Estaban tan enamorados de Alemania que preferían que hubiera dos en lugar de una sola. Esta frase del escritor François Mauriac la hicieron suya muchos dirigentes europeos ante la perspectiva de una Alemania reunificada, que temían resurgiese con renovado espíritu guerrero y peligroso afán expansionista. Entre los suspicaces más ilustres, Margaret Thatcher y François Miterrand, primera ministra británica y presidente francés, respectivamente. El 3 de octubre de 1990 tuvieron motivos para la inquietud: entraba en vigor el Tratado de Unificación y una Alemania reunificada saludaba al mundo. Los temores de Thatcher y Miterrand se demostraron, a la postre, infundados.
Quizá demasiado infundados según algunos analistas, pues el papel de Alemania en la arena global es menos prominente que hace 20 años.
Philip Zelikow, miembro del Consejo Nacional de Seguridad durante la presidencia de George H. W. Bush y participante en las negociaciones para la reunificación, lo tiene claro. “Alemania ha debatido durante 20 años como llegar a ser un país normal. Creo que en cierto sentido han conseguido ser un país muy normal, muy preocupado por cuestiones locales y consumido por la enorme carga y las tensiones que han supuesto la construcción de un nación unida y la integración de Alemania oriental, un proceso difícil y caro. Debido a estas preocupaciones, el papel de Alemania en el mundo, que fue muy importante durante la guerra fría, ha disminuido”.
El periplo internacional de Alemania desde su reunificación tiene un primer hito en 1999, con la guerra de Kosovo. La diplomacia de chequera, esto es, hacer frente a las obligaciones internacionales principalmente a través de contribuciones financieras, al modo japonés, dio paso a la primera misión de combate alemán desde la segunda guerra mundial. El canciller Schroëder y su ministro de asuntos exteriores, Joschka Fischer, querían una Alemania más firme y proactiva en la arena global. Tuvieron una segunda oportunidad a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Alemania aún combate en el escenario afgano. El momento álgido llegó, no obstante, con la crisis iraquí: Alemania lideró junto a Francia la oposición a los deseos estadounidenses de derrocar al régimen de Saddam Hussein por la fuerza. El ataque, a pesar de su oposición, se llevó a cabo.
Desde entonces, Alemania evita el ojo del huracán. Su liderazgo en Europa nadie lo discute, a pesar de las dudas mostradas por la canciller Angela Merkel durante la crisis griega. El país teutón ha sido el motor político y económico de una Europa que dio dos saltos de gigante desde la reunificación alemana: el primero, con la implantación de una moneda única, y el segundo, con la ampliación hacia el Este. Saltos que la dejaron exhausta. La crisis económica ha resultado el empujón que Europa no necesitaba en su camino hacia la irrelevancia global.
Alemania tiene mucho que decir a la hora de recuperar ese afán de liderazgo mundial que facilita el Tratado de Lisboa. Una Alemania europea y no una Europa alemana, porque como dice el mantra europeísta: Alemania sólo podrá ser grande a través de Europa, y Europa sólo será grande gracias a Alemania.
Para más información:
Ulrike Guérot, «‘El rapto de Europa’: la crisis desde Alemania». Política Exterior núm. 136, julio-agosto de 2010.
Jochen Thies, «De nuevo, Angela Merkel». Política Exterior núm. 132, noviembre-diciembre de 2009.
Diego Íñiguez Hernández, «El gran momento de la RDA». Política Exterior núm. 132, noviembre-diciembre de 2009.
Fuera de servicio. Balance de una vida, de Helmut Schmidt. Estudios de Política Exterior, FRIDE, Icaria editorial. Barcelona, 2009.