A medida que la pandemia del Covid-19 se extiende por el mundo, los gobiernos han empezado a comprobar la eficacia de diferentes métodos para aplanar la curva de contagios. De momento, los más efectivos parecen ser los que invirtieron en infraestructura de sanidad firme e incluso redundante, realizaron tests a escala masiva, e identificaron y aislaron a los infectados (poniendo a sus contactos en cuarentena) para reducir la propagación a individuos sanos. Los países europeos parecen sufrir carencias en equipos médicos y de test, y muestran reticencias a la hora de imponer restricciones a derechos individuales como la privacidad y el libre movimiento. Con este trasfondo, ha emergido un debate peligroso respecto a si los principios rectores de las democracias europeas, incluyendo el derecho fundamental a la privacidad, deben dejarse de lado durante la pandemia para facilitar una respuesta más eficaz.
No es un debate nuevo. En el 52 AC, Cicerón observó en De Legibus que “salus populi suprema lex esto” (la salud del pueblo será la ley suprema). Cuando Louis Pasteur (1822-1895) y Robert Koch (1843-1910) iniciaron la revolución bacteriológica en la salud pública, proporcionando fundamentos científicos para prácticas ya existentes como la cuarentena, emergió una resistencia marcada en muchos países, basada en el miedo a que la imposición de dichas medidas limitase el libre movimiento de personas y bienes. Las luchas contra la tuberculosis y la viruela, y después el VIH y el ébola, crearon tensiones entre la protección de la salud pública y otros derechos fundamentales, incluyendo la privacidad personal, durante más de un siglo. También se aprecia una restricción similar de derechos civiles en otros campos, como la lucha contra el terrorismo.
En 1966, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos estableció que, ante emergencias que amenazan la vida de una nación, la necesidad de proteger la salud pública es motivo permisible para limitar ciertos derechos, incluyendo las libertades de movimiento, expresión y asociación. En Europa, esta posibilidad debe ser valorada frente a estándares extremadamente altos en lo que respecta a la privacidad y protección de datos, con provisiones en los tratados europeos, la Convención Europea de Derechos Humanos (CEDH) y el Reglamento General de la Protección de Datos, que establecen de manera firme la privacidad como un derecho fundamental y los datos como propiedad de los individuos, no los Estados. La Carta de los Derechos Fundamentales de la UE menciona específicamente tanto la necesidad de asegurar la protección de datos personales (Artículos 7 y 8) como “un alto nivel de protección de la salud humana” (Artículo 35) en la definición e implementación de todas las políticas públicas y actividades de la Unión. El Artículo 15 de la CEDH permite derogaciones siempre y cuando sean temporales, proporcionadas y estrictamente demandadas por la situación. El Supervisor Europeo de Protección de Datos ya ha clarificado que las medias que debilitan la protección del derecho a la privacidad deben ceñirse a tests tanto de necesidad como de proporcionalidad.
Pero, ¿qué es necesario y proporcionado ante semejante crisis? Los gobiernos probablemente se esfuercen por dar respuesta a estas preguntas. La existencia de alternativas factibles que preserven la privacidad debería impedir la adopción de políticas intrusivas, aunque sean temporales, puesto que estas no lograrían pasar el test de proporcionalidad. El Supervisor Europeo ha publicado líneas de actuación para ambos casos, pero la necesidad de actuar deprisa en una pandemia podría llevar a los gobiernos a apurar los tests para emplear todas las medidas posibles.
El Covid-19 ya está generando disyuntivas entre la necesitad de salvaguardar la salud pública y la limitación de ciertas libertades civiles. Estonia, Letonia y Rumanía han notificado su aplicación del Artículo 15 de la CED. Una colección reciente de documentos de líneas de actuación muestra que países como Irlanda y Polonia están adoptando un enfoque más bien permisivo en las actividades de procesado de datos. Recientemente, Austria, Alemania, Italia y Reino Unido han comenzado a imitar los pasos de China, Corea del Sur e Israel, donde el seguimiento mediante datos móviles, el mapeo público de individuos infectados y las técnicas de vigilancia masiva se implementan para monitorear y efectuar confinamientos, cuarentenas y el distanciamiento social. La lista de medidas nacionales –desde cooperación entre gobiernos y operadores móviles al desarrollo de aplicaciones de seguimiento y alerta– crece cada día.
¿Llevará este periodo de emergencia a que algunos países europeos establezcan regímenes de vigilancia masiva? El riesgo es real, pese a todas las salvaguardas constitucionales que existen en Europa en defensa de nuestras sociedades democráticas. Pero será importante resistir esta tentación, por varias razones.
En primer lugar, la experiencia exitosa de países como Hong Kong, Corea del Sur y Singapur puede trazarse a un conjunto de medidas: preparación previa –debido al legado de coronavirus anteriores–, una infraestructura sanitaria bien desarrollada, uso masivo de tests y protocolos de aplicación muy rígidos. No existen pruebas de que el despliegue tecnológico por sí solo pueda contener el virus, a menos que los países europeos logren invertir en mayores capacidades de hacer tests. Taiwán parece haber obtenido resultados similares a los países anteriores mediante tests a gran escala, preparación reforzada y un uso menos intrusivo de la tecnología. Pese a todo, los pacientes en cuarentena son monitoreados a través de sus teléfonos móviles.
En segundo lugar, la tecnología tienen límites. Los datos de geolocalización son relativamente imprecisos, especialmente fuera de áreas densamente pobladas. Solo pueden emplearse para monitorear la eficacia de las medidas de distanciamiento social, no para sancionar a ciudadanos. Tercero, el uso de aplicaciones para auto-diagnósticos y reportar casos, como el “código de colores” chino, sería fácilmente trucado o boicoteado por ciudadanos fuera de países que emplean tácticas de aplicación quirúrgicas, como China o Singapur. La aceptación social de estas medidas –especialmente en una población sometida al confinamiento– sería mucho menor en países europeos comparado con los lugares donde han funcionado exitosamente.
Dicho lo cual, no hay duda de que la tecnología se usará como una ayuda útil una vez que los pacientes sean diagnosticados con el virus. En este caso, medidas restrictivas como el aislamiento y la cuarentena pueden emplearse con ayuda de sistemas de seguimiento, sin afectar necesariamente al derecho individual a la privacidad. Un ejemplo prometedor es TraceTogether, la nueva aplicación desarrollada en Singapur. Emplea conexión Bluetooth y combina un número de medidas que potencialmente preservan la privacidad: uso anónimo de datos, compartición explícita del uso individual de datos y ninguna geolocalización.
En las semanas venideras, las disyuntivas entre políticas públicas que salvaguarden la salud y la protección de la privacidad se volverán inevitables. ¿Serán estas medidas rechazadas por resultar demasiado intrusivas, o defendidas en aras del igualmente importante derecho de libre movimiento (de quienes están sanos)?
No es la primera ni la última vez que los gobiernos se enfrentan a la tentación de emplear tecnologías de vigilancia masiva como instrumento de seguridad. En el futuro, especialmente con el auge del Internet de las cosas y los avances en técnicas de Inteligencia Artificial como el reconocimiento corporal y facial, la tentación de adoptar medidas quirúrgicas de monitoreo se volverá aún más fuerte. Los beneficios potenciales se dispararán, así como los riesgos asociados. Por eso establecer límites claros es esencial para guiar a los gobiernos en tiempos de crisis y cuando –esperemos que pronto– un modo de vida menos restringido sea posible de nuevo.
Artículo publicado originalmente en ceps.eu