En las primarias demócratas y elecciones presidenciales de 2020, que se celebrarán en noviembre, no solo está en juego el futuro de Estados Unidos, sino también el impacto de su siguiente presidencia –si es que la hay– en el resto del mundo. Desde Política Exterior cubriremos el proceso con una serie especial, coordinada por Jorge Tamames.
Entre el 3 y el 11 de febrero, el espectro de Peter Mair recorrió Estados Unidos. El espíritu del politólogo irlandés sobrevoló los maizales helados de Iowa, vagó por la sede del Partido Demócrata en Washington, D.C., atravesó colinas y bosques nevados en New Hampshire. Después pronunció las palabras con que arranca su obra maestra, Gobernando el vacío, publicada póstumamente en 2013:
«La era de la democracia de los partidos ha pasado. Aunque los partidos en sí permanecen, se encuentran tan desconectados del conjunto de la sociedad, y persiguen una forma de competición tan carente de significado, que ya no parecen capaces de sostener la democracia en su forma presente».
Cuando Mair formuló esta advertencia, describía la crisis de lo que él y Richard S. Katz denominaron “partidos cartel”. En los años 80, con el abandono de las políticas económicas keynesianas, centroderecha y centroizquierda (democracia cristiana y socialdemócratas) comenzaron a comportarse como cárteles comerciales. Restringieron el mercado de oferta política –poniendo fin a la expansión constante del Estado del bienestar que caracterizó la posguerra– y se repartieron el pastel de la demanda electoral. Este proceso horadó a los partidos tradicionales, hasta entonces vehículos de masas respaldados por un fuerte tejido asociativo y vinculados a otros actores sociales: sindicatos, iglesias, comunidades de vecinos. Se convirtieron en poco más que aparatos híper-mediáticos, sin estructuras intermedias y con líderes que acaparan los focos y el poder interno.
Cuando algún “emprendedor político” intentaba disputarles el poder con propuestas diferentes, se le despachaba invocando el mantra de Margaret Thatcher: no hay alternativa a la gobernanza de los mercados. En nuestra época también es común tachar a todos los recién llegados como “populistas”, al margen de la viabilidad y similitud (o incompatibilidad) de sus propuestas. La trayectoria de Podemos y sus escisiones, por otra parte, muestra cómo incluso quienes plantean cambios profundos al sistema vigente terminan ciñéndose al modelo organizativo del partido cartel.
De un tiempo a esta parte, y como probable consecuencia de la crisis de 2008, la gestión de los cárteles se encuentra cuestionada. Prueba de ello es el éxito de la derecha radical, patente en el Brexit y la presidencia de Donald Trump: dos proyectos inconcebibles hace cuatro años. Pero esta tensión también se manifiesta en el centro-izquierda. Las primarias demócratas, que arrancaron en febrero y continuarán hasta finales de mayo, están presenciando un pulso entre élites moderadas e insurgentes izquierdistas. El desenlace de este enfrentamiento resultará determinante de cara a las elecciones presidenciales de noviembre.
Las primarias a ninguna parte
La advertencia de Mair sobre el vaciado de los partidos tradicionales –y, por consiguiente, de la democracia occidental– se hizo patente en la noche del 3 al 4 de febrero, cuando el Partido Demócrata, incapaz de gestionar los resultados de los caucuses Iowa –donde el socialista Bernie Sanders obtuvo una pluralidad de votos–, enturbió burdamente el resultado. A estas alturas queda poco que añadir a la crónica de Vicente Rubio-Pueyo en CTXT: en todo caso recalcar que el establishment demócrata, poco afín a la candidatura de Sanders, ni siquiera fue capaz de amañar las primarias de manera eficaz.
El éxito del senador socialista por Vermont –que acaba de ganar de nuevo, esta vez en New Hampshire– no es, de momento, la historia más sorprendente de las primarias demócratas. Tampoco el auge improbable de Pete Buttigieg, alcalde milenial de un pueblo minúsculo en Indiana, que pisa los talones a Sanders –al menos hasta que entren en liza Estados más diversos, puesto que su base principal de apoyo son votantes blancos de clase media–. Ni siquiera lo es el desembarco del plutócrata Michael Bloomberg (que ya ha gastado cientos de millones de dólares para publicitar su candidatura) en las primarias durante el súper martes (3 de marzo).
La historia más sorprendente hasta ahora es el hundimiento de Joe Biden. Vicepresidente de Barack Obama y principal contendiente hasta hace diez días, Biden encabezaba las encuestas nacionales desde que anunció su candidatura a mediados de 2019. Pero sus resultados en Iowa (cuarto puesto con un 15% del voto) y New Hampshire (quinto con un 8,5%) son devastadores. Salvo intercesión divina –es decir, de votantes latinos y especialmente negros– en los caucuses de Nevada y las primarias de Carolina del Sur (20 y 29 de febrero, respectivamente), Biden puede olvidarse de disputar las presidenciales a Trump.
Algo pasa con Biden
No es la primera vez que una élite de partido se derrumba ante un outsider. A Jeb Bush, hermano e hijo de ex presidentes, le sucedió eso mismo frente a Trump. Lo interesante en el caso de Biden es que su candidatura encarnaba a la perfección la cartelización del Partido Demócrata. Es un representante de su ala conservadora: tibio con la segregación racial en los setenta; en ocasiones, machista; partidario de la desregulación financiera, de recortar la seguridad social, de la fallida “guerra contra las drogas” y la invasión de Irak en 2003; cercano al Consejo de Liderazgo Demócrata (DLC en inglés), la facción de demócratas sureños fundada en 1985 para llevar a cabo lo que Stephanie Mudge llama la “reinvención neoliberal” de la izquierda (su secretario general más famoso fue Bill Clinton).
Tras el descalabro de Hillary Clinton en 2016, las bases del partido han empezado a cuestionar el discurso de sus dirigentes, según el cual el camino a la victoria pasa por rebajar expectativas y moderar sus demandas. Biden, no obstante, se mantuvo fiel a este ethos de partido cartel. Más allá de intentar acceder al capital simbólico de Obama presentándose como su heredero septuagenario, ha despachado a sus críticos con un “no hay alternativa” tras otro. Cuando un simpatizante le preguntó por qué no apoyaba la sanidad pública universal: “mira, estás mejor con Bernie [Sanders] o [Elizabeth] Warren”. Cuando un demócrata en Iowa le pidió que detuviese la construcción de oleoductos en su Estado: “deberías votar a otro”. Cuando un agricultor de ochenta y cuatro años cuestionó que su hijo, Hunter Biden, hiciese negocios turbios en Ucrania: “maldito mentiroso”, “gordo”, y “demasiado viejo como para votarme” (después, intentó enmendar la situación retando al anciano a una competición de flexiones).
Como señala Luke Savage en Jacobin, Biden lleva meses pidiendo a la gente que no le vote. En ese sentido, su campaña puede considerarse la más exitosa hasta la fecha.
El desplome de Biden deja al Partido Demócrata en un lugar incómodo. Las demás opciones centristas –Buttigieg, Bloomberg, Klobuchar– no terminan de cuajar. De consolidarse la tendencia actual (victorias sucesivas, pero no abrumadoras, de Sanders), tendrá que optar entre apoyar al candidato más izquierdista de su historia o tenderle una emboscada en la convención de julio, antagonizando a sus seguidores y arriesgándose a perder otras elecciones presidenciales.
El Partido Republicano rompió su manual de instrucciones en 2016. En vez de estrellarse, obtuvo una victoria arrolladora. Vista la disyuntiva actual, al centro-izquierda tal vez le convenga revertir su cartelización y recuperar sus raíces socialdemócratas. La alternativa es continuar demostrando su impotencia: fracasando en frenar a Sanders o en impedir la reelección de Trump.