En julio de 2011, Stephen Walt escribió un artículo en el que presentaba el nacionalismo como la fuerza política más poderosa del mundo actual. La afirmación hubiese sido correcta hace cien años. Mal que le pese a muchos teóricos de la globalización, la posmodernidad, y las teorías del “choque de civilizaciones”, tal vez continúe siéndolo. El nacionalismo –es decir, la idea de que el mundo se divide en culturas o naciones, y que esas naciones necesitan ver sus intereses y derechos salvaguardados por un Estado propio– continúa siendo una fuerza que condiciona las relaciones internacionales. Y también las intranacionales, como muestran los casos de Quebec, Cataluña, Escocia, Crimea y Chipre.
En el primer caso, el secesionismo pierde fuelle. En las elecciones regionales del 7 de abril, el Parti Québécois (PQ), principal defensor de la independencia de la región francófona de Canadá, cosechó uno de los peores resultados en sus 44 años de historia. Tras una campaña confusa por parte de los independentistas, el Partido Liberal de Philippe Couillard ha derrotado a Pauline Marois, premier desde finales de 2012, que sólo obtuvo un 25% de los votos.
El desgaste del independentismo en Canadá no acredita la inviabilidad de cualquier proyecto secesionista, sino el éxito de promover diálogo y flexibilidad desde el gobierno central. Como observa Stéphane Dion, líder opositor entre 2006 y 2008, oponerse a la independencia de Quebec no está reñido con aceptar la divisibilidad de Canadá: “nuestra identidad canadiense es demasiado valiosa como para apoyarse en otra cosa que el deseo de vivir juntos”. Al permitir Ottawa la celebración de dos referéndums de independencia (en 1980 y 1995, ambos ganados por los unionistas), la iniciativa ha caído por su propio peso. Con una base de apoyo menguante entre los jóvenes, el proyecto secesionista parece estar entrando en fase terminal.
El caso de Quebec contrasta con el de Cataluña. En primer lugar, porque la dinámica generacional es la opuesta. La juventud catalana, más radicalizada que la de Quebec, ve en España poco más que una realidad administrativa. En segundo lugar, porque Madrid ha optado por el inmovilismo. “La falta de respuesta oficial, o contraoferta, o lo que sea, conlleva el peligro de mayor radicalización independentista”, observa Xavier Vidal-Folch. El gobierno parece incapaz de hacer otra cosa que enrocarse en ese patriotismo constitucional que propugnaba José María Aznar, y que resulta poco convincente, porque ni la Constitución es irreformable, ni el Estado de las Autonomías ha demostrado ser un modelo territorial especialmente eficaz.
El problema, como apunta Josep Antoni Duran i Lleida, es político antes que jurídico. Negar la posibilidad de un referéndum en Cataluña es una estrategia muy limitada a largo plazo. “Ningún matrimonio puede sobrevivir declarando el divorcio ilegal”, señala Gideon Rachman en el Financial Times, contrastando la rigidez de Mariano Rajoy con la actitud de David Cameron en Escocia. En octubre de 2012, el primer ministro británico negoció con Alex Salmond, Ministro Principal de Escocia y líder del Partido Nacional Escocés, la realización de un referéndum en septiembre de 2014. Aunque los unionistas se mantienen como pluralidad (46%, según una encuesta reciente), el alto porcentaje de indecisos (15%) aún puede decantar la balanza a favor de la secesión. De ser así, Escocia se separaría de Inglaterra tras 307 años de unión política.
Las tensiones nacionalistas dentro de un país no siempre producen movimientos independentistas. Sirva como ejemplo Crimea, que ha solicitado la anexión a Rusia. Aunque la ruptura con Ucrania, celebrada el 16 de marzo, es de dudosa legalidad, la posición rusa goza de un respaldo pasivo considerable. En la votación de la Asamblea General de la ONU para declarar el referéndum ilegal, potencias como China, Brasil, India, y Suráfrica se abstuvieron. De sentar precedente, el caso de Crimea podría aplicarse a otras regiones, como el este de Ucrania o Transnistria en Moldavia. Las consecuencias serían profundamente desestabilizantes.
Otro caso alternativo es el de Chipre, dividida desde 1974 en una mitad greco-chipriota y la República Turca del Norte de Chipre, reconocida únicamente por Turquía. El 11 de febrero, y tras una ruptura de dieciocho meses en el proceso de negociaciones, dirigentes de ambos lados de la isla se reunieron para negociar el proceso de reunificación. Tanto la comunidad griega como la turca reconocen que la actual situación, resultado de una guerra entre Grecia y Turquía en 1974, es inaceptable. La capital, Nicosia, está partida en dos por la línea divisoria entre ambas comunidades.
Tanto Crimea como Chipre demuestran que el secesionismo no es la única forma en que las identidades nacionales generan tensiones dentro de un Estado. Pero ambos casos, al igual que los anteriores, apuntalan la noción de Walt: en el siglo XXI, el nacionalismo continúa sin perder su atractivo.