del colectivo rohinyá –pueblo musulmán víctima de persecuciones durante gran parte de su historia– han conseguido evitar la violencia que sufrían en Birmania, también se enfrentan a nuevos problemas y amenazas, y a formas de vida muy precarias. Más de 600.000 personas de esa etnia han tenido que huir de Myanmar al vecino Bangladés, país donde se encuentran algunos de los peores campos de refugiados del mundo.
Las mujeres, a pesar de que representan más de la mitad de la población que ha huido de Birmania, parecen no existir en Cox´s Bazar, es casi imposible verlas. La realidad es que se tienen que quedar escondidas en sus tiendas, pues el riesgo de ser violadas es muy alto. Así, recluidas por miedo a salir, se quedan relegadas a al ámbito privado, sin poder acceder a la información y haciendo frente a las asfixiantes condiciones de calor y humedad de las tiendas. Muchas de ellas ni siquiera se atreven a ir a las letrinas compartidas –lugar donde el riesgo de violación es muy alto– reduciendo aún más las precarias condiciones de higiene a las que ya están sometidas.
Las rohinyás son ejemplo de uno de los casos más flagrantes de refugiadas que sufren las consecuencias más extremas del sistema patriarcal. Pero también los campos de refugiados europeos son escenarios de violaciones y sufrimiento por razones de género. En este caso, la ausencia de datos sobre torturas, violencia o acoso contra las mujeres en los campos es lo más alarmante. “La otra noche un hombre simplemente abrió la puerta e intentó entrar en nuestra habitación”, declaró una mujer iraquí para Amnistía Internacional sobre el campo de Kara Tepe. “Permanecemos en grupos y solo dormimos cuando realmente nos vence el sueño”.
Y la guerra no es el único motivo de huida de las mujeres. En países como Honduras, El Salvador y Guatemala, la violencia ejercida por las maras hace que el desplazamiento hacia Estados Unidos sea imprescindible para salvar sus vidas. Los tres son países con tasas de feminicidios altísimas.
No todo son malas noticias, como ilustra el caso de las mujeres kurdas. En 1995 crearon la Unión de Mujeres Libres de Kurdistán y la primera unidad guerrillera integrada solo por milicianas, y con el triunfo en Rojava pusieron en marcha órganos e instituciones manejados por ellas mismas, incluso llegando a tener una “policía de mujeres”. También establecieron instituciones contra la violencia, grupos de estudios y círculos de discusión política.
Se basan en la crítica a todo el sistema de dominación hacia las mujeres, e incluyen como objetivo la lucha contra Dáesh, que consideran representa el nivel extremo de la violencia patriarcal. Su idea es pasar a la acción directa desde una perspectiva de autodefensa como teoría de la liberación.
Caminos para el cambio
Ya hay en marcha mecanismos en el Derecho Internacional Público para poner fin a estas situaciones, aunque siguen siendo bastante limitados. El género en materia de Derecho Internacional llegó con la formación de los tribunales para los crímenes de la ex Yugoslavia y Ruanda, momento en el que la violencia sexual empieza a ser jurídicamente tratada como crimen de lesa humanidad y crimen de guerra. También la explosión de la tercera ola del feminismo con su idea de politización –el lema principal de este tercer feminismo era «lo personal es político»– fue uno de los factores clave para que el Derecho Internacional Público empezase a tener en cuenta el género.
Por otro lado, también habría que observar desde un punto de vista crítico el mundo de la cooperación al desarrollo o la ayuda humanitaria, y preguntarse por las lógicas de género patriarcales imperantes en la misma. Aparte de la crítica común que surge desde el pospositivismo o el constructivismo, sobre cómo esta ayuda humanitaria se pliega a los intereses occidentales, las feministas también incluyen su punto de vista en la cuestión.
En primer lugar, se denuncia el hecho de reproducir desde la cooperación al desarrollo unas identidades de género concretas, en especial, las construcciones provenientes occidente. Además, se suele presentar a las mujeres como víctimas, como grupos de extrema vulnerabilidad que precisan ser asistidos negándoles de esta forma su capacidad como actores o su capacidad de acción como combatientes o constructoras de los procesos de paz.
Finalmente, en el contexto internacional las organizaciones internacionales tienen un gran peso a la hora de generar discursos y, por tanto, de cambiar la realidad mediante su lenguaje. Pueden tomar la deriva de justificar y reproducir las lógicas hegemónicas existentes o bien hacer un discurso contra-hegemónico que denuncie las desigualdades existentes e impulse la idea de cambio. Las mujeres ya no quieren esperar más.