El 1 de diciembre se conmemora el sesenta aniversario de la firma del Tratado Antártico en Washington. En un primer momento, el tratado tuvo un alcance internacional moderado. Tan solo 12 países participaron en su creación, y coincidían con los países que realizaron actividades en el Ártico durante 1957 y 1958 a raíz del año geofísico internacional. Sin embargo, a lo largo del escueto tratado –apenas 14 capítulos– se aprecia la ambición diplomática de crear un marco para la gestión de un “bien común” como es la Antártida. Hoy, 60 años después de su firma, la cifra de países llega a los 45 y se puede decir que el tratado ha sido un éxito: ha logrado preservar una zona pacífica, destinada a la investigación científica.
Los 12 países firmantes tuvieron la capacidad de ver que la Antártida tenía un interés capital para toda la humanidad. Desde su primer artículo, el tratado trata de preservarla: la Antártida se utilizará exclusivamente para fines pacíficos. Desde entonces, el continente helado se ha convertido en un terreno para la investigación científica y para el intercambio de información y conocimiento entre los países. Es decir, en un espacio de encuentro y no en otro campo de batalla.
Antecedentes
El camino para llegar al Tratado Antártico no fue fácil. Gran Bretaña fue la primera en reclamar parte del territorio en 1908, aunque el trazado de los mapas era todavía muy inexacto, pues vieron en el territorio un potencial estratégico y económico. Pronto, otros países comenzaron a hacer sus solicitudes, entre ellos Francia, Chile, Argentina, Nueva Zelanda o Australia.
Para demostrar los derechos territoriales, se debía probar una ocupación efectiva, es decir, tener un control sobre estos territorios. En este sentido, Estados Unidos desarrolló una labor importante en la exploración del territorio y en la creación de mapas, aunque mantuvo su postura de no solicitante y nunca reconoció las reclamaciones del resto de países.
Con el inicio de la guerra fría, la Antártida ganó atractivo para ambas potencias, ya que ofrecía un espacio donde desarrollar su poderío militar. La Unión Soviética reclamó una parte de la Antártida, que entraba en conflicto con la de otros solicitantes. El resto de actores en la zona comenzaron así una campaña para intentar convencer a EEUU, su aliado en la guerra fría, de que reclamase el llamado “sector pacífico”, único territorio sin solicitar debido a su difícil acceso, para tener así una causa común y organizar una oposición conjunta en contra de las demandas soviéticas.
Durante unos años, las dos superpotencias dejaron de lado el asunto. Sin embargo, Gran Bretaña, Chile y Argentina mantuvieron numerosos conflictos diplomáticos y físicos por algunos territorios. La tensión aumentó en 1956 cuando India llevó la problemática a la Asamblea General de la ONU, argumentando que, debido a la importancia que podría ganar la Antártida en un futuro, debía asegurarse la paz para que todas las naciones pudieran beneficiarse de la zona. Gran Bretaña logró persuadir a India de que retirase la recomendación, pero tenía claro que si no conseguían solucionar el asunto por su cuenta, la ONU tomaría el control de las negociaciones.
En paralelo, la comunidad científica proponía un nuevo impulso para recabar información sobre la Tierra, teniendo en cuenta que el último año polar internacional se había celebrado en 1930. Se trataba de un buen momento para promover la investigación, así como para reducir la tensión entre los países reclamantes. Miles de científicos se involucraron en lo que se denominó el Año Geofísico Internacional (AGI), celebrado en 1957 y 1958. Antes de su celebración, los 12 participantes establecieron que la libertad científica tenía que prevalecer sobre la disputa territorial.
Al finalizar el AGI, se decidió que la mejor forma de resolver las disputas era organizar una conferencia con las 12 partes involucradas. EEUU fue el anfitrión de la Conferencia de Washington, en octubre de 1959. Todos los países recordaron sus reclamaciones territoriales en los discursos inaugurales, lo que hacía prever unas negociaciones duras. De ahí que el eje del tratado sean las demandas territoriales, plasmadas en el artículo cuarto, que afirma que ninguna de las partes renuncia a su parte de la Antártida; sin embargo, aceptan dejarlas aparcadas por el bien de la cooperación internacional.
Otro punto importante fue la declaración de la Antártida como zona libre de energía nuclear (artículo quinto), logro importante teniendo en cuenta que la guerra fría estaba en pleno auge.
El tratado fue un éxito diplomático por varias razones. En primer lugar, los actores implicados lograron dejar de lado sus intereses particulares para anteponer el bien común, pese a las tensas negociaciones. En segundo lugar, se estableció un periodo de revisión de 30 años que, sin embargo, se ha mantenido hasta nuestros días. Se han incorporado nuevos países, 45 por el momento. Y a posteriori las partes se comprometieron, vía el Protocolo de Protección Ambiental, a mantener la protección ambiental y a no desarrollar proyectos de explotación de recursos. Por último, y no es un asunto menor, el tratado ha reducido a la mínima expresión las posibilidades de un conflicto interestatal, que no era descabellado.
Retos
La Antártida no es ajena a las tendencias mundiales. El Tratado Antártico fue un gran logro, pero hoy se enfrenta a una serie de retos sesenta años después de su firma. Por ejemplo, al crecimiento del turismo masivo, atraído por el pingüino emperador y la vivencia de experiencias extremas. El incremento de este sector supone un perjuicio para el ecosistema, ya que la Antártida no está preparada para recibir turistas. En 2018 llegaron a la Antártida 56.000 personas, según datos de la Asociación Internacional de Operadores Turísticos de la Antártida. A ellos se suman los 4.400 investigadores que hay durante los meses menos extremos del año. Esta situación hace necesaria que se establezca una regulación y un límite a la actividad turística del continente, para reducir sus efectos negativos al mínimo.
En segundo lugar, el cambio climático. Las consecuencias de los altos niveles de dióxido de carbono hacen que la temperatura se altere, causando el deshielo de los glaciares. Esto no solo hace que aumente el nivel del mar, sino que afecta a todas las poblaciones de fauna y flora, tanto de la Antártida, que ven alterado su hábitat, como del resto de los océanos.
Por último, a pesar de que el Tratado Antártico siga vigente, las tensiones a raíz de las reclamaciones territoriales no han cesado. No hay que perder de vista la riqueza de recursos energéticos que alberga la Antártida. Aunque las posibilidades sean bajas, no debemos descartar un posible conflicto por la explotación de los recursos antárticos.