Apenas un año después de las elecciones, República Centroafricana sigue atrapada en una suerte de arenas movedizas que combinan caos e incertidumbre a partes iguales, y de las que difícilmente podrá salir en un futuro próximo. En su primera alocución como presidente el 30 de marzo de 2016, Faustin Archange Touadéra se refirió a la seguridad como “una exigencia republicana y la primera de las libertades”, y afirmó que se trata de “la prioridad entre prioridades” de su acción política junto a la defensa de la integridad territorial. Las líneas que siguen a continuación presentan, en primer lugar, los factores de inseguridad predominantes en el conjunto del territorio nacional centroafricano. A continuación, se examinan las principales dinámicas con respecto al restablecimiento de la autoridad estatal en el centro y este del país, al considerar que se trata de un presupuesto básico para la seguridad y la unidad nacional.
Violencia predatoria y tensiones intercomunitarias entre pastores y agricultores
El conflicto armado entre la coalición Séleka y las milicias Anti-Balaka en 2013-2014 –que a punto estuvo de evolucionar hacia un genocidio– ha sido sustituido por un escenario propio de violencia predatoria. En este sentido, la inmensa mayoría de los incidentes registrados entre 2015 y 2016 son de naturaleza criminal. En general, los grupos armados se han transformado en mafias que, además de beneficiarse de la explotación de los recursos minerales, agrícolas y ganaderos, cometen abusos sistemáticos contra la población civil con fines igualmente lucrativos. Entre estos destacan, por ejemplo, las detenciones y arrestos arbitrarios con fines de extorsión; o el cobro de tasas ilegales aplicadas a los pequeños comerciantes locales y sobre el transporte de mercancías a su paso por las innumerables barreras tendidas por las milicias armadas en regiones como la de Ouaka, feudo de la milicia ex Séleka Unité pour la Paix en Centrafrique (UPC).
Las violencia intercomunitaria, acentuada por la frágil cohesión social, constituye otro factor quizá menos conocido pero con un impacto asimismo crítico sobre la seguridad. Por un lado, cultivadores locales y pastores trashumantes en busca de pastos se enfrentan por un espacio de recursos limitados que suele traducirse en daños materiales para ambos: destrucción de las cosechas para los primeros y pérdida de cabezas de ganado para los segundos a causa de las trampas instaladas en los campos de cultivo y zonas de paso. La situación anterior se complica cuando los criadores de bovino, mayoritariamente de etnia fulani y bien provistos de fusiles automáticos, responden al habitual robo de sus reses por parte de bandidos locales con fuertes represalias, entre las que se cuentan homicidios o el incendio de poblados enteros. Como contrapunto, es preciso señalar que en otras ocasiones son estos mismos fulanis quienes –sin mediar motivo– intimidan a la población autóctona con sus armas, impidiéndoles el acceso a las zonas de cultivo, o tratan de imponer los precios de los productos con los que se abastecen en los mercados locales.
Entre el predominio de los grupos armados y el descrédito de las fuerzas y cuerpos de seguridad
República Centroafricana sigue siendo un territorio fragmentado geográfica y políticamente. O dicho en términos más precisos, el país no ha dejado de ser más que un agregado de regiones dispares controladas por grupos armados. Cualquier otra definición con mayor énfasis sobre la cohesión territorial resulta, cuanto menos, una apuesta arriesgada. Si bien es cierto que el gobierno controla la capital –con la ayuda de las fuerzas onusianas– y ejerce cierta autoridad sobre determinados ámbitos de la mitad occidental del país, no lo es menos que las zonas centro y este del territorio centroafricano constituyen un mosaico de feudos dominados por milicias que bloquean cualquier intento de restauración de la autoridad estatal.
La presencia de autoridades civiles y fuerzas de seguridad interior (FSI) –por otra parte ínfimas– es meramente testimonial frente a los cientos de combatientes adscritos a las facciones armadas ex Séleka. Los así llamados Mouvement Patriotique pour le Centrafrique (MPC), Front Populaire pour la Renaissance de Centrafrique (FPRC) y el ya mencionado UPC, aprovechan el vacío de poder institucional para maximizar su autoproclamado papel como garantes de la seguridad, el cual incluye tanto funciones policiales como la puesta en marcha de una administración judicial paralela. En ese contexto, no es extraño observar cómo la forzosa cohabitación entre autoridades civiles y milicias ha terminado por engendrar, en no pocos casos, una situación de dependencia o incluso de subordinación de los primeros frente a los segundos.
Las facciones ex Séleka se oponen diametralmente a cualquier intento de restablecimiento de la autoridad estatal en sus zonas de control. En defensa de esta posición argumentan la ausencia de representatividad de la comunidad musulmana entre los miembros las Fuerzas Armadas Centroafricanas (FACA) y las FSI, así como los vínculos de estas con las milicias Anti-Balaka. Además, denuncian la existencia de una corrupción generalizada y la comisión de abusos perpetrados por sus integrantes contra los musulmanes. Este descrédito y desconfianza hacia las fuerzas y cuerpos de seguridad es más que evidente en ciudades importantes como Bambari, donde la falta de profesionalidad y la irresponsabilidad de algunos gendarmes se traducen en continuas evasiones de criminales previamente arrestados por los cascos azules. En cualquier caso, no es menos cierto que los grupos ex Séleka utilizan estas acusaciones como pretexto para perpetuar el lucrativo status quo referido más arriba.
La seguridad, que pasa por el despliegue efectivo de las instituciones y el monopolio legítimo de la fuerza por parte del Estado, es una magnitud inversamente proporcional a la supremacía de las milicias ex Séleka y Anti-Balaka sobre el terreno. De ahí que el mandato de la misión de las Naciones Unidas para la estabilización de República Centroafricana se haya marcado como objetivo estratégico la reducción de la presencia y amenaza planteada por estas. Lo que, indudablemente, pasa por el arranque de un proceso de Desmobilización, Desarme, Reintegración y Repatriación (DDRR) enquistado en el maximalismo tanto de los grupos armados, que no están dispuestos a entregar las armas sin antes lograr concesiones políticas, como del gobierno centroafricano, que condiciona su inclusión en la vida política a la aceptación expresa y sin ambigüedades del proceso DDRR. Mientras tanto, los centroafricanos siguen pagando un precio excesivamente alto por “la primera de las libertades”.
Las ideas y las opiniones expresadas en este artículo no reflejan, necesariamente, la postura oficial de las Naciones Unidas, y deben ser atribuidas en exclusiva a su autor.