En un artículo reciente, el escritor y periodista Ramón González Férriz critica las nociones utópicas de Europa. “La Unión Europea es el lugar donde los políticos de cada nación proyectan sus fantasías ideológicas. La crisis del coronavirus está poniendo esto de manifiesto una vez más”. Esta tentación, señala, no es nueva. Desde la caída de Roma, diferentes proyectos políticos han intentado encarnar el ideal de un continente reunificado. El riesgo es terminar como el Sacro Imperio Romano: una confederación extensa, pero con escasa cohesión interna y ningún propósito político. Sería mejor asumir lo que la UE ya es, atendiendo a sus casi 70 años de historia:
Es una suma de códigos que rigen instituciones concretas con filosofías evidentes. Un lugar en el que los países del norte no quieren mutualizar las deudas y no lo harán en el futuro próximo. En el que siempre habrá tensión entre el laicismo de las democracias modernas y los contradictorios legados del cristianismo y la Ilustración. En el que las soberanías nacionales no van a desaparecer, pero sí van a compartir espacios que, como el monetario, casi nunca se habían compartido antes. Un lugar que parece una colmena de burócratas anónimos, fríos y racionales, pero cuyas acciones en última instancia siempre estarán dirigidas por los políticos escogidos nacionalmente.
Férriz acierta en algo fundamental: es más útil partir de la UE realmente existente que de un compendio de deseos sobre su futuro. También anticipa gran parte de los argumentos que durante esta crisis se realizarán respecto a la Unión: tanto por parte de los eurobeatos –por usar la expresión de Josep Borrell– que presentan una versión panglosiana de la UE, como por la de los catastrofistas que vaticinan su ruptura desde el momento en que se fundó.
Pese a todo, el razonamiento tiene dos ángulos muertos. El primero es que recurre a una consideración extendida pero engañosa: analizar la UE y la zona euro como si fuesen sinónimos. El diagnóstico de Férriz es correcto para la Unión, entendida como un espacio basado en el mercado único y la libertad de movimiento. El columnista del Financial Times Martin Sandbu también ha propuesto cómo el conjunto de la UE puede desenvolverse partiendo de lo que ya es: un gigante económico, un enano político y un gusano militar, según la famosa expresión; pero también una superpotencia reguladora y un rezagado tecnológico, como recuerda Férriz. La idea de Sandbu, sin embargo, parte de una premisa clave: en la UE existe de facto un modelo de círculos concéntricos, en el que la zona euro –y, dentro de ella, el eje franco-alemán– desempeña un papel fundamental.
Para sostener una unión monetaria no basta con las características antes enumeradas. Aunque algunos juristas y economistas alemanes han querido entender el euro como clave de bóveda de un proceso de convergencia económica –que ahora se revelaría inacabado–, la moneda única es más bien lo contrario: el cimiento de un proyecto no solo comercial sino político, en la medida en que obliga a mutualizar deudas, diseñar estrategias de desarrollo comunes y plantearse en qué consiste ser europeo. Como respuesta a esta pregunta solía citarse el atractivo de un modelo socio-económico que combina el libre mercado con el Estado del bienestar, pero ese equilibrio estará amenazado mientras la zona euro mantenga un sesgo deflacionario y pro-austeridad. Es improbable que la UE sobreviva otros 70 años con una unión monetaria incompleta. La integración tendrá que avanzar o revertirse.
Este es, precisamente, el segundo ángulo muerto en la exposición de Férriz. Por encima de un espacio y mercado comunes, la Unión simboliza un proceso de integración. En el transcurso del mismo ha sido cosas distintas: una manera de apuntalar la paz en la posguerra (aunque le corresponda más mérito a la disuasión nuclear), un espacio para la recuperación de la soberanía nacional, trampolín para el grandeur de Francia y, más recientemente, vehículo del ordoliberalismo alemán. Para ser realista el proyecto europeo siempre ha necesitado una visión, aunque ninguna fuese de una ambición desmesurada.
El kōan del vaso vacío
¿Qué formas adquirirá el proceso de integración en el futuro? Tal vez esta sea la pregunta útil, entre otras cosas porque no ofrece respuestas contundentes. A medida que pasa el frenesí inicial y se define una reacción europea ante la crisis, el balance parece mixto. Un Banco Central Europeo activista, siguiendo la senda tomada por Mario Draghi en 2012, pero amenazado por las maniobras de Karlsruhe. No habrá una mutualización de deuda, en vista de la negativa del norte de Europa y de las reticencias del sur a la hora de adoptar una línea más proactiva (por ejemplo, tomando en serio la idea de emitir bonos conjuntos entre los miembros del euro que así lo deseen). La respuesta económica está mejor coordinada que durante la anterior crisis, pero no despeja qué pasará de aquí a dos años. Cabe recordar que lo peor de la crisis anterior llegó en 2010, con las políticas de austeridad.
El punto de partida para despejar esta incógnita se encuentra en un artículo reciente del economista político Erik Jones. “El problema no es si el vaso está medio lleno o medio vacío. Todos podemos ver que está a la mitad”, apunta el director de estudios europeos en la Universidad Johns Hopkins. “La pregunta importante es qué acecha en el lado vacío. Ahí es donde las fuerzas a favor de la desintegración tienen más posibilidades de encontrarse”. Esta imagen del vacío en el vaso recuerda a los kōan, paradojas zen sin resolución. (En un kōan conocido, el maestro da una palmada y se dirige a sus alumnos: “Este es el sonido que hacen dos manos. ¿Cuál es el sonido de una sola mano?”)
Jones señala que en el momento actual la integración y desintegración europeas avanzan a un mismo tiempo. Una respuesta económica mejor coordinada que en 2008 convive con la percepción, en países como Italia, de que la UE les ha abandonado. La desintegración opera en tres planos. El primero es el coste de la financiación de los gobiernos, que pese a los esfuerzos del BCE empieza a elevarse para los países del sur. El segundo es el tiempo. Los países acreedores de la zona euro sufrieron una crisis financiera en 2007-2009, pero los deudores se vieron atrapados en un segundo ciclo de recesión –el de la austeridad– entre 2010 y 2015. Llegan a la actual crisis con fatiga de materiales y menos margen de maniobra fiscal.
Un tercer indicador, más sutil, consistiría en la percepción, por parte de las respectivas opiniones públicas, de qué posiciones nacionales contribuyen más al conjunto del debate europeo. ¿Es el euroescepticismo italiano o el ordoliberalismo alemán un mayor freno al proceso de integración? ¿Es más irresponsable el gasto público en España o la ingeniería fiscal en Holanda? No estamos ante preguntas binarias, pero el tipo de respuesta condicionará la noción de quién cumple y quién fuerza los consensos europeos. Qué tipo de desintegración se exige y por qué forma de integración se apuesta. Cuáles eran los problemas que arrastraba la UE y cuál la Europa que emerge tras su resolución. Quién ve el vaso medio lleno. Desde dónde, cómo y por qué se ve el vaso medio vacío.
El presente y futuro de Europa no dependen de fantasías ideológicas, pero sí de una visión. Sin ella, parafraseando los Proverbios, la Unión se extravía.