¿Sobrevivirán los elefantes?

Luis Esteban G. Manrique
 |  7 de marzo de 2018

El asesinato en Kenia el 4 de febrero de Esmond Martin, un investigador estadounidense del comercio ilegal de marfil de elefantes y de cuernos de rinoceronte que estaba a punto de publicar un estudio sobre ese tráfico, ha puesto en evidencia la impotencia de las organizaciones conservacionistas y los gobiernos de África para frenar la caza furtiva y a las organizaciones criminales que viven de ella.

Martin, que había trabajado para la ONU como enviado especial para la conservación de los rinocerontes y para la ONG Save the Elephants, fue apuñalado hasta la muerte en su casa de Nairobi. La policía no descarta una venganza por sus denuncias de las redes clandestinas que explotan la demanda de marfil en países asiáticos. Por un par de palillos chinos se llega a pagar hasta 1.000 dólares –y cientos de veces más por un colmillo entero tallado– en países como Vietnam, Laos, Tailandia, Myanmar o China.

Los cuernos de rinoceronte son incluso más valiosos por su –espuria– fama como afrodisíacos. En 2012 Martin encontró en la ciudad china de Guangzhu casi 4.000 piezas de talladas de marfil, el doble de las que halló en una investigación similar en 2002.

Las actividades de Martin eran peligrosas: se infiltraba en las redes de traficantes haciéndose pasar por un potencial comprador de marfil para identificar sus rutas internacionales, documentando meticulosamente las características del mercado, que ha terminado diezmando la población mundial de elefantes y rinocerontes.

 

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Hace un siglo las sabanas y bosques africanos albergaban a unos cinco millones de elefantes. Hoy apenas sobreviven unos 400.000, acosados por los cazadores furtivos y la reducción de sus hábitats naturales. Los rinocerontes han corrido una suerte similar. Solo quedan unos 30.000 en libertad.

Entre 1979 y 1988 más de la mitad de la población africana de elefantes fue exterminada por la caza furtiva, unos 700.000 animales. La matanza provocó una fuerte reacción internacional, con mayores restricciones a la supuesta caza “deportiva” y ayudas a los gobiernos africanos para que crearan reservas naturales. La fórmula provocó una lenta pero sostenida recuperación de la especie hasta principios de este siglo. No es extraño. El turismo para ver animales salvajes en sus entornos naturales es una importante fuente de ingresos y empleo en países como Kenia, Uganda o Botsuana.

Pero desde 2000 las cosas empeoraron por la suma de la creciente demanda china y los conflictos en países como Sudán y República Centroafricana, con guerrillas y ejércitos financiando sus guerras con el dinero del marfil.

Los antiguos cazadores furtivos usaban trampas y métodos artesanales. Los recién llegados al mercado envenenan sus abrevaderos y usan fusiles automáticos para dispararles desde helicópteros, lo que deja a los elefantes –grandes objetivos donde los haya– sin medios para defenderse.

Entre 2002 y 2011 el 62% de los elefantes de los bosques desaparecieron. Entre 2007 y 2014 los de las sabanas disminuyeron un 30%. A ese ritmo la extinción de ambas especies puede ser cuestión de años, no de décadas.

 

Proteger a los elefantes: imperativo moral

En 2014 la administración de Barack Obama prohibió la venta de marfil en EEUU y restringió la caza comercial legal en África, una actividad reservada a ultrarricos como Eric o Donald Trump Jr., que pagaron a compañías como GoDaddy o Jimmy John’s 60.000 dólares por matar un elefante, una cifra que no incluye el pago por llevarse a casa sus bárbaros “trofeos”.

Las extinciones son un mecanismo evolutivo. Según diversas estimaciones el 99,9% de todas las especies que alguna vez existieron se han extinguido. Pero la caza furtiva o “deportiva” no tiene nada que ver con ellas.

Debido a la precaria situación de los grandes mamíferos, las cosas han empezado a cambiar. La encíclica ecológica de 2015 del papa Francisco ha dado a la crisis de la biodiversidad un imperativo moral.

Los elefantes son unos de los animales más inteligentes y emocionalmente complejos del planeta: juegan, usan herramientas y se comunican mediante un amplio vocabulario que incluye desde berridos a emisiones de sonidos de baja frecuencia que pueden viajar por kilómetros. Según especialistas en conducta animal, sus manadas matriarcales cooperan unas con otras y hasta toman decisiones colectivas.

Hasta la administración de Donald Trump, que ha calificado la caza de elefantes de “espectáculo horroroso”, ha decidido ahora revertir su anterior decisión de permitir que los cazadores importen trofeos de elefantes que maten en Zimbabue y Zambia. China ha prohibido el comercio de marfil.

Los elefantes figuran en la lista de especies en peligro de extinción de EEUU, una disposición que permite a sus ciudadanos la caza legal y regulada si esta puede beneficiar la conservación de ciertas especies al proporcionar incentivos a las comunidades locales para conservar la especie.

Sin embargo, la Humane Society of the United States sostiene que la industria cinegética incluso a menor escala es contraproducente para la biodiversidad de la gran fauna debido a que hace llegar más marfil a los mercados, lo que dificulta acabar con el tráfico ilegal.

La población de elefantes es tan reducida en países como Botsuana o Zambia –donde en 1972 había 200.000 elefantes, frente a los 22.000 actuales– que cualquier regulación que aliente la caza –legal o ilegal– es peligrosa.

 

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Luz al final del túnel

La aplicación de técnicas de fertilización in vitro usadas en el ganado en los pocos ejemplares de rinocerontes blancos que subsisten en Kenia está dando resultados prometedores. El Instituto Leibniz de Berlín ha avanzado mucho también en el desarrollo de biotecnologías para recuperar la población de especies amenazadas como los rinocerontes de Java y Sumatra.

Según Jo Shaw, experto de la WWF, los grandes mamíferos son el símbolo más visible de la salud de los ecosistemas, por lo que su protección es vital para la conservación ecológica.

Mucho depende del nivel de desarrollo de África, que ha sido la región que más rápido se ha recuperado de la recesión económica global. Según el Banco Africano de Desarrollo, el continente logró un crecimiento medio en 2017 del 4,5%. El número de personas del África subsahariana que vive en la pobreza extrema (menos de 1,25 dólares al día) se redujo del 33% en 1992 a 23% en 2016. La clase media alcanza ya al 34% de la población, un proceso imprescindible para el surgimiento de una conciencia conservacionista y la generación de recursos que permitan la ampliación y mayor protección de reservas, como el Parque Nacional de Garamba en República Democrática del Congo.

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