Dos años después de huir a Rusia vía Hong Kong, Edward Snowden parece vindicado. Estatuas, bustos y hologramas del exanalista de inteligencia afloran por todo el mundo. Citizenfour, el reportaje de Laura Poitras sobre los programas de espionaje masivos de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), obtuvo en febrero un Óscar al mejor documental. Y el 2 de junio, tras la expiración del Patriot Act, el Senado aprobó el US Freedom Act, dando carpetazo a los programas de la NSA que acumulan información masiva sobre ciudadanos americanos.
A pesar del progreso logrado hasta la fecha, la saga Snowden rehúye el final feliz. La reacción del gobierno de Estados Unidos ha sido lenta y minimalista. Los intentos de ejercer un control democrático sobre los servicios de inteligencia continuarán siendo una lucha a brazo partido.
A primera vista, parecería que el Freedom Act constituye una respuesta satisfactoria ante la inquietud que han generado los programas de espionaje estadounidenses. Aprobada con 67 votos a favor (Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en el Senado, quedó en minoría absoluta), la ley goza del respaldo de demócratas y republicanos. Tiene dos objetivos principales: poner fin a la recopilación masiva de datos sobre ciudadanos americanos, principalmente a través de correos electrónicos, y promover la transparencia en los programas de vigilancia de la NSA. Aunque la agencia no se verá obligada a precisar el número de americanos a los que espía, el Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera, hasta ahora notoriamente opaco, se volverá más accesible al público.
Aún es pronto para bajar la guardia. Como señala el propio Snowden en un artículo reciente, “el derecho a la privacidad sigue estando bajo amenaza”. Según Dan Froomkin, el Freedom Act no afectaría a programas capaces de transcribir conversaciones de voz a documentos. A medida que el software empleado en estos casos se desarrolla, la NSA podría dedicarse a almacenar conversaciones en vez de emails.
Un segundo lo problema lo presenta el resto del planeta. La reforma no cubre la actividad internacional de la NSA, más indiscriminada que la doméstica. La agencia está ampliando su espionaje de hackers fuera de EE UU, al tiempo que colabora en investigaciones con el FBI. La privacidad de muchos ciudadanos americanos podría ser vulnerada por la información que fluye a través de esta “puerta trasera”. Y la privacidad del resto del mundo continúa sin preocupar a Washington.
El propio Barack Obama está volcado en expandir las competencias del gobierno en el ciberespacio. Esta decisión es, en parte, sensata: frente a un número creciente de ciberataques (uno de los más recientes, procedente de China, obtuvo información confidencial de cuatro millones de empleados del gobierno federal), EE UU necesita agilizar su defensa en internet. A finales de abril, el Pentágono publicó una nueva estrategia de ciberseguirdad, en la que, por primera vez, se habla de equipos ofensivos y se identifica a los “ciber-malos”: Rusia, China y Corea del Norte. En vista de los precedentes, nadie debiera sorprenderse si las nuevas competencias generan nuevos abusos.
Como señala David Cole, la reforma jamás hubiese ocurrido sin la presión que generó Snowden. Antes de apoyar el Freedom Act, el Senado renovó siete veces la sección del Patriot Act que permitía los programas de espionaje masivo. Daniel Ellsberg, el famoso analista que filtró los Papeles del Pentágono, defendió en 2013 que Snowden huyese a Rusia: “Mucha gente compara a Snowden conmigo de forma desfavorable, por haber huido del país y pedir asilo, en vez de someterse a un juicio como hice yo. No estoy de acuerdo. El país en el que me quedé era una América diferente… [si Snowden volviese] estaría encerrado y aislado en una celda, como [Chelsea] Manning.”
Será imposible rehabilitar moralmente a EE UU mientras Snowden permanezca exiliado en Rusia.